Sophia - Despliega el Alma

Inspiración

3 diciembre, 2019

«Nadie te prepara para recibir un hijo con discapacidad»

Esta es la historia de Quequi, una querida y valiente lectora de Sophia, que decidió compartir su testimonio para acompañar a quienes transitan por una experiencia muchas veces desafiante y compleja: criar un hijo con discapacidad. Un relato hondo, lleno de amor y esperanza.


La familia Marchesi-Marull a pleno, felices, disfrutando de la vida.

Por Quequi Marchesi de Marull

Ser mamá de un hijo con discapacidad cambió mi vida para siempre. Nadie me preparó para eso. De chica soñaba con un mundo ideal, donde todo era hermoso. Aunque era tímida y me gustaba jugar sola, inventándome una amiga invisible, me divertía mucho leyendo, a veces hasta un libro por día. Amaba los cuentos de hadas, de princesas. Por eso mi infancia fue mágica y sigo conservando esa niña interior aun en los momentos difíciles.

Los años de colegio fueron inolvidables, los disfruté mucho. Sobretodo las clases de Lengua y, más adelante, de Filosofía. Esta última despertó mi vocación y a ella me dediqué a través de la docencia. Pero la vida tenía también otros planes para mí. Me casé con Joaquín y juntos, un día, decidimos que estábamos preparados para recibir a nuestro primer hijo…

Así llegó a nuestra vida Matías.

Lo que no sabíamos era que nuestro bebé nos iba a poner a prueba: Matías nació con una seria discapacidad motora. No es una experiencia fácil tener un bebé con un problema, y mucho menos el primero. Esto pasó hace 48 años y fue debido a una mala praxis médica: estuve tres días internada en fecha de parto, pero no tenía dilatación. Tendrían que haberme practicado una cesárea (de hecho, mis otros cuatro hijos nacieron así), pero en cambio me llevaron a la sala de partos e intentaron que mi hijo naciera naturalmente.

El bebé ya venía con asfixia cuando recurrieron al fórceps.

La peor parte la vivió mi marido: fue él quien lo vio agonizante, violeta y casi sin posibilidades de vida. Pero se ve que esa opción no estaba en los planes de Dios.

Fue terrible enterarme: yo quería ver a mi hijo, pero no me dejaban. Sin embargo, a los siete días Matías se recuperó y lo llevamos a casa, aparentemente sin secuelas. Lo revisó el pediatra, lo vio bien. Recién cinco meses más tarde empezaron las mioclonías (convulsiones). Lo trasladamos inmediatamente a Rosario, de donde es mi marido, para que lo viera un tío suyo, neurólogo infantil. En aquella época no existían los estudios que tenemos hoy, pero los que le hicieron dieron como resultado Síndrome de West, un tipo de parálisis cerebral, para usar palabras fáciles. Le hicieron miles de análisis, lo medicaron y no tuvo nunca más convulsiones.

Cuando volvimos a Buenos Aires empezó una nueva vida, teníamos un bebé divino que debía que hacer una profunda rehabilitación. Su problema era motor y eso le alteraba los movimientos y el habla. Fueron años de kinesiología, foniatría, psicología, etc. Y también de aprender a crecer como pareja y ver cómo retomar, de a poco, nuestra cotidianidad.

Ese no era el mundo ideal con el que yo soñaba de chica. Pero era la vida misma, tan descarnada y hostil como hermosa y digna de ser vivida.

Por entonces yo daba clases de filosofía en el curso de ingreso de la UCA, donde había estudiado. Eran pocas horas y, durante ese tiempo, a Matías lo cuidaban sus abuelas. Pero pronto tuve que relegar mi vocación docente, porque la familia me necesitaba a tiempo completo: habíamos decidido darle hermanos a Matías y así llegó nació Florencia (44). Con todos los cuidados que se puedan imaginar, todo salió bien. Recuerdo que tenía un cochecito para dos y siempre salía a pasear con mis dos hijos por las calles de Belgrano, donde vivíamos.

