2 diciembre, 2010
«Soy Mamerto, pero no ejerzo»
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Mamerto Menapace
Humor, amor y entrega definen a este monje benedictino que cautiva con sus cuentos y reflexiones. Por Astrid Hoffmann y Marta García Terán. Fotos de Agustina Resta.
«Dicen que el que hereda no hurta”. Mamerto Menapace remata así la charla, justo antes de despedirse y caminar hacia la tranquera que lo llevará a perderse entre los senderos de la abadía de Santa María de Los Toldos, en la provincia de Buenos Aires. Con ese comentario termina una entrevista que se extendió durante dos días en los que tuvimos el placer de compartir chistes, anécdotas, recuerdos y enseñanzas; de acercarnos al encanto de una vida monástica en la que hay espacio para el silencio y para la risa, y para el mate y el encuentro que, bien temprano, anuncian una jornada cargada de actividades. Y también para adivinar por qué las rosas se tiñen de mil colores en ese rincón del mundo en el que estos monjes benedictinos llevan una vida en comunidad, en contacto con la naturaleza y con Dios.
Nos sentamos a la sombra de un pino añoso, robusto y protector, nos dejamos llevar por el aroma de los jazmines y comenzamos una larga charla en la que vamos descubriendo cuál es la herencia que recibió este sacerdote tan querido por la gente. Mamerto heredó un nombre, una vocación y un inmenso don: el de contar cuentos. No hizo falta más, esos tres elementos forjaron su carácter: un vivaz sentido del humor, una entrega profunda a Dios y una enorme capacidad para llegar con su mensaje a cientos de miles de personas que crecieron a la vera de la palabra sencilla, honesta, trasparente; de cuentos y reflexiones que llegan al corazón y dejan una enseñanza de vida.
Mamerto no da respiro. Para charlar con él hay que estar bien despierto, porque basta que uno se distraiga un segundo para que él cuele un chiste. Como una vez le dijo el cantautor Argentino Luna: “Oiga, don Mamerto, ¡usted está condenado a risa perpetua por portación de nombre!”. Su nombre tiene gracia y tiene historia. Se quita el poncho que le da ese aire campechano tan característico y cuenta que su padre tuvo un cáncer que casi lo hace cruzar la línea cuando tenía 35 años. Tuvieron que cortarle una pierna, pero se salvó y esa salvación se la atribuyeron a la intervención de Fray Mamerto Esquiú. “Papá tenía cinco hijos antes de que le cortaran la pierna y nacimos ocho después… ¡Si llegaba a tener dos piernas, seríamos diecisiete!”, dice Mamerto, que, como resulta obvio, fue el primero de esa segunda tanda y con el que homenajearon al fraile que colaboró con la sanación de su padre. Primera herencia: tomadura de pelo de los demás chicos asegurada. Pero él redobla la apuesta y se ríe de sí mismo: “Siempre digo que soy Mamerto, pero no ejerzo”.
Segunda herencia. Imposible saberlo con certeza, pero al menos forma parte de las crónicas familiares el relato de que fue el legado de Buenaventura Giulliani –un tío abuelo sacerdote y personaje casi mítico por haber fundado una de las últimas reducciones mocovíes en Formosa– y la perseverancia en la oración de su abuelita Virginia lo que les dio a los Menapace un prolífico rebaño de hombres y mujeres que consagraron su vida a Dios. Pero no todo es tan sencillo ni llega tan rápido. Virginia quería –como madre de toda familia que se preciara de cristiana en aquella época– tener al menos un hijo sacerdote y una hija monja: “Mi abuelita rezó como una descosida para que alguno de sus doce hijos se consagrara. ¡Y ninguno lo hizo! ¡Todos se casaron! Ciento ocho nietos tuvo. Pero cuando ella murió cuatro de sus nietos estudiaron para curas y ocho nietas se hicieron monjas. O sea que su rezos se saltearon una generación… ¡Pero el milagro llegó! (risas)”.
