14 julio, 2014
Salvar a una persona es salvar al mundo
El palestino Izzeldin Abuelaish perdió a tres de sus hijas cuando una bomba procedente de las fuerzas militares israelíes impactó en su casa. Hoy está convencido de que, aunque las heridas queden, hay que continuar hacia adelante. Cree fuertemente en el diálogo y en la coexistencia y para ello creó una organización que promueve la educación de niñas y mujeres de Medio Oriente. Por Carolina Cattaneo.
Puede un hombre que perdió a tres de sus ocho hijos en un ataque militar creer que todo sucede por algo? ¿Puede un padre al que la furia de un arma de guerra le arrebató a sus seres más amados mantener su fe en Dios? ¿Puede, como lo hace habitualmente, pararse ante la prensa mundial y hablar de coexistencia entre Israel y Palestina? ¿Puede una persona que nació y creció en un campo de refugiados creer en una solución a un conflicto que lleva décadas y miles de víctimas inocentes?
Puede.
Izzeldin Abuelaish, 59 años, médico palestino, viudo, padre de ocho hijos, tres de ellos muertos, puede.
Su historia es la historia que ningún periodista quisiera tener que escribir. Y que ningún lector quisiera, jamás, tener que leer. Su historia, al igual que su tierra, está marcada por la guerra y el terrorismo.
Izzeldin Abuelaish nació en 1955 en el campo de refugiados de Jabalia, Franja de Gaza, en una región del planeta que, desde la participación de Palestina en dos Estados, uno árabe y otro judío, y tras la creación del Estado de Israel, en 1948, es un hervidero de conflictos armados por el dominio de los territorios. Abuelaish creció en una Gaza entonces ocupada por tropas egipcias, dentro de una familia numerosa, y trabajó durante su niñez y adolescencia para ayudar a sus padres a sostener el hogar en un contexto hostil. Soñó con ser médico y fue tras ese cometido, con la determinación que muchas veces imprime la pobreza. Consiguió una beca para estudiar Medicina en Egipto. Lo logró. Se casó. Luego estudió en Harvard y trabajó para la Organización Mundial de la Salud en Afganistán. Se convirtió en el primer médico palestino contratado por un hospital israelí. Curó, a un lado y al otro de la línea que divide Israel de la Franja de Gaza, a personas de ambos pueblos. Se especializó en ginecología y obstetricia, y luego en infertilidad. Nunca dejó de conmoverse ante el milagro de la vida. Fue y vino de Asia a Europa y poco a poco devino en un portavoz de un mensaje pacífico. Lo nominaron para el Premio Nobel de la Paz 2010.
Pero pagó los costos. Cada semana, durante años, debió someterse a interminables controles de seguridad y a estados de frustración para intentar salir de su ciudad, Gaza, dado que los pasos fronterizos de la Franja están controlados por el bloqueo militar de Israel y la salida o entrada de los gazatíes es casi imposible. Cientos de veces fue retenido durante horas en los cruces, como aquella vez, al regreso de un viaje, cuando como un animal enjaulado vivió una espera infinita mientras su esposa Nadia agonizaba a causa de una leucemia.
El 16 de enero de 2009, cuatro meses después de la muerte de su mujer, dos bombas procedentes de un tanque israelí impactaron en una de las habitaciones de su casa y le arrebataron la vida a sus hijas Bessan (21), Mayar (15) y Aya (13), y a su sobrina Noor. Otra de sus hijas, Shatha, y una de sus sobrinas, Ghaida, fueron gravemente heridas, igual que su hermano Nasser, que recibió balas de metralla en la espalda.
Izzeldin Abuelaish aparece silenciosamente en el lobby del hotel en el que se hospeda en Buenos Aires, donde llegó para presentar su libro No voy a odiar (Kier, 2014). El hombre, vestido de traje oscuro, apoya su mano en la espalda de quien lo entrevistará con un gesto como diciendo: “Aquí estoy, llegué”. No dice palabra, solo sonríe, hasta que descubre que su interlocutora, igual que él, habla inglés. Abuelaish elige una mesa del comedor vacío donde dará la entrevista. Allí pedirá un vaso de agua al que irá dándole sorbos entre sus respuestas extensas, de pausas largas. Allí, también, dejará caer lágrimas, y hará que quien lo escucha, en ocasiones, se quede sin saber qué decir, qué preguntar o, simplemente, se quede con la certeza de que a veces lo mejor es callar.
–¿Escribir un libro sobre su vida, incluida la pérdida de sus hijas, lo ayudó a sanar heridas?
