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Viajes

31 mayo, 2017 | Por

Refugios naturales

En el corazón de los esteros del Iberá, y en plena selva misionera, nos adentramos en ecosistemas únicos; tesoros de agua y verde con cielos, ríos anchos, aves, animales y flores silvestres.


Lleno de árboles y de hojas como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer, la mañana, el mediodía, y la noche, siempre los mismos: pero con la diferencia del aire. Allí donde el aire cambia el color de las cosas: donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida…

Juan Rulfo, en Pedro Páramo

Puerto Valle, Corrientes

Llevábamos un rato largo andando por los caminos correntinos y, luego de subir a una lancha, un bote, un caballo, una bici, y de pasar días enteros frente al río Paraná, la mente se fue aquietando hasta empezar a entender mejor por qué tantas palabras se expresan aquí en guaraní, cómo es que el río Paraná quiere decir “pariente del mar”, e iberá, “agua brillante”, para pasar a fascinarnos con estos nombres de animales que de tantos no se alcanzan a atrapar… Yavirú. Yacaré negro. Tordo amarillo, atajacaminos ala negra, carpincho, carancho, cigüeña americana, martín pescador o biguá.

Hace un rato, nada más, con la vista hacia el cielo en medio de un camino selvático, levantábamos los ojos y ahí estaba el mono carayá (mono aullador y “el rey del bosque”, en guaraní), que nos miraba muy fijo desde la rama de un árbol. Minutos después nos adentramos en el paisaje, y al navegar por el río Paraná, vivenciamos que era ancho de verdad, tanto o más que en los versos que cantan los poetas.

En el hotel Puerto Valle de Corrientes, la invitación es a demorarse y a usar los sentidos hasta que el tiempo quede suspendido. Los lugareños nos cuentan que esta casona de paredes de adobe en la que nos alojamos data de 1868, y en el lino del mantel de abuela, en las naranjitas confitadas para acompañar el café y en la crème brûlée o el arroz con leche, los sabores vuelven desde tiempos antiguos. La cocina del reconocido chef Guido Tassi realza sabores autóctonos en platos que combinan dos o tres elementos con una técnica magistral.

A cargo del trabajo diario está Romina Pozzebón, una cordobesa que vivió toda la vida en Misiones y lleva años en Corrientes, y nos cuenta que en los platos utiliza las carnes del surubí y el yacaré, que la mandioca antes le parecía algo demasiado común, pero con el tiempo pudo descubrirla como un maíz que supo alimentar a poblaciones enteras y ahora es su producto estrella. Mientras los celebra, a la mesa llega un chipá guazú con vinto tinto y la charla alrededor de la cena se extenderá hasta el parque frente al fuego para terminar en la costa.

Alguien –nacido y criado en la gran ciudad– dice que están pasando los murciélagos, pero no; son chajás que sobrevuelan en medio de la oscuridad, mientras el ruido del agua que pega contra la baranda del parque recuerda el mar, pero tampoco.

Aquí la música tiene el sonido de las ranas o los renacuajos, de los pájaros y, a lo sumo, del ladrido de una perra, Lucrecia, la dálmata del lugar, que anda jugando por el parque con las luciérnagas y otros bichos de la noche.

Los esteros del Iberá

Por la mañana los pies nos llevan con amabilidad a los viveros con sus plantines de eucalipto, grevillea, kiri, yerba mate y hierbas aromáticas, para terminar en la selva ribereña y recorrerla hasta un muelle y volver a mirar el cielo que se ha vuelto todavía más límpido.
Para volver, nos subimos a una bici y así hasta un rato después, cuando recorramos los 18 kilómetros hasta la laguna Valle, donde saldrá la embarcación por los bellos esteros del Iberá y sus lagunas o espejos de agua, camalotes y especies típicas.

“Esteros se le llama a la masa de vegetación que se forma por encima del agua”, nos informa el guía bajo su sombrero grande. Estamos en medio de un impresionante humedal que conserva un ecosistema único. Por allá creo ver una flor de irupé pero, en cambio, aparece un venado, de los camalotes asoman otras formas y colores, y me demoro en una guía de biología donde se ven las decenas de especies de flores mientras alguien empieza a enumerar los nombres de los peces del lugar: dorados, surubíes, pacús, palometas, mojarras, tarariras y armados.

Ya de regreso, en el auto suena la música del arpista paraguayo Tito Vera y sus “cuerdas con alma”, y al volver al hotel degustamos un queso artesanal del maestro artesano Mauricio Couly, para pasar luego a las empanadas, las carnes y terminar con un postre fresco de ananá con menta y jengibre. Entonces será el momento de notar que de fondo se escucha la “Oración del remanso”, de Jorge Fandermole:

Soy de la orilla brava, del agua turbia y la correntada, que baja hermosa por su barrosa profundidad.
Soy un paisano serio, soy gente del remanso Valerio, que es donde el cielo remonta el vuelo en el Paraná.
Tengo el color del río y su misma voz en mi canto sigo,
el agua mansa y su suave danza en el corazón;
pero a veces oscura va turbulenta en la ciega
hondura y se hace brillo en este cuchillo de pescador.

No hay caso, digo, tomándome un momento para escribir unas notas en la biblioteca del lugar antes de entrar en el silencio y en el descanso nocturno. No hay caso, a estos lugares, uno viene a agradecer.