¿Y los cuentos? Bueno, él tarda en contar la anécdota; el sol comienza a caer y casi como al pasar recuerda que su padre murió contando uno: era su forma de trasmitir la historia familiar. O sea que Mamerto fue un niño de cuentos por las noches. Contar historias puede haber sido un talento que heredó de su padre, pero también una imperiosa necesidad, una catarsis sanadora que comenzó para superar una crisis de angustia existencial que a los 22 años lo llevó a replantearse su vida: “Fue muy fuerte, estaba muy mal y hasta tenía taquicardia. Entonces, fui a ver a un viejo psiquiatra, que me dijo: ‘¿Te gusta tocar la guitarra?’. ‘¡Sí, tengo un oído muy bueno, pero me falla el otro!’, le contesté. ‘No, no, por ese lado no va. La pintura tampoco’. ‘¿Y escribir?’, me preguntó. ‘Escribir sí’, le dije, y me aconsejó que escribiera, que volcara para afuera, pero que hiciera como hace la oveja: la oveja saca lana para no intoxicarse, como una necesidad vital. Después hay un segundo momento en que uno esquila, carda. Luego ya viene el oficio, te hacés un pulóver, un poncho… Ser escritor es un oficio, pero escribir de adentro es una vocación. Entonces, escribí muchísimo: ya llevo publicados cuarenta libros. Pero yo creo que, en general, reduje lana, y después con algo de esa lana a veces tejí ponchos… ¡Y otras veces simplemente robé lana”. (Risas).
Lo cierto es que Mamerto tejió mucho más que ponchos en su vida; montó enormes telares y supo entretejer lanas de distintos colores, orígenes, texturas. Su relación con los indios mapuches de la tribu de Coliqueo, en la zona de Los Toldos, partido de Junín, lo enriqueció y lo llevó por los senderos de la identidad y la integración. Sus famosos encuentros con los jóvenes –a los que durante horas y horas les habló de la vocación, de la pasión por la vida, del amor, de la fidelidad y de un Dios padre, bueno y cercano– le dejaron una gran apertura mental, y su vínculo con la gente de campo, sencilla, trabajadora, honesta, lo acercó a la sabiduría popular. Pero ¿cómo empieza a escribirse la historia del abad de Santa María de los Toldos, un convento abierto a todos los que busquen refugio para pasar unos días de tranquilidad?
–Usted llegó al monasterio de Los Toldos con 10 años, hace 58 años. ¿Cómo fue que vino tan chiquito?
–En mi pueblo, Malabrigo, en el chaco santafecino, no existían escuelas secundarias; yo iba a una escuela de obraje que sólo tenía hasta 4º grado y cuando en el año 52 los monjes benedictinos abrieron un pequeño seminario acá, mi hermana, que era monja y conocía al superior, le dijo: “Yo tengo un hermanito que siempre dice que quiere un lugar así”. Así que el 18 de septiembre de 1952, a las cuatro de la tarde, paró un auto frente a mi escuela. Dejé mi caballo atado al rosal y el cuaderno abierto, me levanté, saludé, fui a casa, levanté una muda de ropa –menos mal que era muda, ¡que si pudiera hablar, las cosas que diría!– y me vine al seminario.
–Con 10 años, ¿era consciente de lo que estaba haciendo?
–Sí, lo tenía clarísimo. Yo sabía lo que quería. En realidad, había dos sueños en mi vida: ser folclorista o hacerme misionero entre los indios de Formosa. Después terminé siendo monje en Los Toldos y me traje como veinte años a las tribus de los coliqueos acá… Así que los sueños profundos siempre se cumplen, son de Dios. Ahora, cómo se cumplen ya es totalmente distinto.
–¿A esa edad tenía algún tipo de vocación religiosa?
