Dalila Puzzovio – Artista
Dalila Puzzovio es, sin duda, ícono de una época mágica: los años sesenta. Creadora de un mítico zapato que revolucionó el arte, recorrió el mundo del diseño y la moda. En esta entrevista, devela ciertos misterios sobre la elegancia y el estilo, se mete en las entrañas del Instituto Di Tella y nos ayuda a comprender la movida cultural de esa época. Por Gabriela Picasso. Fotos: Alejandro Lipsick y Archivos Di Tella.
Exótica. Ésa es la palabra que provoca Dalila. Dueña de una elegancia atemporal, que los franceses bautizaron charme, su sola presencia atrae naturalmente la mirada. Tiene ese “no sé qué” que lleva a pensar que uno está en presencia de un personaje intimidante. Sin embargo, detrás de su muralla estética, es la antítesis absoluta de cualquier prejuicio que se pueda tener acerca de uno de los íconos de la vanguardia pop de los años sesenta en nuestro país. Sus ondas llegaron hasta el Río de la Plata y su laboratorio fue el Instituto Di Tella, tierra fértil de los renombrados happennigs, del desparpajo, de las vestimentas exóticas y del vértigo imaginativo. Allí Dalila pronto se ganó el privilegio de ser una de las pocas “chicas” que, junto a Marta Minujín, formaron parte de este verdadero fenómeno cultural en el arte argentino, a la altura de las nuevas tendencias del arte internacional. Allí nacieron sus famosas doble plataformas. Arte-objeto o arte en progreso, su obra se exponía en las paredes del Instituto y en las vidrieras de las zapaterías Grimoldi, listas para ser usadas. Ésta y muchas otras de sus creaciones le valieron la distinción de ser una de las pocas artistas argentinas que figuran en el Benezit, el diccionario internacional dedicado al arte, y el galardón “Grandes Maestros” del último Arte BA. Pero en ella no hay divismos, ni esnobismos presuntuosos, ni estridencias modernistas, sino la voz de la lucidez que surge de los verdaderos artistas. Es ella misma su única obra “en progreso” que tiene espacio en las salas del Malba, el lugar elegido para el encuentro con Sophia. Un saco Givenchy auténtico, una camisa blanca “de años” pero a la moda, un pantalón de corte impecable y unas botinetas que amenazan tanta sobriedad marcan el ensamble perfecto para esta tarde de un verano atípico, con temperaturas de otoño. Serena, pero verborrágica, Dalila opina con pasión sobre el arte, la cultura, la moda y la elegancia, sus temas fetiche.
Diseñó papelería en la Galería del Este, tejidos para Madame Frou Frou, vestuarios para personajes tan eclécticos como Libertad Leblanc o Antonio Gasalla, delantales de cocina hechos por artesanos del Teatro Colón para Pinky, proyectos de arquitectura de interiores para espacios tan disímiles como el Adrogué Plaza Shopping o la peluquería-spa de Alberto Sanders. También, sombreros para Dior, platos, accesorios, tapices, telas. “Siempre me encantaron las interdisciplinas. La cocina, la arquitectura, el packaging, la decoración, el periodismo y la moda. Soy como un ama de casa perfecta, aunque la imagen que la gente tiene de mí es la de una mujer que jamás va a un supermercado, que está quietita sin hacer nada”.
–Naciste con el nombre de Delia y en tu carrera artística lo cambiaste por el de Dalila. ¿Cómo fue ese proceso de conversión?
–Nací Delia y me bautizaron Dalila porque decían que el nombre me quedaba chico. Pero Dalila siempre estuvo. Soy la hija menor de una típica familia de inmigrantes italianos de clase media. Mi abuelo era paisajista y un artesano que hacía unos collages maravillosos. Hizo el jardín de la Chacarita y el de la Italo Argentina. Mi papá, Armando, era ingeniero y dibujante, un gran industrial, que desplegaba los planos de sus inventos sobre la mesa de la cocina. Eva, mi mamá, era ama de casa, pero había estudiado corte y confección y hacía una ropa divina. Era distinta de las otras mamas; siempre se vestía genial. Desde chiquita, apenas salía de la cama me ponía a dibujar. Mis carpetas me ayudaban a pasar las materias. Era obsesivamente prolija y súper concentrada. Siempre tuve vocación de artista. Tanto me gustaba que en tercer año quise dejar el colegio para estudiar artes plásticas, pero no me dejaron.