–Escribir es sano. Necesitamos hablarle a alguien. Como seres humanos, estamos aquí para conocernos. Escribir ayuda a encontrarse, a entender a las personas, a conectarse, a preguntar, a entender algo más acerca de la vida, acerca de los otros. Nuestros problemas en este mundo provienen de la ignorancia sobre nosotros mismos. Por eso, necesitamos mirar hacia adentro. Una vez que empezamos a conocer quiénes somos, podemos comunicarnos mejor. Vivimos en un mundo con siete billones de habitantes que tienen la misma anatomía en su corazón. Pero el contenido, qué hay adentro, ¿quién lo sabe? Nosotros mismos y Dios. Expresarlo, compartirlo, nos hace la vida más fácil.
–¿Qué recuerda del 16 de enero de 2009?
–No necesito recordarlo, porque vive en mí. Me persigue todo el tiempo. La herida está ahí, puede verse. Se mueve conmigo. Nunca voy a poder borrar ese día de mi mente.
–¿Piensa en él todos los días?
–Yo veo a mis hijas, no las pienso. Les hablo. Cuando estoy con mis otros hijos, sobre todo con los más pequeños, les hablo de ellas, les pregunto si las recuerdan, porque están conmigo, viven conmigo. Podrá no importarme el día de mi cumpleaños, pero no va a dejar de importarme el número 16. El 16 de septiembre de 2008 murió mi esposa. El 16 de enero de 2009 fueron asesinadas mis hijas. Mi esposa murió a las 4.45 p. m. Mis hijas fueron asesinadas a las 4.45 p. m., cuatro meses después, como si se hubiesen prometido encontrarse. Las veo, las imagino todo el tiempo. Bessan, en este momento, estaría terminado su máster, estaría casada, tendría hijos. Imagino a los nietos. Imagino a Mayar y a Aya en la universidad. Traigo conmigo estas fantasías y sueños para verlas y para vivir con ellas.
–En su libro no se ve enojo por lo que le sucedió a su familia.
–Yo siento enojo, siento dolor, pero no es el tipo de enojo que me hace perder el control. Me siento enojado, pero no me permito cometer errores, no lo acepto. ¿Qué puedo hacer para marcar la diferencia? Sentir un enojo positivo. Si el enojo me llevara a destruir, no sería enojo sino destrucción.
–¿Cómo logra convertirlo en positivo?
–Mi fe dice que si yo siento enojo, no puedo decidir, que debo dejar de hacer lo que estoy haciendo y contar hasta diez antes de pronunciar una palabra mala. Mi fe dice que alguien fue al profeta Mahoma y le preguntó qué le recomendaba (ante el enojo). El profeta le dijo: “No estés enojado”. ¿Qué más le dijo? “No estés enojado”. ¿Qué más? “No estés enojado”. Lo dijo tres veces. No es más fuerte aquel que tiene más fuerza física, sino aquel que lucha internamente, a veces contra sus propios deseos. Necesitamos tener control, esa es la fuerza positiva que necesitamos. Si cada uno que siente enojo destruye, ¿qué tipo de mundo tendríamos? Es un ejercicio. Necesitamos aprender esto en la escuela, en las calles, en casa, en todos lados. Necesitamos educar a nuestros estudiantes para que sean buenas personas. Es importante sobrepasar la ignorancia a través del entendimiento y la comunicación.
En el capítulo sexto de su libro, el doctor Abuelaish describe aquellos días en que Israel desplegó la llamada Operación “Plomo Fundido” contra la Franja de Gaza, cuyo saldo fue de trece israelíes y cerca de mil cuatrocientos palestinos muertos, de los cuales más de la mitad eran civiles y unos trescientos eran niños. “El 27 de diciembre de 2008 marcaría el comienzo de lo que sería un asalto de veintitrés días de duración. Decidimos quedarnos en casa porque era el lugar más seguro para nosotros, los israelíes sabían que aquella era mi casa y para mí eso significaba que nunca nos escogerían como blanco (…). Nos quedamos sin electricidad, sin teléfono, sin gas y sin televisión. No podíamos dormir por el ruido y el terror. La operación terrestre comenzó el 3 de enero”. A partir de ese momento, cuenta, los Abuelaish se convirtieron en prisioneros dentro de su casa. Una radio y los teléfonos móviles eran su única conexión con el mundo exterior. “Lo único que podíamos hacer era confiar en Dios y en nuestra fe, porque durante las tres semanas que había durado la guerra habíamos perdido la capacidad de creer en la humanidad, de modo que solo teníamos a Dios y los unos a los otros”, escribe.
El 16 de enero por la tarde se sintió en la casa “una monstruosa explosión”. Abuelaish creyó que provenía del ataque a un edificio vecino hasta que, en medio de un desconcierto demencial, supo que su casa había sido el blanco de una bomba y que tres de sus hijas estaban muertas, al igual que una sobrina. Otra de ellas, gravemente herida, corría el riesgo de perder un ojo y un dedo de la mano. Su otra sobrina agonizaba y su hermano había sido ametrallado en la espalda. Aturdido por el espanto pero consciente de la emergencia, llamó a un amigo periodista de la TV israelí. El periodista, que en ese momento hacía su presentación en vivo, puso el llamado al aire con el fin de pedir al ejército israelí que abriera las fronteras y permitiera el paso de las ambulancias. Abuelaish sabía que los hospitales gazatíes estaban desprovistos y que solo en los centros de salud del país vecino podían evitar más muertes dentro de su familia.