–Mirá, yo creo que la verdadera vocación, o sea, lo que uno es, aquello para lo cual Dios te creó, no se elige; se tiene. Se puede descubrir o no descubrir. Descubierta, se puede aceptar o no aceptar. Y aceptada, se puede vivir bien o mal. O sea, yo creo que lo que uno es, la vocación, es única, no se puede elegir. La misión, es decir, lo que te toca hacer en la vida, eso sí después varía mucho. Yo soy el noveno de trece hermanos y cuando me preguntan: “¿Todos vivos?”, yo digo: “No, no, los demás trabajan” (risas). Fuera de broma, mi mamá perdió un embarazo antes de que yo naciera y siempre tuve la sensación de que alguien me dejó el lugar porque tenía una misión que cumplir.
–Nunca dudó.
–Bueno, cuando entré en el monasterio, se me enancaron dos perros: uno se llama “ansiedad” y el otro, “nostalgia”. Ansiedad va adelante, ladrándole a las perdices, espantando teros, con el hocico lleno de rocío, y nostalgia va atrás ladrándole al rezago. Yo creo que uno siempre está tironeado como chupete de mellizo, entre la nostalgia y la ansiedad. Cuando entré en el monasterio, lo que más me costó no fue hacerme monje, sino dejar a mi gente, a mi familia, a mi pueblo. Me costó muchísimo más dejar lo que dejaba, que tomar lo que tomaba. Sin embargo, tenía muy claro que debía elegir. Mucho tiempo después, a los 17 años, los monjes nos mandaron de vuelta a casa y nos dijeron: “Les hemos dado siete años de estudio, ahora vuélvanse a su casa y decidan allí qué quieren hacer”.
–No todos querían ser sacerdotes…
–No, dos solos fuimos. Yo voy a casa, y a los quince días me enamoro de una chica. Pero era medio como fiesta patronal con lluvia, digamos, ¡la procesión iba por dentro! (Risas). Tampoco daba para mucho… Pero fue fuerte, ¿eh?, porque había que elegir. Siempre tuve la profunda sensación de que en mi vida nunca me tocó renunciar, siempre me tocó elegir. Y elegir es renunciar. Cuando alguien se casa, elige a uno, pero evidentemente renuncia a todos los demás, los que conocía y los que va a conocer. Entonces, yo elegí, ¿entendés? Yo digo siempre que estaba medio tironeado entre Cristo y Cristina (risas).
–¿Recuerda esta anécdota cuando le preguntan por la vocación?
–Eso fue más de replantearme cosas, pero nunca tuve dudas de mi vocación, nunca, en serio, ¿eh? En el gremio de luz y fuerza, mi problema fue del lado de la fuerza, nunca de la luz (risas). Me toca acompañar a muchos jóvenes a descubrir su vocación, y compruebo que en muchos el gran drama es que no logran ver claro, pero cuando ven claro, son corajudos y le meten. Otros, en cambio, ven muy claro, pero no les da el cutis para poner huevos tan grandes. Entonces, abandonan. Pasa con ese muchacho que le pregunta a Jesús: “¿Qué tengo qué hacer?”. Jesús le dice: “Andá, vendé todo y seguime”. Y el tipo arruga como frenada de gusano (risas). Era clarísimo lo que tenía que hacer, pero no le dio la fuerza para hacerlo. Nunca tuve dudas de que Dios me llamara para ser monje y cura, pero a veces me faltaron fuerzas y tuve que pedirlas angustiosamente.
–Entonces, bien puede entender lo difícil que se nos hace a veces elegir y ser fiel a esa elección.
–Sí, un tema que trato mucho con los chicos es el de elegir, renunciar, ser fiel a una elección; es una experiencia que tuve. Por ejemplo: si estás casada, podés pasar delante de un hombre interesante y decir: “Qué lindo, pero no lo necesito”. Entonces, tenés una libertad; de lo contrario, vivís infeliz, porque estás permanentemente deseando cosas que no vas a tener. Yo creo que es el gran drama de los chicos en las villas. El chico en la villa recibe, a través de Direct TV, la misma propaganda que todo el mundo. ¡Es que nadie puede comprar todo eso! Entonces, puede ser que esta cantidad de oferta complique un poco las cosas… Te doy un ejemplo tonto: nunca dudo de qué calzado tengo que ponerme, porque éste es el único calzado que tengo.