–Colegio de monjas, familia tradicional del sur de Italia, mujer. No parecía ser el hábitat ideal para albergar a una artista…
–A pesar de todas esas confabulaciones, no pudieron conmigo. Todo lo contrario; mis padres me pagaban las clases de pintura. Mi papá fue el que me ayudó a acarrear los yesos ortopédicos del Hospital Italiano que usé para mi primera instalación, llamada “Cáscaras”. Cuando fuiste a un colegio religioso, hay algo que se te pega, una marca indeleble. Yo fui a Nuestra Señora de la Misericordia en Belgrano, y una de las opciones para tu vida es que seas monja. Como yo era calladita y prolijita, estaba como fichada para seguir ese camino. De alguna manera toda esta educación, en lugar de cortarme la imaginación, me la hizo volar. Te crea un mundo fantástico donde tenés que visualizar y materializar un montón de conceptos que no existen.
–Los años sesenta marcaron un hito cultural en la Argentina; se había roto con muchas reglas. ¿Cómo impactó en vos y en tu obra ese momento?
–Fue la edad ideal, yo tenía 20 años y fue como estar en el lugar indicado en el momento indicado. Hasta la ropa era genial. Fui la primera en usar botitas de boxeadores. Me las iba a comprar frente al Luna Park. Me hacía suéters con frases, accesorios de papel maché o impermeables transparentes con manteles de hule y una abrochadora. Bien Courrèges, sin saber quién era Courrèges. La creación era como un estado vital que se expandía a toda tu vida.
–¿Cúal fue el verdadero significado y la trascendencia que tuvo el Instituto Di Tella en el mundo artístico?
–Nuestra fama había trascendido las fronteras hasta tal punto que cada vez que al ex canciller Guido Di Tella lo invitaban al MoMA de Nueva York, siempre le recordaban que no lo hacían por su carácter de diplomático, sino porque había sido uno de los fundadores del Di Tella. Ninguno de los artistas que comenzamos el movimiento había estado en Europa o Estados Unidos. No existía la cantidad de información que tenemos ahora, no había Internet. Sin embargo, teníamos conciencia de que éramos una vanguardia. Pero hay algo más que me parece la prueba definitiva de nuestra originalidad. Todos los años, el Di Tella invitaba a destacados críticos de arte extranjeros, y uno de ellos, Pierre Restany, nos explicó que en París no había algo semejante y decidió llevar la idea a Europa. Así se creó el Centro Pompidou.
–Parece que la vanguardia tiene su costo…
–Ser vanguardista en la Argentina equivalía a ganarse el cartel de loca. Los del Di Tella somos “bronces parlantes”, un mito.. No estamos en ninguna colección, no hay ningún museo que tenga nuestras obras. Como decía Federico Peralta Ramos: “Del Di Tella a Minguito Tinguitela”. Las vanguardias se dan cuando hay un free for all, algo para transgredir. Crear imágenes sin pedir permiso ni respetar convenciones. En el Di Tella había algo por qué protestar y ahora parece que ya no. Hoy, en el arte, la libertad es total y no hay que transgredir. ¿De qué vanguardia me hablan?
–¿Vos decís que ya no es posible ser vanguardista? ¿Ya está todo visto?
–En la sociedad argentina hay un coqueluche. Existe una desesperación de los curadores, de los críticos y de los coleccionistas de descubrir, de tener y de colgar la vanguardia. Pero la verdadera vanguardia se da cuando uno se toma los permisos, cuando no te los dan, pero vos te los agarrás. Ahora hay que buscar una nueva meta. A lo mejor, la meta es el slow. Detenerse a mirar el caos, la belleza, detenerse a mirar un paisaje.
–Vos también tenés una larga relación con la moda. Diseñabas tus propios modelos, hiciste vestuarios para personalidades como Libertad Leblanc, fuiste la primera en diseñar sombreros para Dior cuando llegó al país, y siempre tenés algo que te distingue, que parece ser distinto…
–Siempre me gustó el lenguaje de la moda; su literatura es descomunal. Te hacen creer que esa camisa que ya se vio nunca existió. Y si no la tenés este año, te morís. Todo es lo mismo, pero la moda hace que no nos demos cuenta. Porque si no cae una bomba atómica que modifique la anatomía, seguiremos teniendo dos brazos, un cuello y dos piernas, y entonces vamos a seguir sacando la manga por la sisa y el cuello tendrá que salir por algún lado.
