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Vínculos

25 octubre, 2023

Perdonar antes de que sea tarde: la conmovedora historia de un hijo y su madre con Alzheimer

Una de las poquísimas caricias que Andy Anderson recibió de su madre fue a los cuarenta y seis años, cuando ella empezaba a transitar la enfermedad. Y esa caricia fue la bisagra que le permitió animarse al inmenso trabajo de reparar tantos años de distancia y dolor.


Andy junto a su madre, con quien tuvo un vínculo muy difícil que lo llevó a compartir su historia en un libro.

Por Luz Martí

«Esto es lo que recuerdo. Lo que recuerdo bien y puedo contar de memoria… la memoria que define aquello que no olvidaré jamás, el archivo invisible del alma«. De esta manera empieza Mi otra madre, el libro de Andy Anderson que acabo de terminar de leer. Voy a hablar de él, pero esto no es una crítica literaria. Una historia de vida sí, pero solo en parte. ¿Autoayuda? No fue la intención del autor. Un ejemplo de superación, seguramente. Un canto al perdón, sin dudas.

Puedo decir que leerlo me conmovió. Me hizo llorar y, sobre todo, reflexionar desde un lugar en el que no solemos pararnos. Un libro que tampoco pertenece a ningún género: no es novela ni ensayo. Un libro que es amor puesto en palabras.

Es la historia de un hombre con una madre cruel, violenta, distante y difícil con la que jamás conoció momentos de ternura ni de aliento. Una mujer extravagante con un toque de sadismo velado hacia sus hijos que, de repente, enferma de Alzheimer, lo que desata la reacción de Andrés, el hijo del medio.

Para entonces, Andy era el único de su familia que podía hacerse cargo de ella. Estaba en Buenos Aires luchando con una empresa que cada vez iba peor, su padre había muerto, su hermano menor también y sus otros hermanos, varón y mujer, se habían radicado en Estados Unidos.

Después de enterarme de eso, necesitaba conocerlo y saber más sobre él, sobre su historia. Escucharlo contarme lo que yo ya había leído, pero mirándolo a los ojos. Me encontré con un hombre sonriente y franco, alguien a quien me parecía conocer de toda la vida. Nos reímos y nos emocionamos en un café de Olivos.

No voy a develar la historia. No puedo decir demasiado de esa crónica fuerte, contada de una manera llana y familiar, con suaves toques de humor, en la que, a medida que transcurre la trama, vamos identificándonos con espacios y lugares, con barrios, decoraciones y maneras de hablar. Algo tan nuestro y, a la vez, completamente universal. Y entonces empieza la charla:

–¿Es un relato biográfico?

–Totalmente. Necesitaba contar todo lo que había vivido hasta el momento en que ella se enfermó y lo que pasó después. Necesitaba «sacármelo de encima».

–¿Cómo se maneja lo biográfico para lograr un texto literario?

–Pasar de la crónica pura y dura, o del diario personal, a lo literario, no es sencillo. Hay una larga búsqueda del tono del relato, del lugar donde uno se sienta cómodo con el texto y pueda avanzar. Lo empecé varias veces hasta encontrar lo que quería.

–Tu historia es muy fuerte. El escritor chileno Jorge Edwards decía: “O te quitas el pudor o no escribes”. ¿Qué hay de eso en tu libro?

–Lo de Edwards es cierto. Yo quería ser veraz, no guardarme nada. Al principio me pareció demasiado brutal y escribí una versión más edulcorada, pero no me gustó. No me alcanzaba. Lo que sí hice, como hace cualquier autor, fue recortar algunas cosas de la realidad. No puse todo porque a veces «todo» es demasiado.

Lucrecia, su mamá. La dura experiencia de enfermar de Alzheimer logró acercarla a su hijo.

–¿Tu madre actuaba de esa manera que narrás solo con vos?

Mamá mostraba muy poco interés en nosotros, pero eso no era lo peor. De muy chicos, cuando podía, nos asustaba hasta hacernos llorar de miedo. Nos pegaba hasta con el cinturón y, cada cosa que hacíamos y que a ella le parecía mal, nos trataba de “monguis” y “oligofrénicos”. Era igual de dura, despectiva y distante con todos, menos con Eric, el menor, que tenía una cardiopatía congénita de la que murió a los dieciséis años.

–Hay algo muy sádico que pasó con unos perritos

Cuando en lo de nuestros abuelos nacieron los cachorros de su perra, estábamos felices: agregaba un motivo para las visitas de los domingos. Para mi abuela era demasiado tener dos perros más, entonces mamá me hizo acompañarla a envenenarlos. A esa edad me convirtió casi en un verdugo de lo que más ternura me provocaba y tuve que esperar junto a ella verlos morir en su cajita de cartón, hacer un pozo y enterrarlos en el jardín antes de llevarme a misa a cantar estrofas de amor y a saludar a un desconocido deseándole la paz. A mis hermanos les dijo que habían muerto de noche, que yo los había enterrado en el jardín, y que «no rompieran la paciencia».

–¿Qué decía tu padre?