–Algo de esa vida simple habrá aprendido de los coliqueos. ¿Cómo lo fue enriqueciendo esa relación a lo largo de estos años?
–Yo siempre digo que aunque estudié cuatro años de Teología en Chile, y después me especialicé en Roma, mi universidad fue la tribu de Coliqueo, porque ahí es donde estuve en contacto con la pastoral, con la gente. Siempre le insistí mucho a ellos en que eran importantes dos cosas: identidad e integración. Si ellos perdían su identidad indígena, nos quitaban un enorme valor que nos pertenecía a todos. Pero, por otro lado, si no se integraban, iban a quedar como una especie de gueto para el turismo o para la bronca. Trabajando en la tribu vi cosas muy hermosas. Había una mujer a la que se le había muerto un hijito y, entonces, estaba desconsolada. En un momento le pregunté si sabía rezar y me dijo que sí. Le pregunté: “¿Qué?”. “El Credo”, me dijo. Me sorprendí. Una mujer de cuarenta y pico de años, el Credo, en una tribu, no era muy frecuente. Entonces, se lo hice rezar y ella ¡hizo una confusión de la gran siete! Pero lo interesante fue que dijo: “Subió a los cielos, desde allí va a venir a jugar con los vivos y los muertos”. Me pareció tan lindo, porque Dios en lugar de venir a juzgar a los vivos, vendrá a jugar… Yo pienso que esta mujer tenía una fe mucho más linda que la mía. Al final de todo, Dios vendrá a jugar con nosotros, como una mamá que exige a los hijos hacer los deberes y al final del día se pone a jugar con los chicos. Creo que así debe ser Dios un poco, que al final de la jornada vendrá a jugar con los vivos y los muertos.
–Es de una sencillez conmovedora.
–Sí, trabajar con los pobres y con los sencillos a veces te deja totalmente sorprendido. Otra que fue muy linda ocurrió cuando una superiora me dijo: “Hay una abuelita que quiere comer el cordero de Dios”. Porque yo siempre cuando daba la comunión decía: “Éste es el cordero de Dios”. La superiora me la trajo un domingo, una hora antes de la misa, y le dije: “Bueno, abuela, ¿qué quiere usted?”. “Yo quiero comer el cordero de Dios”. Entonces, le pregunté: “Pero, abuela, ¿usted conoce a Dios?”. “No lo conozco, pero lo quiero”. Yo nunca escuché de un teólogo una frase tan sincera como “no lo conozco, pero lo quiero”. Yo creo que ésa es la verdad sobre la fe. Por supuesto, le di la comunión; murió al poco tiempo y la tengo de intercesora en el cielo. El derecho canónico ese día tuve que dejarlo un poquito de costado.
–Hablando de sencillez… Usted usa un lenguaje muy accesible, para llegar a muchos. Por ejemplo, cuando habla del diablo, usted lo llama Mandinga. ¿Por qué cree que se habla tan poco de Mandinga hoy en día?
–Bueno, mirá, algunas personas discuten si realmente existe el virus del sida o no. Hay gente que dice que no, que es un invento. Yo conocí un chico joven –habrá tenido treinta años–, que había tenido poliomielitis y había quedado discapacitado. Él le guardaba mucha bronca a su viejo, que era un gallego que había venido de España y no creía en las enfermedades. Por eso, no quería ponerles ninguna vacuna a los chicos y decía: “¿Pa’ qué envenenarles la vida a los chicos? En mi vida me pusieron una vacuna y así de sano soy”. Resulta que el tipo no creía que existiera la polio, pero existe, y a este chico le jodió la vida. Jesús nunca habló de Mandinga para asustarnos, pero claramente habló de la presencia del maligno en nuestra vida. Yo diría que ningún médico tendría que usar la presencia del bacilo tal o de la bacteria tal o del virus tal para asustar, pero sí tomar en serio que existe y que hay que prevenirse. Entonces, si vos cada vez que en el Evangelio aparece “el espíritu del mal”, el diablo,
Satanás, arrancás la página, creo que te quedás con las tapas, con suerte.