–Es raro ver a una artista plástica interesada por la moda. Uno pensaría que es como una frivolidad alejada de su espíritu creativo…
–En mi casa había esa cosa italiana bien ceremonial ante la llegada del sastre. Gran reunión familiar para recibir a ese hombre que sacaba muestrarios de telas como un mago saca conejos de su galera. Era como un commendatore, se vestía impecable, y cuando llegaba a casa se ponía su fumoir. Mamá nos cosía vestiditos y nos mandaba al colegio con el delantal tan almidonado que me costaba sentarme. Mis tías me acariciaban el hombro y no era por cariño, sino para ver de qué tela estaba hecho el vestido. En la familia se hacía un culto de la elegancia, siempre austero.
–A pesar de toda esta vuelta a la simplificación en la moda, ¿pensás que la sofisticación todavía es posible? ¿En dónde radica el espíritu de la elegancia?
–Por lo general, me pasa con alguna mujer, a la que no necesariamente tengo que conocer, que por ahí tiene arrugas, pero que tiene ese encanto, esa cosa que no podés dejar de mirarla. Es una presencia, algo que desprende, un caminar, un modo de sentarse. Y si también puede hablar, es un refinamiento del alma. Acá existe ese mito de que las “argentinas estamos entre las más elegantes del mundo”. Eso ya fue. La revista Vogue retrató a la argentina típica. ¡Era la rubia platinada con labios de silicona, lolas hechas, vestida con jeans ajustados, top blanco y stilettos! Hay tanta cirugía que parece que todos te están mirando a través de una pecera.
–¿Cómo se define el estilo, entonces?
–El poder económico te da más margen para la equivocación. Es verdad que un abrigo bien cortado es mejor que uno mal cortado. Si es lindo en la percha, siempre te va a sumar. Pero también tienen que ver las proporciones, las alturas, el pelo, los excesos. Te puede enamorar algo, pero no tiene por qué ser para vos. Yo no creo en la moda; creo en el estilo. Como decía Madame Chanel, la moda es efímera, pero el estilo persiste. El estilo queda plasmado en un guardarropa que cuenta tu historia. En prendas que se van acomodando a los cambios, mezclándose con otras. También tiene que haber claridad mental para reconocer que hay prendas que adolecen. Madurez es reconocer que aunque algo te entre no quiere decir que sigas teniendo 15 años.
–Siempre se te ve perfecta e impecable. ¿Sos igual puertas adentro?
–Soy prolija hasta la manía. Cuando viajo, nadie en la aduana se anima a tocar mi valija. ¡Está impecable! Viajo hasta con la perchita para colgar la ropa interior y con bolsas para poner la ropa sucia, toda doblada y por colores. ¿Maniática? No lo sé. Es quizás una manera de poner orden al desorden creador. Es extraño, pero creo que esta obsesión sirve para poner cordura en mi alma de artista.
Qué fue el Di Tella
Durante los años sesenta las salas de arte del Instituto Di Tella se colmaron de un clima creativo y de una frenética búsqueda de lo novedoso. De la mano de Rafael Squirru –director del Museo de Arte Moderno– y, luego, del reconocido Jorge Romero Brest, nació una generación de artistas que llevaba consigo un nuevo espíritu de cambio. Estos famosos “jóvenes geniales” tomaron una dirección propia que los distinguió del resto del arte de vanguardia que venía gestándose en los grandes centros artísticos del mundo. No en vano al CAV (Centro de Artes Visuales) del Di Tella se lo solía llamar la “Manzana Loca”. Buenos Aires, así como Córdoba y Rosario, pasaron a experimentar los procesos creativos casi al mismo tiempo que las grandes metrópolis del mundo. París y Nueva York vivían una dinámica creativa casi paralela a la porteña. Entre los artistas más reconocidos de la vanguardia, encontramos a Oscar Bony, León Ferrari, Marta Minujín, Alfredo Rodríguez Arias, Eduardo Ruano, Federico Peralta Ramos, Keneth Kemble y Margarita Paksa, entre otros. A fines de los años sesenta, el golpe de estado de Onganía y la crisis económica llevaron al cierre del Instituto. Hasta hoy, se recuerda esa década como años en los que el cambio fue posible.
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