Sociedad
30 diciembre, 2022
Una casa de camino a casa
Mientras esperan una familia que les abra las puertas de una casa definitiva, las niñas y niños que alberga el Hogar María Luisa intentan dejar atrás las marcas de un pasado muchas veces doloroso para escribir una nueva historia.

Ana Álvarez, directora desde 2020 del Hogar María Luisa, que funciona en Villa Ballester.
Por Carolina Cattaneo
Llegan con nada, y nada es nada, excepto su nombre y una historia difícil. Corta pero difícil. Arriban a este espacio, que supo ser un colegio alemán en Villa Ballester, con marcas indelebles de violencia, abuso, maltrato o abandono por parte de sus padres, madres o referentes. Ni ropa, ni juguetes, ni fotos de sus primeros años ni de sus actos escolares. Solo recuerdos: algunos tristemente vívidos, muchos indeseables para cualquier niño o niña.
Pero esta mañana, una mañana soleada y fresca que anuncia la primavera, están en el patio junto con sus cuidadoras y comparten un tablón inmenso en la galería, la antesala de un inmenso jardín. Allí, concentrados sobre sus cuadernos, los más grandes hacen las tareas de la escuela, mientras que los más chiquitos pasan el tiempo en un metegol, arriba de un par de patines o frente a un libro para colorear. Tienen entre 4 y 10 años y toda una vida por delante. Aquí, en el Hogar María Luisa y de la mano de un equipo de profesionales y voluntarios, reescriben su destino.
“Sus historias son historias de resiliencia”, dice Ana Álvarez, directora de la institución desde 2020. Junto con Patricia D´Agostino, encargada de Comunicación y Desarrollo de recursos, Ana da la bienvenida y acompaña a una recorrida por el lugar, un hogar convivencial con 145 años en la provincia de Buenos Aires. Conocerlo entero lleva un rato largo: mientras muestra la enorme cocina y el comedor, el jardín y un primer piso en el que cuatro antiguas aulas hacen las veces de dormitorios, Ana cuenta que el Hogar María Luisa acoge hoy a unos 20 niños y niñas, muchos de ellos hermanos o primos entre sí. El más grande tiene 14 años.
Y aunque vivieron diferentes situaciones y trayectorias, todos comparten algo en común: están allí de manera temporaria y ése será el paso anterior a establecerse nuevamente en el marco de una familia. Debieron dejar la casa donde vivían y solo el tiempo y la intervención de profesionales especializados, así como los servicios provinciales y municipales responsables de niñez, determinarán si es seguro para ellos volver con sus padres, quedar al cuidado de algún familiar —como abuelos o tíos—, o deben ser adoptados. Es un tiempo intermedio que, quienes están a cargo del Hogar, buscarán que esté marcado por un trato amoroso, buenas experiencias y el respeto por sus derechos básicos, como a la salud o a la educación.

En el hogar, las niñas y los niños comparten sus días acompañados por voluntarios y profesionales.
“Apenas llegan, tenemos un protocolo para hacer la primera intervención. Puede ocurrir que lleguen con problemas de base y no lo sabíamos. A medida que van surgiendo, la atención se va complejizando. En principio van al pediatra y luego al dentista y al oculista. La gran mayoría necesita alguna terapia externa y acá tienen acompañamiento de las psicólogas. Pero quizás en algún momento del proceso necesiten un acompañamiento externo, porque tienen que duelar algo o porque, por ejemplo, son muy irascibles, entonces necesitan un proceso más largo para encontrar estrategias de comunicación”, describe la directora.
Como Ana, otros 49 adultos acompañan a los chicos, 19 de ellos rentados, el resto voluntarios. Los adultos a cargo se ocupan de cocinar, de darles atención psicopedagógica o psicológica, de llevarlos al médico, a la escuela, al club o a fútbol, a los cumpleaños de sus amigos o, incluso, de hacerles pasar unas mini vacaciones al lado del río, como ocurrió el último año, cuando pudieron pasar tres días de campamento en San Fernando, algo inédito para muchos de los chicos.