Lo que vino después fue su intento desesperado por recuperar la visión de su hija Shatha y por decirle al mundo que el horror debía parar. Que aquello era un mensaje. Que si sus hijas eran las últimas víctimas para que el conflicto tuviera fin aceptaba la pérdida. “Hoy miro hacia atrás y le doy gracias a Dios por haberme dado fuerza para manejar la situación, no con enojo, sino con sabiduría y coraje para seguir adelante”.
–¿Se convirtió, desde entonces, en una persona más espiritual?
–Soy más humano. La fe está adentro mío porque realmente creo en este mundo. Tengo fe. Es importante ser agradecido por lo que Dios nos ha dado. Levantarse a la mañana, comenzar un nuevo día, una nueva vida. Si hice algo para hacer la diferencia y cambiar algo en alguien, le agradezco a Dios por haber estado ahí.
¿Siente que esto fue, de alguna manera, una prueba que le puso la vida? Izzeldin Abuelaish responde por escrito en el capítulo “Secuelas” de su libro: “A veces me siento como Ayub en el Corán, o Job en el Talmud o en la Biblia: el hombre cuya fe en Dios fue severamente probada. Se destruyeron sus cultivos, sus hijos murieron, padeció enfermedades y pobreza, sus amigos lo abandonaron, pero siguió manteniendo su fe inquebrantable. A mí también me han puesto a prueba y tengo la sensación de que se espera de mí que encuentre una solución. Como creyente que soy, tengo la impresión de que he sido elegido para revelar los secretos de Gaza (…). Creo en la coexistencia, y no en los interminables ciclos de venganza y castigo”.
Sentado en el comedor vacío del hotel, el doctor Abuelaish, que hoy vive con su familia en la ciudad de Toronto, Canadá, donde dicta clases en una universidad, cuenta: “A mis hijos les enseño que no se ahoguen en el odio, que sean resilientes, que se muevan para hacer cosas buenas, y lo están haciendo. Mis hijas Dalal y Shatha trabajan en la organización Daughters For Life [en español, Hijas por la vida], la fundación que creé en memoria de mis hijas para la educación de niñas y mujeres. Eso es lo que mantiene vivas a sus hermanas”.
–¿Cree que hay algún aspecto positivo que le haya deparado la pérdida de sus hijas?
–Una pérdida es una pérdida. Lo natural es que los hijos despidan a sus padres, no al revés. ¿Pero qué podemos hacer? No puedo traerlas de vuelta a la vida y, al mismo tiempo, no puedo paralizarme por el dolor. Fundé Daughters For Life en su memoria, para la educación de niñas y mujeres como ellas; para ver a mis propias hijas, sus sueños y sus proyectos en las chicas a las que ayudamos a recibir educación. Estoy orgulloso de haber visto a las primeras cinco obtener sus másters este año. Y de ver que hay otras quince de Medio Oriente estudiando en Estados Unidos, en Inglaterra, en Bangladesh, en Canadá. Este es el alivio. Como dijo Einstein, la vida es como andar en bicicleta: para mantener el equilibrio, debes seguir pedaleando. Necesitamos salir, no encerrarnos y agradecer a Dios por enseñarnos cómo continuar. Tengo un mensaje que dar a este mundo. Es duro, pero me ayuda decir: “Hice algo, hago algo”.
–¿Hay un mensaje o conexión entre la muerte de sus hijas y el conflicto entre Israel y Palestina?
–Por supuesto. Número uno: hay víctimas del conflicto. Número dos: los niños y las mujeres pagan el mayor precio del conflicto. Tercero: la violencia no puede ser controlada con violencia. Debemos ponerle fin a esta espiral, y la alternativa a eso es enfocarse en la vida humana, porque es la cosa más preciosa. Es tiempo de darle a la vida humana su valor.
Hijas por la vida
La fundación Daughters For Life (Hijas por la vida) nació de la mano de Abuelaish tras la trágica muerte de sus hijas, para promover la educación en mujeres y niñas de Medio Oriente. Según Abuelaish, las mujeres de su tierra “pueden portar la antorcha del cambio en el futuro”. Para ello, primero tienen que “liberarse de las ataduras que la cultura, la ocupación, el asedio y el sufrimiento les han impuesto. Darles poder significa que puedan ser independientes y respetadas, y obrar un cambio en la sociedad en su conjunto”. La fundación tiene sede en Toronto, Canadá, y se puede encontrar más información en www.daughtersforlife.com
ETIQUETAS guerra palestino-israelí
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