Artes
13 marzo, 2017 | Por Agustina Rabaini
Unir dos mundos
“Hago fotografías, tomo su sombra y queda allí también la mía”, decía la artista Guadalupe Miles años atrás, para referirse a su obra y a su manera de acercarse a las comunidades aborígenes del Chaco salteño, registrarlas y convivir con ellas. En ese lugar, que visita desde hace veinte años, tiene una casa de adobe y en sus estadías busca tender puentes entre dos culturas a las que aún separa una brecha grande.
Las imágenes de Guadalupe Miles son producto de una experiencia personal. No buscan el documento periodístico, que indefectiblemente mostraría una mirada externa o costumbrista. Envuelta en el afecto de quienes poco a poco la recibieron como a una más, Guadalupe aprendió de ellos la conexión vital que mantienen con la naturaleza, de sus silencios, de la libertad para el goce, de la aceptación del dolor. De su comprensión sabia del ciclo de la vida-muerte-vida”, escribió el fotógrafo Juan Travnik sobre la obra de esta artista y docente de 45 años que lleva veinte retratando la vida de una comunidad wichi del Chaco salteño, un universo que le permitió explorar el día a día de estas culturas ancestrales, la interculturalidad, los ciclos de la vida y de la muerte, el dolor y lo femenino sagrado, entre otros aspectos profundos y significativos.
Guadalupe Miles nació en Buenos Aires en 1971. Vivió la mitad de su vida allí y la otra en Salta y Jujuy. Obtuvo becas a la creación artística del Fondo Nacional de las Artes y de la Fundación Antorchas. Recibió el primer premio del Salón Nacional de Artes Visuales de la Secretaría de Cultura de la Nación, entre otros.
Artista en un sentido amplio del término, porque en su andar escapa a los rótulos y más bien abre, experimenta y se mueve a un ritmo propio, para Lupe (como la llaman los más cercanos) la fotografía ha sido “una herramienta de vinculación y unión”, un medio para conocerse mejor, para encontrarse con otros, y como docente y gestora cultural, para generar proyectos que habilitan experiencias creativas.
Su origen y sus ancestros influenciaron su camino de intereses porque Guadalupe nació en Buenos Aires en 1971, pero vivió gran parte de su infancia y adolescencia en Salta y Jujuy, donde hasta hoy vuelve con un sentido de pertenencia fuerte. Hija de una pintora y dibujante, y de un padre que escribía y hacía fotos en los ratos libres, en sus primeros años hubo abuelas salteñas y un abuelo que vivía en la yunga jujeña. Entre los 19 y los 26 años, vivió en Buenos Aires, donde incursionó en el mundo cultural local y se formó como fotógrafa, pero su alma viajera y su pasión por el arte y la naturaleza la mantuvieron buscando otros lugares –lejos de la urbe– donde la vida fuera más integrada, y el cielo y la tierra, una parte central y no solo un marco o una ventana en la vida de todos los días.
Por eso, tal vez haya encontrado su lugar en el mundo en la comunidad de Santa Victoria 2, en el Chaco salteño, donde hace tiempo tiene una casa de adobe y donde edificó gran parte de su obra fotográfica, aunque con los años su alcance se haya amplificado y comparta con ellos algo más profundo que el mero registro y el intercambio de imágenes, para ser un puente y acercar las dos culturas.
A lo largo de los años, Guadalupe se tomó tiempo para entrar en el ritmo y en la vida de la gente de la comunidad, y en sus relatos la brecha que existe entre el mundo de acá, de los blancos u occidentales, y de los aborígenes, se deja ver: “Es que son mundos diferentes; ellos tienen otra comprensión de la vida, otra cultura y otros códigos. Allá se dan otras maneras de relacionarse y hoy creo que quizá yo también fui allá porque necesitaba aprender algo de mí y encontrarme. En uno de mis viajes conocí a Tiluk Mendoza, un hombre que fue muy importante en mi vida y con el que trabajé durante muchos años”, cuenta, y recuerda el día en que, a mediados de los noventa, llegó por primera vez al lugar con la cámara al hombro para relevar la desnutrición infantil en mujeres y niños.
Desde entonces, en sus fotografías los wichis no son personas retratadas como se acostumbra a ver a los aborígenes desde la mirada del que los fotografía desde afuera –desde una mirada externa, colonizada, paternalista o superficial–, sino como “individuos que se dejan ver, en su lugar y contexto, bañados por el sol o sumergidos en el barro o las aguas, mirando a cámara o prestándose a un juego visual sobre el que mantienen siempre un fuerte margen de control. Un juego que les permite hacerse visibles, con realidad y con cuerpo, de manera inédita y hasta desafiante”, como escribió Rodrigo Alonso, en 2005.
