Artes
21 noviembre, 2017 | Por María Eugenia Sidoti
Saberse parte de algo grande
En Almagro, la orquesta infantil y juvenil de un santuario reúne mucho más que talento para la interpretación: es el lugar donde, sin importar credo ni clase social, los chicos se encuentran para aprender a escucharse y sentirse hermanados a través de la trascendencia de la música.
Por María Eugenia Sidoti. Fotos: Victoria Rowell.
Al principio, todo era oscuridad: hace unos años, en plena crisis energética, el barrio de Almagro llevaba una semana sin luz. Una noche, el padre Martín Bourdieu, sacerdote del santuario Jesús Sacramentado, y Héctor Freilij, médico pediatra y director de orquestas, coincidieron en una protesta de vecinos para exigir respuestas a la empresa de electricidad. Nunca se habían visto antes. Freilij, de raíces judías, no solía frecuentar la iglesia. Bourdieu, recién llegado al templo, comenzaba a abrir las puertas para integrar realidades y credos diversos. La indignación de los vecinos se traducía en un sonido de cacerolas y cantos a su alrededor. Mientras ambos agitaban las palmas al ritmo de las quejas, comenzaron a hablar de política, de música clásica, de proyectos sociales. Despuntando la medianoche, ese encuentro casual terminó iluminando un nuevo camino. El germen de algo bueno estaba en marcha.
Así comienza la historia de esta orquesta para chicos, cuya convocatoria inicial fue una pegatina de carteles en los colegios de la zona. “¡Sumate a la orquesta infantil y juvenil papa Francisco!”, se leía en letras de colores. La invitación para nenas y nenes de entre 7 y 14 años hizo que, poco a poco, fueran llegando los chicos. Tímidamente y sin conocimientos de música, pero con los ojos encendidos por la curiosidad. Allí los esperaban los profes ejecutando distintos instrumentos: flauta traversa, violín, violonchelo, clarinete, viola… “Llegaron con sus padres y cada uno iba pasando por un espacio diferente, para elegir qué instrumento tocar. Todos entraron en un clima muy especial y muchos papás lloraron durante los ensayos, sin poder creer lo que veían florecer en sus hijos. Es conmovedor, porque entonces se nota lo lastimada que está nuestra sociedad. Y con algo tan simple como un encuentro semanal para hacer música, la fe en el otro enseguida aparece”, cuenta el padre Bourdieu mientras ceba mate, en un alto de su ajetreada tarea de recibir almas que buscan consuelo y organizar nuevos proyectos destinados a tender puentes.
El taller es gratuito, porque lo que en verdad vale es el compromiso que cada uno asume al entrar. Como esos chicos que, aun cansados, con fiebre o incluso algún dolor, no dudan ni por un segundo en ir igual a clase. Nadie se quiere perder esas tardes entre notas que suenan afuera, en ese espacio compartido, y luego quedan resonando también dentro de cada uno de ellos.
Freilij no es solo un médico prestigioso (sus aportes en el estudio del mal de Chagas son muy valorados por la comunidad científica), sino también un músico apasionado: se formó en dirección de orquestas y dirigió nada más y nada menos que en el Teatro Colón. Durante la charla, sus ojos húmedos de emoción darán cuenta de su mayor fortaleza: creer en la música como el motor de un cambio humano verdadero. Por eso, su preocupación siempre fue que ese mundo no quedara vedado para los chicos sin recursos. Así se decidió a trabajar con orquestas infantiles y juveniles, como las que creó en la villa 31, en Salta y en Bolivia, hasta que comenzó a trabajar junto a Bourdieu en Almagro. “Acercar a un chico al arte es un privilegio. Un nene de la villa me dijo una vez: ‘La orquesta me salvó la vida’, y eso no me lo olvido más. Muchos viven en climas de agresión, donde hay adicciones, abuso. Y, de pronto, están ahí, interpretando la novena sinfonía de Beethoven. Por eso, creo fervientemente en el poder de trascendencia que tiene la música, para mí la expresión más bella del ser humano”, dice.
“Acercar a un chico al arte es un privilegio. Un nene de la villa me dijo una vez: ‘La orquesta me salvó la vida’, y eso no me lo olvido más». Héctor Freilij.
Atardece a través de los amplios ventanales del santuario y la música clásica acompaña de fondo el compás de la conversación, con sus tiempos y matices siempre distintos. Entonces salimos hacia el edificio contiguo, donde los chicos ensayan y se esfuerzan por sacar lo mejor del instrumento que tienen entre sus manos, sin importar los errores: siempre se puede mejorar. “Al final, todos logran cosas maravillosas”, coinciden Bourdieu y Freilij mientras me conducen por escaleras y salones, para que conozca a los protagonistas de esa orquesta que tanto orgullo les da.