Nuestro tercer hijo, Joaquín (h), también sufrió un severísimo problema. El nacimiento fue perfecto, pero lo pusieron en una incubadora por precaución, para regular su temperatura. Esa madrugada mi marido sintió la necesidad de pasar por la nursery para verlo. Tremendo fue su estupor al ver la incubadora incendiándose. Él cuenta siempre que, además de buscar ayuda inmediatamente, su gran preocupación fue pensar cómo iba a contármelo a mí.

¿Mi reacción? Además de llorar y llorar sin consuelo, me enojé con Dios, como si él tuviera la culpa. Otra vez la negligencia médica.

Joaquín (h) fue trasladado al Hospital Francés donde pasó un mes en terapia intensiva, entre la vida y la muerte. Sufrió quemaduras en el lado derecho, perdió falanges de la mano y le hicieron trasplantes de piel. Recién pude verlo y tenerlo en mis brazos a los quince días, con suma precaución, porque yo no lograba reponerme de la cesárea (la de antes no eran como las de ahora). Mi marido pidió licencia en el trabajo y estuvo ahí, acompañándolo. Por eso siempre digo que él fue fundamental para mí y para nuestra familia.

Quequi y Joaquín, una dupla inquebrantable. A la derecha, Matías y papá en el mar.

Al mes llevamos a nuestro bebé a casa y otra vez aprendimos a recuperar la normalidad, a pesar de todo. Y a los dos años llegó Victoria (40), de sorpresa. Fue justo cuando Matías empezó el colegio en un centro de rehabilitación. Eso fue un alivio para mí. Dos años más tarde nació nuestro hijo menor, Mariano (38).

La discapacidad como camino

Como decía, cuando la vida me puso frente a tantos dolores mi marido fue un puntal necesario, sin él no hubiera podido. Los dos aprendimos a ser fuertes y a hacer frente a la adversidad. Maduramos a la fuerza y forjamos nuestro carácter, porque nuestros hijos nos necesitaban enteros. En nuestro auxilio acudió la fe, esa que teníamos un poco dormida, pero que tanto necesitábamos. Empezamos a ocuparnos de ella y nos sorprendió descubrir que Dios siempre había estado a nuestro lado.

Esa certeza nos dio paz en los peores momentos.

Con los nenes chicos, antes de que naciera Mariano, nos mudamos a San Isidro para tener una casa con jardín. Mi marido le compró a Matías un karting para que aprendiera a movilizarse, porque no caminaba. Y cuando balbuceada algunas palabras su hermana Florencia enseguida le hacía de intérprete. En el nuevo barrio encontramos gente que nos recibió y nos acompañó con mucho cariño. Comprendimos la importancia de hacer comunidad.

De pronto, nuestro primer hijo ya tenía cuatro hermanos: dos mujeres y dos varones. Y, a pesar de sus dificultades, se había convertido en un niño feliz, lleno de amor, sociable y muy estimulado. Tenía amigos «normales» con los que jugaba al fútbol; todos lo querían y no había nadie que no lo conociera. Eso duró hasta que, al crecer, se le hizo muy difícil aceptar que era tan diferente a los demás. Sus amigos, sus hermanos eran distintos. Entonces comenzó una gran crisis que nos atravesó a todos como familia, porque fue en nosotros en quienes derramó su bronca y su enojo.

Matías (centro) rodeado por el amor de sus hermanos. Todos tuvieron que renacer del dolor.

Fueron años duros, difíciles de imaginar y de contar, pero también hubo espacio para disfrutar y de acompañar los logros de los otros hijos, que también iban creciendo. Hasta que un día nuestro Matías, ese ser tan especial, pudo encontrar la paz. No fue de un día para el otro, claro: antes tuvo que caer, levantarse y volver a caer. Con una diferencia: había descubierto la fe y ahora eso lo impulsaba a ir siempre hacia adelante.

