Salud
19 octubre, 2017
«Parece una locura decirlo, pero a mí el cáncer de mama me dio vida»
Belén Coria, lectora de Sophia, compartió su testimonio sobre la detección y el tratamiento de cáncer de mama que atraviesa desde 2014. Mamá de Juan, de 8 años, descubrió en su enfermedad un coraje que no conocía. Hoy publica los avances y cambios en su salud en una página de Facebook donde tiene unos 4000 seguidores.
Por Belén Coria
En mayo de 2014, a mis 36 años, yo llevaba una vida muy libre y divertida, que incluía un disfrute inmenso de mi hijo Juan, de 5 años, un trabajo de co conductora de un magazine en el canal 8 de San Juan que me entretenía, y muchos fines de semana de salidas con amigas y amigos. Divorciada desde 2010 y con una excelente relación con el padre de mi hijo, parecía tener algunas cosas resueltas: tenía simpatía, belleza y juventud. Nada del otro mundo, pero lo suficiente como para sentirme bien en líneas generales.
Un día, de la nada, encontré una bolita en mi mama derecha. ¡Qué fiaca ir al ginecólogo a hacérmela ver! Mi ginecólogo estaba de viaje y caí en manos de una doctora joven, muy simpática que, al palpar mi mama, me dijo que era un fibroadenoma sobre el músculo. Me prescribió mamografía y ecografía para cerciorarnos de su diagnóstico. Así se hizo. La mamografía salió, en apariencia, bien. Después de hacerme la ecografía, un poco a las apuradas, en su consultorio, me dijo:
-Está todo impecable, andá tranquila.
Aquel verano fue muy divertido, tuve muchas salidas, muchos momentos lindos con Juan, con mi familia y amigos. Aunque la pelotita que me había descubierto se iba haciendo cada vez más grande, yo estaba tranquila, después de todo, mis estudios habían dado bien. ¿Por qué iba a preocuparme u ocuparme? Confié. Además, el cáncer era un monstruo que atacaba a los demás, a mí nunca me iba a pasar algo así.
Hasta que un día descubrí otro bultito, un poco más abajo del primero. Vencí la fiaca de ir al médico y decidí hacer otra consulta. Esta vez fui a ver mi ginecólogo de siempre.
En su consultorio, me sacó la bata y, mientras me palpaba, cerró los ojos. Y lo vi. Él se dio cuenta. Al toque me pidió una ecografía. Después hicimos una punción. Dos días más tarde, sentada frente a él, en su consultorio, me miró a los ojos con dolor.
-Esto es cáncer, flaca.
Me abrazó, me tomó de las manos en un gesto de afecto y me dijo:
-A esta la vamos a pelear juntos. Te veo en dos días en el quirófano.
Salí al pasillo aturdida. Estaba sola y con toda esa información encima. ¿Y ahora qué? Era de noche y hacía frío. En la calle todo se tornó raro, lento y gris. Veía gente caminando, hablando por teléfono, conversando. Mi mundo, en cambio, estaba detenido.
La mastectomía radical (la extirpación total de la mama derecha) fue inevitable. El cáncer me estaba comiendo; había avanzado hacia mis ganglios. Lo supe a la noche después de la operación. Pocas veces lloré con tanto dolor, con tanto miedo, en medio de una sensación surrealista.

Pasaban los días, pasaban los médicos, y así supe de qué se trataba tener cáncer. Después de la primera cirugía quedé con muchos dolores, y mi brazo con una sensibilidad extrema.
Y al no tener una lola, adopté una postura encorvada. Cambió mi cuerpo, mi manera de vestir, mi postura física, mi postura mental también, probablemente por los mismos dolores y el miedo que por momentos me tomaban el ánimo y el espíritu.
Compré varios pañuelos, cada uno con su par de aros al tono. Enseguida me hice acreedora de una prótesis. De algún modo, también, me puse orejeras y asumí la actitud de los caballos cuya única opción en la vida es mirar hacia adelante. Y avanzar, no importa qué.
