Cristina Morató*
Periodista y viajera incansable, Cristina Morató lleva más de veinte años recorriendo el mundo con su cámara fotográfica. Hoy, casada y con un hijo de 10 años, continúa aventurándose como trotamundos, pero también pasa tiempo en Madrid escribiendo libros donde rescata las vidas de las grandes viajeras de todos los tiempos. Por Agustina Rabaini. Fotos: Gentileza Cristina Morató.
En 1983, Cristina Morató era una joven estudiante de periodismo y venía de realizar su primer gran viaje por América latina. Sentada frente al editor de una importante revista española, se disponía a mostrarle una serie de artículos y de fotos en blanco y negro que retrataban imágenes cruentas de refugiados salvadoreños. Al verlas, el hombre le dijo: “Trae usted un buen material. Dígale al fotógrafo que venga y discutiré el precio con él”. Ella, que no sólo había escrito los textos de la nota y los epígrafes para las fotos, no tardó en responder: “No es necesario que llame al fotógrafo. Es una mujer, la tiene usted delante y puede discutirlo ahora mismo”.
Con esa firmeza y determinación, Cristina fue edificando, a lo largo de dos décadas, una amplia trayectoria como periodista y fotógrafa. En los años ochenta y noventa, viajó incansablemente por África, Asia y América latina, y se dedicó a realizar reportajes sobre la situación de las mujeres en el mundo.
Primero investigó sobre las señas de identidad de pueblos indígenas –los mayas, los indios amazónicos, las tribus del norte de Tailandia–. Luego se ocupó de rescatar las historias de decenas de viajeras olvidadas por la historia. Por último, para escribir su cuarto libro, Cautiva en Arabia (2009), viajó a Oriente Medio y reconstruyó la biografía de Marga D’Andurain, una aventurera y espía vasco-francesa muy controvertida que, en los años treinta, vivió en Siria y trató de llegar a La Meca.
–Cristina, contaste la vida de muchas mujeres en tus libros y artículos. ¿Cómo fue tu propio recorrido?
–Mi vida no ha sido tan apasionante como la de las antiguas viajeras, mis antecesoras, pero no estuvo mal (se ríe). Nací en Barcelona y todo comenzó cuando me puse a estudiar periodismo en la Universidad de Ciencias de la Información de Bella Terra. Ya de chica tenía el “gusanillo” de los viajes; me gustaban los libros de Rudyard Kipling, Jack London y Joseph Conrad, y tenía una idea demasiado romántica de lo que eran los reportajes de guerra. En 1982, con apenas 20 años, decidí viajar a América central para hacer mi primera experiencia como reportera y fue simpático porque ni siquiera tenía una credencial de periodista. Trabajaba en una revista femenina llamada Hogar y moda y me presenté en Managua con el carnet ¡para cubrir la llegada de los sandinistas al poder! Con ganas de ver el mundo y conocer otras realidades, logré que me acreditaran junto a los mejores periodistas.
–¿Cómo fue enfrentarte con todo aquello?
–Fue una experiencia dura, una especie de descenso a los infiernos donde pude adaptarme a situaciones difíciles, pero donde también entendí que no iba a poder ser reportera de guerra; no tenía estómago para ello. En Nicaragua, Honduras y El Salvador, pude realizar reportajes en campos de refugiados, retraté la vida de los indios misquitos y me enfrenté por primera vez con la injusticia social y la muerte. Hasta entonces, yo vivía en una ciudad europea, rodeada de comodidades, y no sabía que del otro lado del mundo los derechos humanos estaban por los suelos. Fue un primer bautismo de fuego, que me sirvió para darme cuenta de que quería seguir viajando… En los años siguientes, me dediqué a realizar reportajes sobre la situación de las mujeres en los países latinoamericanos y también en África, donde pasé largas temporadas.
–En 1985 trabajaste en Congo como Intendente de la Cooperación Sanitaria Española. ¿Qué recordás de esa experiencia?
–Dos años después de mi primer viaje al África, volví al antiguo Zaire, actual República Democrática del Congo, y pasé nueve meses inolvidables. Mi vida allí no fue a lo África mía. Mi trabajo consistía en velar porque no les faltara nada a los médicos y a las enfermeras del hospital de Buta. Tenía a mi cargo a veinte empleados nativos que, al poco tiempo de llegar, me llamaban Madame Matata, que en lengua swahili significa “mujer problema” (se ríe). Me llamaban así porque tuve que despedir a algunas personas que me robaban material y víveres del almacén. Por fortuna, más allá de la anécdota de “Madame Matata”, los meses pasaron sin percances y a ese viaje le siguieron muchos otros. Estuve en Uganda, Tanzania, Kenia, y en 1993, viajé con el escritor Javier Reverte para hacer una serie de reportajes sobre los grandes exploradores británicos en busca de los mitos africanos.
–¿Así llegaste a descubrir a las mujeres viajeras?
–En realidad, cuando empecé a viajar a África en 1983, ya oía hablar mucho de las historias de los grandes exploradores, en especial de los británicos que recorrieron el continente africano en busca de los grandes mitos: las fuentes del Nilo, las Montañas de la Luna… Un buen día, para mi sorpresa, alguien me comentó que, además de Mary Livinsgtone –la esposa del doctor Livingstone, el primer hombre que atravesó el continente africano–, los más importantes exploradores británicos, como Stanley y Burton, viajaban acompañados de sus esposas. Las viajeras que en el pasado recorrieron los desiertos de Oriente Medio lo hicieron influenciadas por la lectura de Las mil y una noches, un libro que se pasaban de mano en mano y que las trasladaba a un mundo de caravanas, beduinos y harenes. En aquella época, el mundo casi no estaba cartografiado.
