Sophia - Despliega el Alma

Blog: Desde Madrid

15 septiembre, 2015

Hasta donde el GPS me lleve

Conducir y salir airosa, esa es la cuestión. Y cuando eso no sea posible, transpirar y poner cara de "aquí no ha pasado nada" (aunque en realidad tengas ganas de llorar). ¿Te pasó lo mismo alguna vez?

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Llegó hasta el diario La Nación la noticia de que en España un marroquí murió ahogado en un pantano por culpa del GPS. Me sentí tan identificada con ese pobre hombre, que tenía la misma confianza ciega en el TomTom que yo; esa dependencia enfermiza que lo llevó a meter el auto en un espejo de agua porque el aparato le decía que ése era el camino. Aunque no supiera nadar.

Vos te vas a reír, vas a dudar de mi capacidad intelectual o psicomotriz. Vas a pensar que exagero para entretenerte, pero yo te tengo que contar cómo es la experiencia de manejar acá. Al menos -como dirían Rolando Hanglin y Mario Mactas en «El gato y el zorro»- cómo es para mí. Para vos, puede ser diferente.

Ocurre en primer lugar que los ciudadanos argentinos tenemos un privilegio en materia de permiso para conducir que puede ser un arma de doble filo. Conseguimos una certificación en el municipio emisor del permiso, la apostillamos y acá nos extienden (sin examen, ni práctico ni teórico), el permiso para manejar en España por diez años. Así las cosas, a bordo de un auto ya, en una ciudad desconocida y con reglas novedosas, aprendemos.

Y el entorno no es precisamente amigable. Porque el diseño de las calles y autovías no es en damero, como en Argentina. Por el contrario, es todo en círculos, ramales que terminan en rotondas y más círculos capaces de enloquecer al más orientado. Te equívocas y no podes retomar; seguís hasta la próxima rotonda y te la aguantás. ¡Pero cuidado con el cruce! Porque otro error y agregás veinte minutos al trayecto. Mínimo.

Además, hay zonas peatonales muy extendidas en las ciudades de las que salir es muy, pero muy complicado. Ponele que entraste por error, o que está completo el único parking que existe en diez cuadras a la redonda (algo bastante frecuente si manejás un auto de siete plazas con baúl como el mío, aunque ese. claramente, es un problema particular). Estás frita. Transpirar y poner cara de seguridad. Pasan cosas peores.

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Miedo: echar a andar por Madrid siguiendo los instructivos del aparato y aparecer por acá.

Pasan cosas como que en el mismo día tenés que hacer el pool de rugby y ese jueves justo es en otro lugar, no en el que te aprendiste después de perderte dos o tres veces antes, sino uno nuevo, que queda en una calle sin número, porque total es «re fácil», «no tenés posibilidad de perderte», «es frente al antiguo regimiento» o alguna otra referencia histórica a la que yo respondo con una risa nerviosa que indica que no, no sé, que no soy de acá, ni de antes ni de ahora; que por favor me den la dirección o las coordenadas que las pongo en el navegador del GPS y esa será la única posibilidad de que llegue a destino.

Entonces invitan a tu hija a un cumpleaños atrás de la sierra y está la calle cortada o no hay lugar para estacionar. Ni enfrente ni a diez cuadras. Y los minutos corren a medida que aumenta la desesperación. En esos momentos, hablo con el GPS. Le digo cosas horribles, lo amenazo, me victimizo, porque nadie entiende lo que yo sufro. ¡Necesito llegar adonde le dije! Y me pregunto cómo es que hace el resto de la gente para trasladarse y saberse todos los caminos de memoria. Él, imperturbable, me contesta que debo girar cuando me sea posible. Por esa frialdad con que me trata, rayana en la crueldad, cada tanto le soy infiel con Google Maps, que es sensacional pero siempre tengo miedo de que la Guardia Civil interprete que estoy hablando por teléfono y por eso es una carta que uso sólo en caso de súper archi emergencia.

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Tránsito, luces, bocinazos… Postal obligada para quienes conducimos por la ciudad.

El otro tema es que los otros conductores son cabrones: bocinazos, gestos, luces. Te pegan el auto aunque vayas a la velocidad máxima, que si no hay radar generalmente la superan. Como casi todos los autos detectan los radares, se ve claro cómo cambian de ritmo los autos al acercarse. Por eso me contaron que ya están implementando un sistema que te saca el promedio de velocidad antes y después del radar.

No voy a decir que todo sea malo. Las rutas son espectaculares, están en muy buen estado, muchos carriles, túneles; hay una gran inversión en infraestructura que se agradece muchísimo, porque garantiza la seguridad. Me parece un gran acierto, además, el uso de las rotondas para distribuir el tránsito. Lo único es que hay que aprender a usarlas, claro, porque no hay semáforos y los españoles no perdonan. El que va en la rotonda tiene prioridad de circulación y para salir. Eso es una novedad para nosotros, porque además acá son realmente escrupulosos con eso. Lo padecí la última vez que fui a Argentina: en la rotonda de la Avenida Circunvalación y Ruta 35, en Santa Rosa, iba por el carril interno porque salía en la última. Se me puso a la par un camión con doble acoplado que no pensaba moverse. Guiño, mil vueltas a la rotonda, luces y el señor jugando a la calesita con tremendo armatoste. Abuso de poder, bullying al volante. Pero ¿qué se puede hacer?

Cargar nafta es otro tema. Las estaciones de servicio son autoservice. Tenés que recibirte de playera, bajarte, usar el surtidor, calcular cuántos litros necesitás, porque incluso puede ser prepago. Y no es un tema menor, te aseguro: si te llegás a quedar sin combustible en la vía pública, te cae una multa de 400 euros. Yo ni muerta, reconozco que desarrollé una especie de obsesión, nunca se me encendió la luz de alerta, lo juro, el tanque vive lleno. Tanto es así, que el de la estación de servicio cerca de casa ya me habla en argentino y me recuerda que también vende yerba mate, por las dudas.

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En este panorama tan angustiante, diferente, implacable, yo confieso: voy adonde el GPS me diga… ¡Y hasta me tiro al agua, como el pobre marroquí!

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