Empezaron las quimios. La caída del pelo. El tono amarillo en la piel. Una delgadez impresionante. Un cansancio crónico que no me daba tregua. Mis actividades cambiaron por completo. A mi vida le impusieron una pausa no buscada. Pero no pensaba aflojar. Con el tratamiento empezaron a pasar cosas. Por cada pelo que perdía, ganaba un gesto de cariño y de empatía de quienes me rodeaban. Volví a ser hija: mi papá me preparaba jugos de naranja y me daba besos en la frente. Pasé tardes en cama con mi mamá al lado. Recuperé sus abrazos. Las madres del colegio de Juan no me dieron chance de decirles que no, y lo contuvieron invitándolo a sus casas, llevándolo y trayéndolo de todos lados. Mis hermanas pasaron horas sentadas a mi lado durante mi tratamiento. La solidaridad de mis amigas se hizo enorme. El amor empezó a rodearme por todos lados. Y no pude negarme. Yo, que todo lo podía sola, empecé a recibir ayuda.
Empecé a disfrutar de la vida. Los abrazos de Juan jamás habían sido tan exquisitos. La comida nunca tan rica. Los minutos tan valiosos. Las personas que amo tan valoradas. El espejo pasó a ser un amigo al cual le agradecía todos los días -a pesar de la imagen que me devolvía-, el hecho de estar viva. Me vi desprendida absolutamente de la mirada ajena, jamás usé pañuelos y menos peluca, porque mi comodidad y libertad pasaron al frente, y hasta el día de hoy se encuentran en primer lugar. Empecé a mirar a los ojos a los demás, porque me di cuenta que todos estamos heridos: a unos se nos nota más, pero todos lo estamos. Y me di cuenta que un pelazo o un buen escote no te van a salvar si no vivís en el amor y respeto, hacia uno mismo y hacia los demás. Jamás imaginé semejante fortaleza en mí. Nunca estuve tan orgullosa de nadie como de mí misma.

Hoy amo cada célula de mi cuerpo. Porque fue generoso y me avisó que le estaba errando, que mi vida debía pasar por otro lado.
Parece una locura decirlo, pero a mí el cáncer me dio vida. Me dio cabeza suficiente como para no soportar todo aquello que considero tóxico; me dio los abrazos más sinceros que he sentido en mi vida; la oportunidad de darle a mi hijo un gran ejemplo, una gran lección de lucha y amor por la vida; la oportunidad de sentir dolores físicos y emocionales casi insoportables, dándome de esa manera una liviandad ante ciertas cosas que antes hubiera considerado casi fatales.
Atravesé 16 sesiones de quimioterapia. 18 de rayos. Cuatro cirugías: dos mastectomías, una para sacar la mama enferma y otra para sacar la sana, por prevención, y dos reconstitutivas. Ya tengo el pelo por encima de mis hombros. Fue un proceso largo y doloroso. Pero gané amigas para toda la vida, mujeres que pasaron por lo mismo y con las que hablamos el mismo idioma. Conocí a Gabi, una luchadora incansable a quien el cáncer se llevó hace muy poco. Viví la muerte de una amiga, de una referente enorme en mi proceso. Y hasta de eso aprendí y salí fortalecida. Mis relaciones son diferentes. Soy otra mamá, otra hermana, otra hija, otra amiga. Más sana, más libre, más feliz, amorosa y demostrativa. Un paisaje se vuelve un milagro. Una flor una fiesta. Un día de lluvia, la perfección. Disfruto de oír reír a Juan, de escuchar música. Volví a trabajar, pese a que ahora estoy con licencia por un linfedema (o hinchazón) en uno de mis brazos, causado por la cirugía. Cuando puedo, me dedico a la pintura, mi pasión. Y empecé a escribir: en la escritura descubrí una vocación de la que ya no puedo escapar.
Hoy busco a conciencia mi felicidad y la de quienes amo. La vida, un sueño hermoso creado para ser transitado con amor, con ganas, con esa alegría de estar aquí con un propósito, me puso este escollo en el camino, y lo agradezco. Esto recién empieza.
Si querés leer más sobre Belén, podés seguirla en su página de Facebook El blog de Bencha donde sube pensamientos y reflexiones relacionadas con su salud y su tratamiento. Tiene casi 4000 seguidores.
(Esta nota se publicó en www.sophiaonline.com.ar el 19 octubre de 2016).
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