15 mayo, 2015
De Fallas por Valencia
En plena primavera europea, una crónica sobre esta llamativa tradición valenciana, que hace arder mucho más que pirotecnia y enciende como nunca la mágica fantasía de todo un pueblo.
Esta vez viajamos un poquito más y amanecimos en Valencia, una ciudad bañada por el Mediterráneo y por un sol constante que casi nunca la abandona. Nunca había oído hablar de las Fallas en mi vida extraibérica pero, durante el mes de marzo, no se escucha otro tema en la radio: ¡y es que estamos en Madrid!
La ciudad de por sí bien merece la pena el viaje, porque tiene un casco histórico lindísimo; una catedral fabulosa que presume de alojar el Santo Cáliz que usó Jesús en la Última Cena; la paella original –con conejo, pollo y verduras, nada de frutos de mar-; playas inmensas; todo el cauce el río Turia convertido en parque y Ciudad de las Ciencias y las Artes a cargo del magnífico Santiago Calatrava.
Sin embargo, conocerla en la semana fallera –que culmina el viernes 19, Fiesta de San José- me hizo enamorarme de la ciudad. Fue un flechazo. Y ahora, después de las Fallas, todo me parece demasiado convencional. Te lo cuento para que entiendas de qué hablo: esta fiesta tiene orígenes inciertos, se nutre de rituales relacionados con la llegada de la primavera, por un lado, pero también de una antigua costumbre de armar ninots con motivo de la Cuaresma cristiana y, por último, vienen a cuento los festejos por el día de San José. Y los valencianos se reconocen amantes del fuego y de la pirotecnia. Ya desde el siglo XVII, con el barroco, los altares efímeros y demás, están documentadas unas fallas en Valencia muy similares a las de este año 2015: con monumentos realizados por equipos de personas que no necesariamente son artistas, plantados en el espacio público, juzgados por una comisión y cremados en lo que es el cénit de la fiesta.
Desde el 14, la ciudad entera entra en ebullición: el centro cerrado al tránsito y la gente llenando las calles en hordas, sea caminando o con sus cañitas y sus pinchos en las mesas que los bares sacan afuera. Los grupos de falleros también arman sus centros de reunión en la calle: un tablón con caballetes basta para la mesa de festejo y todos van con el mismo color en la ropa, tengan la edad que tengan, y se ríen a carcajadas y esperan ansiosos el podio de premios.
A las dos de la tarde, en la Plaza del Ayuntamiento se hace la Mascletá: son siete minutos de pirotecnia feroz, puro ruido, nada de luces de colores ni magia, pero el corazón se pone a galopar desenfrenadamente. Las empresas invitan a sus clientes a verla desde balcones (que en realidad son departamentos y oficinas en alquiler para la ocasión), con cócteles y música de DJ. Y aún así, se vive un momento salvaje, de catarsis.
Vale la pena recorrer cada falla, con sus motivos casi infantiles (son caricaturas) pero de proporciones y estética impresionantes. Admirar su belleza, sus detalles cuidados, las expresiones, porque todas van a arder en pocos días. Y sólo quedará su registro en el recuerdo y en el Llibret de Fallas –diminutivo de libro, en valenciano-, que documenta este movimiento artístico de un pueblo que disfruta en grande de su tradición.
Y por la noche, las luces se encienden en el nuevo barrio de moda de la ciudad, Ruzafa, para dibujar un castillo que es una maravilla mientras suena la música en vivo y la gente aplaude y celebra la fantasía. Hay que ver las fallas, aunque sólo sea una vez en la vida.
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