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Inspiración

23 octubre, 2023

Vivir nuestro propósito: una historia de valentía y superación

Laura Alberto es enfermera y actual investigadora del CONICET. Pero llegar adonde está hoy no le resultó fácil. Compartimos cómo fue su camino, marcado por la perseverancia, la fe y la convicción.


Laura en Purmamarca, Jujuy.

Por Clementina Escalona Ronderos. Fotos: Cortesía de Laura Alberto

Si se googlea Poscaya, Salta, aparecen imágenes de montañas doradas y trazos verdes rozando el cielo. Las casas son de adobe, los techos de paja. Cuenta la Enciclopedia Digital de la Provincia de Salta, que en este rincón al sur de Bolivia habitan 421 personas, que al pueblo lo atraviesa el Río Grande y que no cuenta con red eléctrica. También dice que se ubica a más de 3000 metros sobre el nivel del mar, que se pueden encontrar “un puñado de casas” y una Escuela Albergue. “La única forma de llegar es vía La Quiaca a través de un camino vecinal tipo huella, sinuoso y lleno de piedras”, sentencia la Enciclopedia.

En una de esas casas comienza la historia de Laura Alberto, licenciada en Enfermería y actual investigadora del CONICET. Novena de once embarazos, única sobreviviente entre los seis hermanos que nacieron, llegó porque ella lo quiso, casi por capricho, y sobrevivió porque así lo quiso la vida. Era un 4 de febrero de 1971. Sin haber completado los siete meses de gestación, apenas salió de la panza, a Laura la creyeron muerta. La niña no lloró, de neonatología no se sabía nada, y sin médicos presentes, terminó envuelta en un lienzo, dentro de un canasto, al lado del fuego de la casa.

Media hora después, un llanto. “Apenas escuchó papá que lloraba, entendió que vivía, y ubicó debajo del canasto unas revistas, porque si vivías, tenías que ser leída, me dijo. Leída es como decir educada”, cuenta Laura, en conversación con Revista Sophia vía Google Meet, un viernes de agosto.

Laura de niña en Poscaya, Salta.

A partir de ese origen misterioso y adverso, la pasión por estudiar se convirtió en el motor de la vida de Laura. Ni su padre curandero ni su madre habían ido a la escuela o sabían leer. Él era trabajador golondrina y viajaba a donde hubiera trabajo de campo. A partir del milagro de la vida de su hija, se instalaron en una casa de una sola pieza en un pueblo en las afueras de Jujuy donde Laura comenzó la escuela, una escuela pública con una sola maestra. Enseguida resaltó entre los demás niños por su memoria, su capacidad, y su entereza al recitar poemas.

Señora, usted tiene que llevar a su hija por lo menos a una escuela de La Quiaca.

Meses después, la familia se instaló en San Salvador de Jujuy. 

Soñar una vida mejor

Luego de completar la primaria, Laura asistió al secundario en un colegio pupilo de monjas. 

“Un día, papá me dice: ‘Laurita, vos vas a tener que pensar qué vas a hacer después, porque yo con la Universidad ya no te voy a poder ayudar’. Y cuando una tarde veo enfermeras marchar en un desfile del Ejército, pienso: a lo mejor, esa es una manera”. 

Durante los últimos tres veranos de la etapa secundaria, Laura trabajó vendiendo empanadas con las monjas para costear el viaje a Buenos Aires, donde se presentaría a rendir el examen de ingreso para enfermera del ejército. En esa época, el Ejército no solo presentaba la única posibilidad para estudiar, sino que también significaba techo, comida y trabajo asegurados. 

“Fui a la Biblioteca Popular de Jujuy y le dije al bibliotecario: si tengo que rendir un examen de todos estos temas, ¿qué libros me darías? Él me daba los libros y yo los estudiaba”, cuenta Laura. 

“Viajé en un colectivo trucho, de esos que llegaban a Once con las compras de la gente, porque era más barato que el colectivo de línea. Yo no conocía Buenos Aires, así que agarré un libro sobre cómo viajar en la ciudad, lo miré, y me dije que me manejaría en subte, porque si iba arriba de un colectivo mirando por la ventana, las calles me iban a confundir”. 

Llegó días antes de nochebuena. Rindió el examen de ingreso para Enfermería, en Campo de Mayo, y regresó a Jujuy a la finca donde estaba su madre.

Laura y su madre.

“Los resultados te los daban a partir de mediados de enero, pero como a la finca no llegaba el correo, dejé la dirección del colegio de monjas. Todos los días iba en bicicleta hasta la comisaría del pueblo y le pedía al comisario que me diera unas monedas para llamar al colegio por teléfono, porque yo plata no tenía. Estuve como veinte días llamando, hasta que un día la monjita me dice: Laurita, vení que llegó tu carta”.

Laura se fue, con sus nervios y su esperanza, hasta el colegio. Se sentó en la capilla con la carta entre las manos y rezó. “Estaba sola y dije ¿será este mi destino? Entonces abrí y vi que había aprobado”. 