–Papá no la justificaba, pero siempre nos decía una frase desconcertante: “Tu madre es una gran mujer”. Jamás lo entendimos. Esa imagen nunca encajó en nuestra realidad.

–¿Había más cosas tremendas de tu madre? Y de ser así, ¿por qué no las contaste?

–Por supuesto había muchas más –dice con una sonrisa leve, entre pudorosa y melancólica–. No las conté porque la quiero.

El rostro sonriente de una madre cruel, en una de las imágenes familiares que Andy decidió atesorar.

No puedo evitar pensar en su libro llevado a imágenes y lo imagino como un documental poético (Andy ha escrito, antes, tres libros de poesía). Los textos hablan como él lo hace personalmente, con humildad, sin subirse a ningún podio, sin creerse protagonista de una hazaña, proponiéndonos una actitud de perdón absoluto, sin condiciones ni tamices, que podríamos aplicar a cualquier situación de rencor o enojo con nuestra gente cercana. Una actitud de gran inteligencia y autocuidado, lo haya pensado así o no.

–¿Escribir Mi otra madre te resultó catártico, liberador?

–Más que nada me resultó un proceso sanador. Decidí aprovechar ese momento difícil como una oportunidad de reparar en mí el dolor de años, para no tener solo malos recuerdos como hijo y, básicamente, que no me quedase nada que reprocharme el resto de mi vida. Hice todo lo que estuvo a mi alcance. Durante el tiempo de su enfermedad fui a verla casi a diario e intenté construir junto a ella un presente, aunque fuera mínimo. Era una forma sembrar buenos recuerdos para el futuro, de conjurar el dolor del pasado.

–¿Te imaginaste que con tu libro ayudarías a otra gente sin proponértelo?

–No tenía idea de qué repercusión tendría y me alegra que le pueda servir a otros. En 2018 me ofrecieron dar una charla TED en Pinamar (https://www.youtube.com/watch?v=Mdwsii7flDE ) y, aunque pensé que no era lo mío y estaba muy nervioso, salió muy bien. El público se conmovió y muchos se acercaron a compartir conmigo sus experiencias.

–Cuándo te sentaste a escribir, ¿recordabas todo? 

–Recordaba casi todo. Pero además llevo un diario hace muchos años y eso me ayudó a refrescar la memoria y a rever lo que había sentido en esos momentos. Llevar un diario es un proceso terapéutico en el que, mientras tratamos de entender nuestros sentimientos sin dañar a nadie, vamos aprendiendo a lidiar con nuestras emociones.

–¿Cómo reaccionaron tus hermanos y tus conocidos al leer el libro?

Cuando ponés todo en un texto corrés un riesgo. Hubo gente que no me habló más y amigos que me dijeron: “No puedo creer lo que te conozco”, después de leerlo. Todo lo que pasó con mis hermanos fue también muy sanador. Me pidieron perdón y apareció una compasión que me sorprendió. Con mi hermana nos encontramos en una plaza, nos abrazamos y lloramos juntos. Estuvimos cuatro horas hablando, revisando partes de nuestra vida. Ella no recordaba muchos de los episodios que yo mencionaba. Probablemente los tapó para seguir adelante, como sucede cuando no sabemos qué hacer con tanto. Con mi hermano no quise hablar por teléfono, necesitaba encontrarme cara a cara. Su reacción también me llenó de felicidad. «Me gustó mucho. No sabía cómo lo vivías vos», me dijo.

–En tu decisión de hacerte cargo de ella hay dos momentos clave: el primero, la responsabilidad de cumplir con el mandato de tu padre de cuidarla. El segundo, y más increíble, tu decisión de buscar una oportunidad de reparar ese vínculo. ¿Cómo pasás de uno a otro?

–Al principio era solo cumplir con ese mandato, visitarla, ocuparme de que no le faltara nada. Pero un día, mientras estábamos sentados en un banco del geriátrico, ella me acarició la espalda y me dijo: «Me gusta todo lo que hacés». Yo tenía cuarenta y seis años y era casi la única caricia de ella que recordaba. Me conmovió profundamente. De golpe entendí que la enfermedad tenía otro significado, que me estaba dando una oportunidad única para perdonar y que tenía que aprovecharla. Tratar de convertir las heridas en cicatrices que dejaran de doler, de lograr que fuesen solo rastros de algo malo que ya había pasado.

–A partir de ese momento lograste charlar, contarle cosas y hasta cantar junto a ella viejas canciones de los Carpenters, dedicándote a construir un nuevo vínculo. ¿Cuál era tu peor miedo?

Que llegara el día en que no me reconociera, me aterrorizaba. Y llegó. Fue uno de los días más tristes de mi vida. Ella ya no sabía quién era yo, pero yo sí sabía quién era ella y decidí asumir el rol del «Guardián de su Memoria» hasta el final. El Alzheimer no es la barrera infranqueable que todos suponen. Es una circunstancia de la vida.

–¿Qué fue lo primero que sentiste cuando tuviste el libro terminado en tus manos?

–Paz.

Una de sus últimas imágenes juntos antes de la despedida, en un abrazo que es puro amor y perdón.

Fotos: Archivo personal de Andy Anderson.

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