Hoy Guadalupe trabaja en otros proyectos. Viene de exponer en Ecuador, Quito, la muestra “Ciudades visibles, crónicas latinoamericanas” –que refleja, en parte, su convivencia con las mujeres de comunidades indígenas de Ecuador–, y en ese recorrido visitó también México. Allí tuvo otra gran experiencia y pudo compartir días de viaje con Tomás Cochella, su pareja y compañero en el proyecto “Monte, estudios y residencia de artistas”, que sostienen juntos aquí, en Buenos Aires. En 2016, también participó del proyecto colectivo “Centro Cultural Tewok”, en el Chaco salteño, y continúa con la dirección de Artes Visuales del Jaguar, lugar desde el que impulsa proyectos de autogestión y desarrollo cultural.
–¿Recordás un primer contacto con la fotografía? ¿Cómo te fuiste acercando al arte y la naturaleza?
–Siempre me gustó la naturaleza y en la infancia tenía experiencias muy fuertes con eso. Cuando iba a Salta, me pasaba unos buenos ratos en el Chaco salteño (N. de la R.: sus bisabuelos vivían en la zona), y también pasaba tiempo en Jujuy, en la yunga salteña, donde mi abuelo tenía su casa. Esos fueron siempre lugares familiares para mí. No es casual que siga volviendo y que haya decidido volver a vivir en Salta entre 2001 y 2010.
–¿Qué recordás de los años en Buenos Aires, cuando tenías 20 años?
–Al llegar, pensé que iba a estudiar Biología, pero no se me daban mucho las materias de ciencias, así que me cambié a Comunicación Social; también me encantaba la danza, que estudié con Freddy Romero. Lo de las fotos se dio por una amiga que vivía conmigo y estudiaba cine. Estando con ella, descubrí la cámara y me puse a registrar algunas cosas. Más tarde, lo que por fin me decidió fue encontrar el taller del fotógrafo Eduardo Gil, al que asistí durante siete años.
–¿Ese lugar de intercambio y producción marcó tu manera de hacer docencia?
–Sí, el taller de Eduardo fue una referencia fuerte porque me gusta el trabajo donde cada uno puede investigar su lenguaje personal. Doy talleres desde hace quince años en el norte y acá, y si bien los encuentros tienen un anclaje fuerte en la foto, también se abren a otros lenguajes. Quienes asisten pueden traer textos, un dibujo, una escultura, o algo que tenga que ver con el sonido. Trabajamos con esos materiales y vemos obras de autor o puede venir alguien de visita. En los talleres de Salta recibimos a Juan Travnik, Marcia Schwartz y Tulio de Sagastizabal, entre otros.
–¿Por qué decidiste volver al norte en 2001?
–Volver a vivir allá fue una decisión importante porque, después de sondear y averiguar qué era lo que quería decir, supe que el lugar que me interesaba fotografiar era el norte y necesitaba estar ahí para seguir profundizando mi trabajo. En esos años, los talleres y encuentros que hacíamos en la ciudad eran muy lindos y fuertes. Ese fue un tiempo de sentar las bases y había épocas en las que me instalaba en el Chaco salteño. Estando allí, la experiencia superó mis expectativas porque al principio pensaba que iba a hacer solo un trabajo fotográfico, pero lo que sucedió fue más allá y me permitió conocer otro modo de comprensión del mundo, tomar contacto con la relación que tiene la gente con la naturaleza. Siento que pude acceder a lugares que tienen que ver con otro tipo de conocimiento y percepción, de interpretaciones del mundo y de lo que significa el cuidado de los espacios naturales para todos.
–¿Qué aprendiste en particular de las personas de la comunidad?
–Si bien ahí conocí mucha gente, con algunas personas establecí relaciones muy cercanas. Con Clarisa, una mujer de mi edad, nos hicimos muy amigas, y con Tiluk tuve una relación especial porque me guió y me abrió a otras áreas del aprendizaje… Mi primera muestra la hice en Salta, en 2001, con una serie de fotos en blanco y negro. En otra sala, la gente de las comunidades mostró sus trabajos. Desde el primer momento, con las fotos no quería llegar a un lugar y hacer una foto sin siquiera relacionarme con la persona. No quería usar la cámara para eso y me dediqué a generar otras cosas. Y bueno, pasaron veinte años… Justo ayer estaba mirando unas cajas y encontré un registro… Una de las chicas que fotografié en ese momento tenía 4 años y ahora tiene 23. De su familia, ya he podido fotografiar a cuatro generaciones de mujeres.
–Ahora estás con un nuevo proyecto en la misma comunidad…
–Siempre vuelvo, y el desarrollo del trabajo tuvo etapas, se ha ido modificando. En un primer momento la relación con la gente ocupaba un lugar central pero ahora fotografío otras cosas. Desde hace un tiempo, estamos con un proyecto interdisciplinario con la artista Claudia Fontes. La idea es promover el intercambio de saberes entre nosotros y la gente del lugar. En el grupo están Claudia y Elba Bairon, escultoras que trabajan con el barro; Isabel Ruarte, que busca rescatar ese saber que está al borde de la desaparición, y también Duncan Withley, que trabaja con el sonido, y Mateo Carabajal, que es músico e ingeniero electrónico. Se ha dado un intercambio muy lindo que queríamos que fuera en forma simétrica; poder reunirnos y trabajar en grupo, compartir lo que cada uno sabe y hacerlo desde el crear juntos y desde la comunicación.
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