–¿Cuánto tiene que ver para usted la crisis de fe con las elaboraciones intelectuales?
–Depende de cada época. Louis Pasteur, que era un gran tipo, decía: “Un poco de ciencia te hace ateo, mucha ciencia te devuelve a Dios”. Realmente uno se asombra de cómo un tipo como Víctor Frankl, con toda su experiencia, era un hombre de profunda fe, y hasta de oración. Cuando hay mucha ciencia, uno apoya la fe en otras cosas que en las que las puede apoyar un chico. Yo creo que un chico la apoya en el rezo al angelito de la guarda; el joven ya tiene que sostenerla en otras cosas, y el hombre maduro y el anciano la apoyan en otras cosas. Pienso que pasa lo mismo en el amor.
–Ya que nombró a Víctor Frankl… mucha gente sufre hoy porque le cuesta encontrarle un sentido a su vida…
–Sí, pero fijénse que yo creo que hay que tener un poquito de cuidado, porque encontrarle un sentido a la vida podría ser: “Bueno, la vida tiene un sentido, y todo el arte está en encontrárselo”. Y no es tan así. Yo creo que a la vida no hay que encontrarle un sentido, hay que ponérselo. Pero hay que tener un poco de cuidado, porque no cualquier sentido. Si yo planto olivos, por ejemplo, no me van a salir eucaliptos, me van a salir olivos. No es un trabajo de minería encontrarle un sentido a la vida, es un trabajo de agricultura. Es descubrir el para qué, sembrarlo, cuidarlo, y hacerlo llegar a dar fruto. Es todo un trabajo.
–Un trabajo que implica ser fiel a lo que somos. ¿Qué es la fidelidad?
–Es una hermosa pregunta, pero es dificilísimo dar una respuesta teórica. Yo diría, en la práctica, que o crecés en tu sí, o no lo podés soportar. Crecer en el sí es cuidar cada día lo que uno quiere. Creo que la fidelidad no es tanto la exclusividad con alguien, sino la capacidad de convivir haciendo feliz al que vive con uno. Es muy difícil mantener la fidelidad a cualquier cosa si uno no está dispuesto a que en un momento esa realidad se independice de vos. Por ejemplo, si vos no estás dispuesta a que tu hijo haga su vida, nunca lo vas a amar, lo vas a poseer.
–Una pregunta más: ¿inventa los cuentos o repite los que le cuentan?
–Esa pregunta se la hacen mucho a Luis Landriscina, y él dice: “No, lo que pasa es que los cuentos existen”. Es como un árbol. Un árbol existe, vos podés plantarlo, regarlo, y es tuyo, pero el árbol existe. El cuento existe en la realidad popular; a veces nace de una frase, a veces un cuento que vos escuchás lo agarrás, lo reformás. Otras veces es una experiencia la que te hace brotar el cuento… o lo heredás.
Y riéndose, remata la charla con ese “dicen que el que hereda no hurta” que recordamos al principio de la nota. Saluda, deja el poncho y camina lentamente hacia la tranquera de entrada. Va a rezar el rosario y, como buen andariego, camina en silencio por los senderos que rodean la abadía que lo vio crecer; quince minutos pa’ un lado y quince minutos pa’ el otro. Ya casi no podemos verlo; poco a poco se pierde entre las araucarias, los fresnos y las casuarinas… casi como en un cuento.
ETIQUETAS religión sentido de la vida
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