Durante la recorrida, ambos destacan el valor que tiene el arte, ese maravilloso mundo en el que el encuentro y la solidaridad prevalecen sobre la competencia, con un leitmotiv: que la construcción sea de todos. “Alguien me dijo una vez una cosa cierta: me doy el lujo de dejar entrar a los chicos que menos tienen a un espacio que antes estaba vedado, como lo es la belleza de la música clásica”, cuenta Freilij, director de esta orquesta de la que participan actualmente alrededor de sesenta chicos mientras otros aguardan una vacante en lista de espera. Y Bourdieu reconoce que, aunque muchos nenes llegan con un alto nivel de agresividad y una pesada carga familiar detrás, el cambio no tarda en aparecer. “Aprendiendo a escuchar al otro, entran en otro estado. No somos solo mi flauta y yo, hay una orquesta. Se construye un lenguaje de respeto y en cada encuentro palpita una enorme fuerza integradora. Esa es la misión del proyecto: compartir algo más grande que la suma de cada uno. Ese espíritu permite abrir las puertas a una riqueza cultural, intelectual y espiritual muy grande”, describe el sacerdote.
Aprender a esperar, a hacer silencio, a buscar el bien común. “Son cosas que van a generar conductas favorables el resto de su vida. Espero que, cuando crezcan, lleven consigo el recuerdo de que en un lugar los trataron bien y les enseñaron música. Al ver lo trascendente en el otro, eso les dará herramientas para ser buenas personas”, destaca Bourdieu, creyente sobre todo en la huella que ese espacio de amor, contención y arte dejará en la memoria afectiva de su infancia.
«Se construye un lenguaje de respeto y en cada encuentro palpita una enorme fuerza integradora. Esa es la misión del proyecto: compartir algo más grande que la suma de cada uno». Martín Bourdieu.
No están solos: las mamás preparan la merienda para el recreo, los vecinos buscan ayudar en lo que sea, y la iniciativa recibe un aporte de la Fundación Bunge y Born, que permite comprar instrumentos y pagarles a los ocho profesores de música que integran el equipo de trabajo. Freilij y Bourdieu lo hacen por amor al arte, nomás, y andan siempre pensando la manera de conseguir nuevos aportes para sumar alumnos e instrumentos. “Una vez una mamá me dijo: ‘Cuando un violín entra en una casa, la casa entera cambia’, y es verdad”, comparte el director de la orquesta. “Hay chicos que son ‘depositados’ en sus actividades extraescolares; por eso, acá nos gusta que los padres participen. Se trata de un lenguaje que une y sana a todos, no solo a los chicos”, reflexiona por su parte Bourdieu. Entre melodías seguimos avanzando, pero los alumnos ni siquiera nos notan cuando entramos en las salas: sus ojos están atentos a las partituras, y sus manos se aferran a sus violines, a sus flautas, en una comunión que se adivina a simple vista.
Al finalizar el ciclo pasado, los padres hicieron llegar a manos de los organizadores infinidad de cartas agradeciendo la iniciativa. Pero tal vez sea el pasaje de una de ellas el que mejor define el impacto que la orquesta tuvo en la vida de sus integrantes: “En este año familiar tan difícil, ella puso todo su dolor en la música y en su violín, y le dedicó el concierto final a su tío, al que tanto amaba, para que la escuchara desde el cielo. Esta orquesta supo sanar su corazón y su alma. Todo agradecimiento es poco”, escribió una mamá.
Luego de apenas unos meses de ensayo, en diciembre de 2016, los chicos se vistieron de blanco para dar su esperado primer concierto. “Antes de la presentación les pregunté que sentían y un nene se puso de pie y dijo: ‘Una gran emoción, profe’”, recuerda el director. Esa noche, el barrio entero los ovacionó. Conmovidos, de pie, su papás lloraron y aplaudieron a rabiar. Todas las luces del santuario se encendieron para iluminar las caritas sonrientes de los pequeños músicos, que saludaron al público. Y al final Bourdieu y Freilij se dieron un fuerte abrazo, convencidos de que aquel primer encuentro a oscuras sirvió para alumbrar esperanzas enormes.
Si querés participar o sumar tu aporte para la orquesta, podés comunicarte con el Santuario Jesús Sacamentado a través de su sitio web www.jesa.com.ar o de su página de Facebook.
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