26 diciembre, 2016
Ir a Belén en Navidad
En tiempos de Adviento, la autora de este texto visitó la ciudad de Bethlehem, Palestina, y estuvo en el lugar preciso en que la Virgen María dio a luz al Niño-Dios. Relato en primera persona de un viaje a lo profundo de la fe.
“Vamos a Belén a ver lo que ha sucedido y que el Señor nos ha manifestado” (Lucas 2, 15-16)
A principios de diciembre estuve en Tierra Santa. El viaje con el que sueña todo cristiano, aunque no sea dogma de fe. Y lo hice en Adviento. Un regalazo. Quizás por eso me sacudió tanto Belén. No puedo afirmarlo. Quizás sea -porque es muy potente como justificación- porque estaba yo, tan insignificante y sin mérito alguno, en el mismo lugar en que mi Dios todopoderoso rompió la Historia y lo cambió todo. En ese mismo suelo, en el aire que yo respiraba, se abrió paso el Señor de la Historia para encarnarse en un bebé nazareno.
Ahí mismo comenzó esa tragedia de una vida que comienza para morir (y muerte de cruz), que no tendría sentido sin la incomparable historia de amor de Dios con los hombres, sin un plan de redención que Él fue tejiendo pacientemente con profetas, esclavitudes, reyes y grandes mujeres.
Para llegar a tocar el lugar exacto en que Dios se encarnó, hay que ir a Bethlehem, en Palestina, y atravesar la frontera teñida de sangre que la separa de Israel. Una historia de odio y dolor une a ambos países, enfrentados en torno a un territorio sagrado para las tres religiones monoteístas, con constantes escaladas de violencia.
La tarde en que llegamos a Bethlehem (sólo los que hablamos en castellano la llamamos Belén, incluso en inglés respetan el nombre original) celebraban el encendido de las luces del árbol de Navidad. Atravesar la plaza para llegar a la Basílica fue caótico. Un gentío nos bloqueaba el paso, mucho ruido, un escenario con un espectáculo inexplicable, nada inspirador.
La Gruta de la Natividad del Señor –venerada por las primeras comunidades cristianas, judeocristianas en rigor, desde el siglo I- se encuentra en el sótano de una iglesia construida por Justiniano en el año 540, sobre las ruinas de Constantino y su madre Santa Elena, y que no ha sido arrasada por Cosroes II en el año 614, porque en el mosaico de fuera se representaba a los Reyes Magos con ropajes persas. Como los musulmanes reconocen a Jesús como un profeta, también consideran sagrado este lugar y lo han respetado. Así las cosas, hay certeza arqueológica de que aquí tuvo lugar el acontecimiento histórico que cambió el mundo para siempre.
Bajamos a la Gruta, custodiada por griegos y armenios –lo que comparten la custodia de los Lugares Santos con los franciscanos desde 1862-, entre andamios, iconos grasientos, una humedad que emana de los curiosos que me empujan, y abajo veo a una guía que vocifera que ya van a cerrar, que nos apuremos.

¿Apurarme, justo acá? ¿Cuando he esperado este momento toda mi vida? Sin embargo, obedezco a todo, me arrodillo frente a la estrella de plata que marca el lugar preciso en que “de la Virgen María, nació Jesucristo”, apoyo con temor y temblor la mano en la losa y por primera vez en todo el itinerario, empiezo a llorar.
Lloré como en mis partos, de una alegría desbordante, de humildad al saber que no me merezco tanto amor, tanto milagro, tanta entrega. Y me moví al pesebre adonde la Virgen acostó al Niño -envuelto en pañales- para estar un momento en silencio y seguí llorando de gratitud, de caer de verdad en la cuenta por primera vez en la vida de que el plan de salvación me incluye a mí desde el principio, me afecta en primera persona y sigue sucediendo, porque Dios ha entrado en la historia del mundo y rompió sus estándares.
Nosotros creemos (siguiendo además la tradición judía de conmemorar) que la manera de recordar un hecho como ese es «volviendo» a ese lugar. Por eso, en cada Navidad el nacimiento vuelve a ocurrir. Y eso nos llena de paz y agradecimiento a un Dios que sigue velando por nosotros, a pesar de nuestras traiciones y miserias.
En Belén hay que callar, para que hablen los ángeles. Para que nos cuenten cómo resplandecía la estrella y cómo miraban San José y la Virgen a ese niño que era Dios.
Porque hay algo de magia en el Nacimiento. Yo creo que a todos nos conmueve un poco el hecho de que Dios haya elegido encarnarse en un bebé (no en un adulto, en un profeta del desierto) y que tenga esa relación que todos hemos vivido con su madre, la de ella con su hijo. Les comparto un texto bastante llamativo de Sartre, que nos cuenta cómo se imagina el Portal de Belén:
» La Virgen está pálida y mira al niño. (…) Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo ha llevado en su seno, y ella le dará el pecho y su leche se convertirá en la sangre de Dios. De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: “¡Mi pequeño!” (…) Hay también otros momentos rápidos y fugaces, en los que siente, a la vez, que Cristo es su hijo, es su pequeño, y es Dios. Le mira y piensa. “Este Dios es mi niño. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí Es Dios y se parece a mí”. (…) Y ninguna mujer, jamás, ha disfrutado así de su Dios, para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede estrechar entre los brazos y cubrir de besos. Un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar: y que vive. Es en uno de estos momentos como pintaría yo a María si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de atrevimiento tierno y tímido con que ella acerca el dedo para tocar la dulce y suave piel de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe.” (Jean-Paul Sartre, Barioná, el hijo del trueno, ed. de J. A. Agejas, Madrid, 2004)
Por todo ello, vale la pena vivir la Navidad desde el asombro. Y la gratitud. Lo mismo con este año nuevo que recibimos. Todos estamos llamados a la plenitud. La vida es un camino, y qué maravilla tener más oportunidades, porque no siempre lo hacemos bien.
Y no es obligatorio estar alegre. No con esa alegría de las publicidades, que siempre es insuficiente y banal. Pero sí es deseable estar agradecido, entusiasta, la vida nos sigue dando oportunidades de hacernos más plenos, mejores versiones de nosotros mismos, nos da más encuentros, más abrazos, en suma: más esperanza.
¡Feliz Navidad para todos!
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