Primeros pasos

Acostumbrada a ver a su padre moverse en busca de oportunidades, Laura volvió a Buenos Aires con ánimo para descubrir. “Si bien siempre fui muy consciente de que no nos sobraba la plata, no tenía el concepto de no tener los recursos para hacer algo. No veía la limitación que te impone la situación económica, lo veía como un momento de exploración”.

En el Ejército la vida fue dura: todavía no existían todas las leyes actuales de seguridad y Laura se encontraba, cada semana, ayudando a compañeros accidentados a raíz de las prácticas con los tanques y la pólvora. “La primera vez que entré a la terapia intensiva del militar, tenía una taquicardia terrible. Yo estaba a cargo y sólo tenía 20 años”, cuenta. 

“Me estresé bastante por la preocupación de no poder darme cuenta si le estaba pasando algo al enfermo que le comprometiera la vida. Estudiaba todo el tiempo. Era la única. Terminaba de ver un caso y ese día me iba de la guardia y estudiaba, no me iba a dormir si no había estudiado”, dice. “No era solo una persona que yo cuidaba: era la persona, su familia, sus afectos, su historia, su trabajo, lo que vino a hacer en esta sociedad. Y cuando yo la cuidaba, de alguna manera sentía que cuidaba todo eso”.

Durante diez años, Laura trabajó en el Hospital Militar de manera obsesiva y meticulosa. Una noche, notó que “los médicos leían papeles”. Cuando uno de esos papeles quedó posando sobre la mesada, se apuró a ver qué era: un artículo impreso y una revista New England. “Era la primera vez que yo había visto un artículo en toda mi vida. Y dije, ¿por qué nosotros, los enfermeros, no estudiamos esto?”. Al lado del nombre de los autores, se dibujaban tres letras que se convertirían en su próximo objetivo y hoja de ruta: las letras PhD

Cada parte del camino, es el camino 

“De repente me miré en el espejo y vi mi uniforme de enfermera. Estaba almidonado, arrugado. Era blanco. Y vi mi libro de medicina pocket, que siempre me acompañaba, y me dije ‘yo me tengo que ir’”. 

Lo describe como “un momento de consciencia”, ese despertar que ocurre a veces, cuando a pesar de que nos gusta la vida que tenemos, aspiramos a otros deseos, a nuevos rumbos, porque hay algo dentro nuestro pulsando fuerte y pidiendo atención. Laura quería viajar, quería estudiar. Estaba cerca de los 30, tenía dos trabajos para mantenerse y enviaba dinero a sus padres. Estaba cansada, pero ávida de más, y nunca bajó los brazos: durante años, pese a recibir decenas de rechazos, se dedicó de forma obstinada y perseverante a postular para becas de estudio. 

Laura con un premio que obtuvo por su Doctorado en la Universidad de Griffith

La oportunidad llegó al fin de la mano de la Fundación Bunge & Born, a la que Laura está inmensamente agradecida. “Esa beca me cambió la vida, porque como toda enfermera argentina, yo no me podía pagar un posgrado”. Fue la primera enfermera en recibir la beca para completar la Especialización y Maestría en Educación en la Universidad de San Andrés. 

Gracias a eso, Laura pudo continuar abriéndose camino: ganó una beca de investigación y viajó a Australia, y en 2019 obtuvo el título de PhD por su Doctorado de formación en investigación de la Universidad Griffith. En 2021 aplicó para la Carrera de Investigación en el CONICET, donde actualmente conduce una análisis siguiendo casos de pacientes sobrevivientes de sepsis. Se trata, explicado de manera simple, de casos de pacientes que pasan por terapia intensiva y sobreviven a distintas infecciones que afectan de manera grave al cuerpo, como fueron los casos severos de COVID. 

Durante toda la entrevista, Laura se muestra apasionada, convencida de que todo puede lograrse. Por momentos se emociona al recordar el camino recorrido, al reconocer cómo esa niñita que se suponía que no iba a vivir ahora está donde está. 

“Siendo parte de la condición humana, pienso que cada uno puede hacer lo que quiera hacer, siempre y cuando tenga la determinación, la disciplina y el conocimiento personal”, dice Laura. Se la nota convencida, apasionada, segura de lo que dice.  

“No tiene que ver con el color de tu piel, ni tu origen social, ni cómo te ves, ni si tenés más plata o si tenés menos plata”, continúa, “hay que ser conscientes de que esas limitaciones son impuestas, cosas que nos hacen creer, pero, si uno tiene un interés genuino en ser una persona de bien y en contribuir a la sociedad desde lo que le gusta, desde lo que le apasiona, se puede lograr. Descubrir eso es un regalo. Esta vida es un regalo”. 

Laura durante su viaje en Australia

La entrevista concluye y Laura promete enviarnos fotos. En la habitación flotan imágenes de Poscaya, de la escuela en Salta, de la capilla, de la carta recibida. La historia de Laura, ese camino lleno de dificultades y conquistas, hace eco en el aire: es una historia que sirve de recordatorio y de inspiración, que nos llama a movilizar esos deseos internos que, aunque cueste concretarlos, arden con tal fuerza que nos impulsan a hacerlos realidad.

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