En mi caso, no había lugar para la depresión, aunque a veces me escondía para llorar. ¿Cuál era mi remanso? Leer, como cuando era niña, y también escribir y pintar, sin importar si lo hacía bien. Eso me ayudó a sanar.

Dar testimonio de fe

Matías logró trabajar en la empresa de un amigo (si hay algo en lo que es realmente rico es en su capacidad de forjar grandes amistades). Hasta que hace cinco años, otra vez estalló la bomba: sufrió un ACV que le provocó la pérdida del equilibrio y, desde entonces, usa una silla de ruedas. Claro que esta vez él tenía otra fortaleza, otra calma, otra esperanza.

Hoy sigue con la misma alegría y el empuje de siempre y, a sus 47 años, escribió un libro sobre su vida llamado En brazos de María, que acaba de sacar su tercera edición. Y si alguien le pregunta, él asegura que cumplió todos sus sueños: tuvo encuentro personal con la Virgen María en Medjugorje, hizo infinidad de retiros espirituales y logró encontrar el sentido de su vida, que es dar testimonio y ayudar a otros.

Además, adora cantar.

Este es un fragmento de En brazos de María, el libro de Matías Marull (es el epílogo que escribió hace 18 años, aunque en la edición actual agregó su presente): «Al recorrer las páginas de este libro habrán encontrado varios Matías. En realidad hay uno solo. El externo, el que se ve, es bastante parecido al de cualquier edad y circunstancia y se destaca por sus dificultades corporales. El interno, el de la mente y el corazón, es muy diferente al que fue. Cambió su alegría, su esperanza, su sentido de vida…Varió su pregunta acerca de su dolor, ¡el por qué le cedió lugar al para qué! Sintió que sufrir sirve para ayudar, corregir, sanar y que así es distinto sufrir. Tiene fe y conoce la presencia del Amor«.

Mis otros hijos también aprendieron y sufrieron mucho, cada uno a su modo. Todos tuvimos que nacer de nuevo. Algunos solos, otros con ayuda. Creo que fue cuando su hermano presentó el libro sobre su vida, tan rica y tan fuerte, que lograron comprender y sanar muchas cosas. Ellos y ellas son enormemente talentosos y buenísimas personas.

Por eso me siento muy orgullosa de cada uno de mis hijos.

Entonces llegaron los nietos, ¡son diez y los adoro! Ellos me dan felicidad total que tal vez no pude disfrutar del todo cuando criaba a mis hijos. A mis 72 años soy una persona agradecida con la vida, con Dios y con todas las personas que él puso en mi camino, porque de los dolores y adversidades se aprende y se crece. Todos crecimos. Y sé que si Dios nos permite el dolor, es porque tiene un plan mejor. Lo entiendo recién ahora, mirando hacia atrás. Y por eso siento que soy una privilegiada.

En ese proceso de crecimiento me crucé con Sophia. Yo no compraba revistas, sino libros, pero en ella encontré todos los temas que me interesaban y me hice amiga de «la revista que habla», como le digo. Gracias por darme esta oportunidad de contar humildemente mi historia, no por vanagloria personal sino porque, tal vez, mi testimonio logre abrazar a otras personas que estén viviendo una experiencia similar.

¿Qué le da sentido a mi vida? Los afectos, en primer lugar. La gratitud, la belleza. Escuchar con atención plena a los demás. La fe en Dios, la confianza, el amor, la amistad verdadera. La compasión. Todo lo que hay de verdadero, bueno y bello en el mundo. No perder nunca la capacidad de asombro. Disfrutar. Saber que estoy en el mundo para algo, que soy valiosa, por lo menos para Dios y para los que me quieren. Vivir lo cotidiano como si fuera algo extraordinario. Amo la vida con todas sus oscuridades y luces.

¿Y saben qué? Mi mundo está fielmente retratado en el artículo Soñar despiertos. Cuando la realidad me agobia, me retiro a mi mundo de ensueño, donde todos somos felices.

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