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Inspiración

24 diciembre, 2018 | Por

¿Por qué me gusta la Navidad?

Una periodista de Sophia recorre las postales navideñas de su vida, desde la infancia hasta la actualidad, y comparte todos esos regalos no materiales que quedaron grabados en su memoria para siempre.


Será por el olor de los duraznos y las cerezas que tenía en una canasta, aquella tarde en la que actué por primera vez en un pesebre viviente. Y que, cuando terminó la obra, compartimos con el público: chicos de un hogar para quienes además habíamos juntados golosinas y juguetes.

Tenía 9 años y recuerdo lo hermoso que fue recibir cada uno de esos abrazos. Una Navidad distinta, porque de pronto comprendí que la alegría y la tristeza eran parte de un mismo acto.

Aunque tal vez también sea por las celebraciones en la casa de la tía Nené, cuando éramos tantos que daba gusto mirar la mesa larguísima y contarnos uno por uno, jugando a recordar algunos nombres de tíos y primos que venían una vez por año y desde lejos. Cada uno llevaba una bandeja con algo para compartir y yo esperaba con ansias a que dieran las doce, más que todo por la alegría que me daba verlos tan felices a todos.

Entonces, el alboroto de las copas con sidra y los regalos se convertían en una explosión de emociones mucho más estruendosa que la pirotecnia.

Brindábamos por los estábamos y también por los que no, aunque a esa edad aún me resultaba complejo hacerme a esa idea. Y en eso, mi mamá venía corriendo y nos daba el más lindo de los abrazos.

Después, la abuela traía al niño Jesús que llevaba un año guardado entre algodones en el armario, y entre todos lo hacíamos nacer, ubicándolo en un catre de madera, entre las figuras de cerámica de María y José. Las luces titulaban a su alrededor y siempre sentía una emoción enorme al verlo. También un poco de taquicardia: ¡no fuera a ser que justo se nos rompiera!

Le dábamos un besito en el pie (“¡En la cara no, en la cara no!”, gritaba desesperado mi abuela, temiendo las consecuencias de semejante atrevimiento) y de alguna extraña manera comenzábamos a sentirnos protegidos, mejores.

Hasta las primeras Navidades sin la abuela y sin papá fueron lindas, porque siempre había alguien con quien compartir una mirada vidriosa, llena de amor y de ausencia. Entonces, otra vez, el abrazo y un brindis por esos que un día habían tenido que seguir el viaje.

Nadie sale ileso de las Fiestas”, me dijo alguien una vez y entendí esas palabras mucho tiempo después. Fue recién cuando supe quitarles la connotación negativa que yo les asumía implícita. No, claro que no: ¿cómo salir ilesos de algo semejante?

Pero me gusta tan poco el pan dulce…

No tengo dudas de que eso es así porque aún conservo intactos mis sabores de niña, experiencias gustativas donde la fruta abrillantada no tenía ninguna opción frente al contundente triunfo del maní con chocolate.

Con el tiempo, sin embargo, aprendí a comerlo sin sacarle, una a una, las dichosas frutas abrillantadas; de eso debe tratarse la madurez: de aceptar que algunos sabores amargos son parte de la vida.

Ahora me imagino la cara que va a poner nuestra familia asignada para acompañar en Nochebuena, cuando abra la caja que armamos para mandarle a Jujuy de la mano de la ONG Nochebuena para todos. Le pusimos de todo: cosas ricas, regalos y unas ganas de ayudar que nos arrasó el cuerpo.

Porque el tema de fondo de las celebraciones, creo yo, son los abrazos: incluso hasta los más escépticos somos portadores de una pequeña ráfaga de esperanza navideña cada vez que damos uno de esos con toda nuestra fuerza.

Crédulos ya no en la existencia de un Papá Noel atiborrado de paquetes, sino en ser cada día más capaces de recibir los regalos que no se compran en ninguna parte.

Cada cual sabrá cuál le toca abrir esta vez…

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