15 junio, 2018
Como dos extraños
Dicen que la vida es un baile y que, al son de la música, los destinos pueden cambiar para siempre en un instante. ¿Qué pasa cuando por fin llegó el momento de dejarse llevar? Un cuento que retrata la soledad, el amor y la eterna mística del tango.
Por Berta Susana Brunfman
A Romero lo conocí bailando en la glorieta del parque de Barrancas de Belgrano. La cita era los sábados por la noche, coincidiendo con la aparición de la primera estrella. Nunca supe su nombre. Todo el mundo lo llamaba por su apellido: Romero, Romerito.
Romero usaba siempre una camisa holgada que parecía quedarle grande y un pantalón negro. Se podría decir que no era nada especial, digo, como bailarín; tampoco era buen mozo. Más bien pasaba desapercibido y muchas veces, cuando quería bailar con alguien, se frustraba.
Vivía en Villa Crespo, según él, una verdadera república tanguera donde se gestaron grandes bailarines y cantores de tango.
Una noche apareció la griega, nadie antes la había visto en la milonga. Era alta, tenía cintura estrecha y un par de ondulantes caderas que rubricaban su inconfundible belleza. A todo eso acompañaban sus enormes ojos oscuros y una brillante melena negra.
Los hombres de la glorieta quedaron mudos al verla. Las mujeres la miraban de costado.
No había quien se animara a sacarla a bailar.
De pronto, comenzó a sonar el tango Como dos extraños y la griega salió a bailar sola. Tarareaba, además, la letra, que dice: «Me acobardó la soledad y un miedo enorme de morir, lejos de ti”… Mientras tanto, los varones de la milonga, acobardados frente a tanta belleza, la miraban de lejos.
El que se animó a sacarla a bailar fue Romero quien, abrazándola contra su pecho, logró apartarla de su solitario destino danzante.
El desconcierto fue general. La pareja dio rienda suelta a una sinfonía de cortes y quebradas, que dejaron a todos sin aliento. Romero demostró sus dotes de eximio bailarín cuestión que, hasta ese momento, nunca había revelado.
Supimos que esa bella mujer era griega porque se lo contó al oído a Romero. Se llamaba Diana, como la valerosa diosa de la caza de la cual habla la mitología.
A partir de esa noche, Romero empezó a esperarla para bailar nuevamente, pero fue en vano. Cuando pasaban el tango Como dos extraños se ponía ansioso, pero al cabo de un rato terminaba sumido en una peligrosa melancolía.
Desesperado, un día visitó a una tarotista. Las cartas dijeron que la griega no era de este mundo. Se trataba de un ángel travieso, de esos que esconden sus alas un rato para ir a dar una vuelta y, de paso, poder bailar un buen tango.
Romero aceptó la teoría. La griega era un ángel. Después de todo, había tantos misterios.
Lo perdimos de vista. Romero no volvió a aparecer los sábados por la glorieta. Se lo extrañaba.
A la griega la vi una tarde haciendo compras por el barrio Chino. Caminaba del brazo de un muchacho y llevaba una remera azul, muy ajustada, que revelaba su redonda panza de feliz embarazada.
Desde su carnicería en Villa crespo, Romero seguía creyendo que la griega iba a aparecer una noche, desplegando sus alas, para estar junto a él.
Dicen que cuando escucha el tango Como dos extraños, Romero lagrimea.
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