Puerto Iguazú, Misiones

Desde que el célebre Álvar Nuñez Cabeza de Vaca descubrió las cataratas del Iguazú en 1541, “las aguas grandes”, como se llaman en lengua guaraní, son visitadas y saludadas como maravillas naturales por millones. Alimentadas por el río Iguazú y rodeadas de naturaleza, quienes han estado en presencia del fenómeno en varias oportunidades relatan que la sorpresa vuelve y es diferente cada vez, como si se tratase de un espectáculo en movimiento, de un paisaje vivo o de un prodigio natural moviéndose en forma de enormes caudales de agua que caen y golpean aquí o allá.

De día, hasta allí se llega en un trencito que asciende por la selva misionera o caminando entre los árboles, animales como coatíes, armadillos y tucanes, orquídeas y centenares de mariposas amarillas, para terminar recorriendo las pasarelas al borde del agua y llegar a la espectacular Garganta del Diablo. Ver las cataratas bajo el sol ya es impresionante, pero los días de luna grande aún más. Iluminadas, invitan a quedarse un buen rato contemplándolas con la ayuda de un par de auriculares para silenciar el ruido porque la cantidad de visitantes en las Cataratas crece cada año y hay que saber abstraerse y abrirse a la contemplación.

Al final del circuito, se puede cruzar en lancha hasta la isla San Martín, donde es posible bañarse en una playita con las cataratas de fondo, o avistar aves y siempre con las cataratas muy cerca. Al cruzar nuevamente al continente, se puede transitar el Sendero Macuco, un camino selvático que termina en el salto Arrechea. Además, hay quienes remontan el río Iguazú inferior hasta el pie de los saltos en gomones a motor, o se aventuran en las “flotadas” por el río Iguazú superior.

Un día en la comunidad guaraní Yasí Porá

Después de una noche reparadora en el hotel Mercure Iguazú Irú, emplazado en plena selva Iryapu, nos espera una visita a la comunidad guaraní Yasí Porá, ubicada a pocas cuadras, tan cerca de la ciudad como aferrada a lo que pudo preservar de su cultura ancestral. El aire es cálido, el cielo está abierto, y al llegar nos recibe Roberto, el cacique de un población integrada por cuarenta y un familias que habitan la misma zona donde vivieron sus antepasados, aunque ellos más arriba de las cataratas del Iguazú. “Yasi Porá significa ‘luna linda’”, dice, y cuenta que antiguamente eran nómades, que no tenían lugares fijos, pero que los tiempos cambiaron y la gente se ha quedado fija en un sitio. “Nos hemos adaptado incluso a las nuevas tecnologías pero intentando mantener nuestro conocimiento y nuestros rituales. En la comunidad tenemos una escuela a la que asisten sesenta y cuatro niños y estudian el castellano y el guaraní”.

Integrada por una mayoría de jóvenes que se reúnen cada quince días para resolver cuestiones de la vida diaria, la persona más anciana continúa teniendo un lugar de peso entre las generaciones nuevas y dirige los rituales que realizan a la tardecita. Hoy las familias subsisten gracias a la venta de artesanía y a la ayuda de los planes sociales que brinda el gobierno. Roberto cuenta que esta época le gusta porque “se ven las flores, los cantos de los pájaros, y se encuentra la nueva energía. Ya quedó atrás el tiempo viejo y los chamanes expresan su canto y su danza”. El coro de niños, que escucharemos en uno de los caminos al final de la visita, también es un tesoro cultivado por todos en Yasí Porá. “Algunas canciones son solo sonidos, otras tienen letras, y los chicos más grandes les cantan a los más chiquitos. El canto es sagrado para nosotros”, me cuenta una niña, mientras extiende la mano con una corona verde que me llevaré puesta al salir.

Muy cerquita está doña Lorenza Castellanos, de 77 años, y Roberto nos informa que es la mayor de la comunidad. “Para nosotros los abuelos son como un libro con un conocimiento dentro, y los más jóvenes tenemos que acercarnos, preguntar y escuchar lo que puedan transmitirnos. Acá vamos avanzando despacio pero con paso firme. El mundo guaraní tiene un espíritu fuerte pero no para matar, sino para cuidar. Para nuestra cultura, lo que nace acá en la tierra se termina. Nunca vamos a depender cien por ciento del dinero. La plata y la riqueza en el mundo no son un fin, la riqueza nuestra tiene que ver con la naturaleza. Venimos al mundo para estar en la tierra, y debemos hacer nuestro esfuerzo por cuidarla”.

Doña Lorenza es quien ayuda a las mujeres en los partos. Aunque el médico de la zona viene una vez por semana y los niños nacen en el hospital local, esta mujer provee remedios a los niños y a las señoras del lugar, realiza primeros auxilios y es una experta en plantas nativas. “Cuando están embarazadas, las mujeres vienen a mí y eso lleva tiempo y paciencia. Yo he tenido diez hijos y las mujeres tenemos nuestros derechos, hemos trabajado a la par de los hombres, y ellos pueden tomar las decisiones pero todavía a veces me consultan a mí, por ser mayor. Mi marido se llama Diuno, y cuando no hay trabajo, nosotras, con las artesanías y los chicos, hacemos mucho”, cuenta Lorenza, sonriendo, y camina hacia el puesto de artesanías que tienen sobre la ruta. Antes de irse, me dice al oído: “Mi nombre en guaraní quiere decir ‘muy amable’”.

Vuelvo al camino y el mate caliente acompaña y se mezcla con el olor de la tierra, el calor y los sonidos de la selva que quedan teñidos por una música de bailanta que ha venido de la ciudad y se suma al forró y a la música brasileña que también se escucha en la zona. Este lugar multicultural, de residencia y destino de personas que hablan varias lenguas y se encuentran en los senderos: los nacidas y criados acá, y los turistas que llegan de a miles buscando tomar contacto con la tierra colorada, la madre naturaleza, las mil maravillas.

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