El Hogar María Luisa acoge hoy a unos 20 niños y niñas, muchos de ellos hermanos o primos entre sí.
Enseñar a vivir, aprender a hacerse grandes
“Acá son 20 chicos y no son todos iguales, ni tampoco sus historias o sus necesidades. Lo único que los iguala es que todos fueron separados de sus casas y acá tienen que encontrarse a vivir en comunidad. Las trayectorias educativas, los intereses, las imágenes sobre la vida son distintos”, agrega Ana. Y comenta que, como le dijo una colega de otro hogar, si bien los adultos que componen el equipo de María Luisa no son su familia, sí son su familiaridad: cuando llegan, son ellos quienes les muestran cuál será su cuarto, cuál su cama, cuál su estante para la ropa, quienes estarán despiertos de madrugada cuando suba la fiebre o cuando una pesadilla interrumpa el sueño, ellos también serán quienes se ocupen de que las vacunas estén al día y la mochila esté lista para el día siguiente. Además, quienes marquen ciertas normas, como los horarios para bañarse, dormir o mirar tele, y algunas reglas de la casa ineludibles como lavarse su propia ropa interior, colgar la toalla húmeda o cuidar los objetos personales. También, quienes los acompañen en la vinculación con su familia, ya sea la de origen o la adoptante.
“Hay muchos hábitos que tienen que ver con su salud que les van a ser útiles para toda la vida. El autocuidado o la socialización de los alimentos también”, agrega Ana. Hoy, en esta mañana fresca que todavía obliga a que, como en la entrada a una casa de varios miembros se acumulen en el perchero muchas camperas en pequeño formato, el menú es pescado, pero cada día habrá una opción distinta para que aprendan a comer de todo, algo que, también, como cada aprendizaje, lleva tiempo.
Y el tiempo, en sus vidas, juega un rol crucial, porque a veces se estira más de lo que ellos desearían. Se estiran los tiempos administrativos del Estado y los tiempos de la Justicia, cuando se trata de niños y niñas que entraron en adoptabilidad, término que usa Ana para referirse a quienes no pueden volver a casa ni irse a vivir con abuelos o tíos, y en cambio entrarán al sistema judicial hasta que se dé la coincidencia entre las búsquedas de una familia adoptante y las características del niño o niña en cuestión.

La espera es larga: la mayoría de las familias se inscribe para adoptar niños de hasta dos años y sanos.
Las esperas se hacen demasiado largas cuando se trata, sobre todo, de chicos más grandes o con hermanos. La edad, así como situaciones de salud, como la de un niño o niña que usa anteojos o debe tomar una pastilla por la diabetes, explica Ana, pueden alargarla, ya que no habrá coincidencias con el 90% de las familias postulantes, que se inscriben para adoptar niños de hasta dos años y sanos.
No hay un lapso mínimo o máximo para la permanencia de los chicos en el Hogar. Al límite, explica la directora, lo pone la propia naturaleza de los procesos administrativos. Idealmente, la situación de cada chico tendría que resolverse entre seis meses y un año desde que llega hasta que se defina. Las demoras, ajenas a la institución, pueden hacer que los chicos vayan cumpliendo años y lleguen a la adolescencia viviendo allí. Por eso, uno de los objetivos del Hogar María Luisa es abrir, en el segundo piso, un espacio para acoger a los más grandes. Las obras edilicias ya están en marcha, pese a una realidad: “Nadie quiere estar acá. Aunque la pasan bárbaro, todos quieren una familia, una casa propia. Ellos tienen mucha pertenencia al Hogar, a sus compañeros, a sus amigos, pero sueñan con irse con una familia. Y después cuando se van, no se quieren ir. Había una nena que le decía a la cocinera: ‘Yo no me quiero ir porque vos me vas a extrañar’”, cuenta Ana.
A la hora del almuerzo, sentados sobre largos tablones y muchos de ellos con los delantales de la escuela, listos para terminar de comer e irse al colegio, miran la tele. Una de las chicas se enoja porque no fue invitada a un cumpleaños, mientras que algunas de sus compañeras sí. Alguno se distrae y se demora en terminar la porción, y otro deja el plato, se levanta de la mesa, abraza a la visita y pregunta si va a volver. Una escena cotidiana, un pedacito del día a día de muchos niños que, aunque quizás no lo sepan, están reescribiendo su historia.

El Hogar María Luisa se sostiene con el aporte de donantes privados. Personas, instituciones barriales y empresas aportan dinero, alimentos o insumos para el funcionamiento diario, el pago de sueldos y el mantenimiento de la casa, entre muchos otros gastos. Si querés colaborar, podés hacerlo desde https://hogarmarialuisa.org/quiero-ayudar
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