–¿Cómo eran estas mujeres que, en el siglo XIX, viajaban de Londres a África o a Oriente Medio?
–Ellas fueron mujeres extraordinarias que querían romper con la rutina de sus vidas. Siempre me llamaron la atención; en especial, las viajeras británicas del siglo XIX. En la Inglaterra victoriana, donde las mujeres nacían para casarse y tener hijos, emulando a la reina Victoria, que ellas fueran capaces de liarse la manta a la cabeza, romper con los convencionalismos y prejuicios sociales y lanzarse a ver el mundo las convertía en “las” auténticas aventureras. En aquella época, las mujeres que viajaban solas eran consideradas mujeres de dudosa moralidad, se las tachaba de feas, masculinas y de “marimachos”.
–¿Qué las impulsaba a viajar?
–La curiosidad y el afán de aventura. En el siglo XIX, ellas eran, para los ojos de muchos, unas locas y unas excéntricas, pero hoy se sabe que hicieron aportes interesantísimos al mundo de la ciencia, la geografía y la historia. Las exploradoras viajaban con fines científicos, para conocer el mundo y explicarlo después. Algunas de ellas, como la inglesa Mary Kingsley, que viajó en 1895, realizaron los estudios de campo más importantes hasta la fecha en la entonces desconocida África occidental. Lady Mary Montagu fue la primera mujer occidental que entró en un harén y descubrió, en un viaje a Constantinopla, una vacuna contra la viruela que llevó a Londres en 1717. Otras, como Alexandra David-Néel, se convirtieron en reputadas orientalistas; los libros y relatos de sus viajes por el Tíbet y sus estudios sobre el budismo resultan aún hoy imprescindibles para entender esta filosofía y la forma de vida en el País de las Nieves.
–En su mayoría, eran mujeres aristocráticas o religiosas, de familias pudientes. ¿Tener dinero era condición excluyente?
–Sí, el tener dinero facilitaba que pudieran emprender viajes tan largos y costosos porque, a diferencia de los hombres, a ellas no las financiaba ninguna sociedad geográfica. Estas mujeres tenían que contratar caravanas que podían llegar a tener hasta cincuenta camellos, para llevar los pellejos de agua y los víveres, y luego tenían que contratar a una escolta de soldados. Además, debían pagarles una suerte de peaje a las tribus beduinas de los territorios que cruzaban, a cambio de protección… Los viajes eran arduos y les exigían una fortaleza extraordinaria. Durante el recorrido, tenían que intentar no acercarse a donde había peste y cólera; debían evitar enfermarse porque no había vacunas.
–¿Qué más las diferenciaba de los hombres?
–Los exploradores del siglo XIX solían viajar patrocinados: llegaban a un lugar, plantaban la bandera y volvían cuanto antes para contar sus descubrimientos. Era como una competición deportiva. Las mujeres, en cambio, viajaban para conocer y aprender. No tenían prisa, iban a otro ritmo y compartían sus vidas con los nativos. A diferencia de los hombres, ellas relatan sus viajes con mucha humildad. Estas mujeres, que a lo mejor habían dado la vuelta al mundo y se habían enfrentado con los caníbales y las fieras, jamás hablaban de los peligros que afrontaron y tenían una admirable capacidad de adaptación y sentido del humor.
–Cristina, como ellas, vos también viajaste incansablemente a lo largo de veinte años. ¿Qué te lleva a viajar?
–Después de escribir los libros y de viajar por todos lados, me doy cuenta de que tengo mucho en común con ellas. A ellas los viajes les permitían huir de la monotonía y disfrutar de una libertad de movimiento y de pensamiento impensable para una mujer en esa época. Yo también empecé a viajar para salir un poco de la rutina, conocer otras culturas y conocerme mejor a mí misma. Yo no viajo apurada, con el objetivo de acumular países y kilómetros. Para mí viajar es, sobre todo, una escuela de vida.
–Con esta vida un poco nómade, ¿cuándo encontraste tiempo para casarte y formar una familia?
–He tenido la suerte de encontrar a un hombre que respeta mi pasión por los viajes y la escritura. Con José, un cordobés del sur de España, llevo doce años y nos casamos en una aldea maya, en Chiapas. Cómo será mi pasión por el tema de los textiles mayas que terminé casándome en una aldea maya donde había estado trabajando con las tejedoras del lugar. Antes de conocer a mi marido, les había comentado que si me casaba, lo haría en la pequeña y encalada iglesia que tenían en la aldea, y así fue.
–¿Tu marido también viaja por trabajo?
–Sí, José es ingeniero de telecomunicaciones y trabaja en una empresa. Él viaja mucho porque lleva temas de exportación e importación de material médico, pero son viajes de negocios, distintos de los míos. Cuando llega el verano, siempre nos vamos de viaje los tres, con nuestro hijo, Alejandro. Tiene 10 años y viajamos desde que tiene ocho meses; me lo llevaba en una mochilita. Su bautismo de fuego fue la Riviera Maya y ya hemos estado en México, en Marruecos, en Tailandia…
–¿Cómo equilibrás la vida profesional con tu matrimonio y la crianza de Alejandro?
–Renuncio a los viajes largos que hacía antes, que podían durar tres meses. Ahora intento que no duren más de dos semanas y estoy la mayor parte del tiempo posible con mi hijo. Además, si tengo un viaje de trabajo al que puede venir mi familia, nos vamos los tres juntos. Por otra parte, he dejado de trabajar en televisión –durante años fui reportera y directora de programas–, un mundo que representaba mucho más estrés que la experiencia de los viajes. Ahora puedo quedarme escribiendo en casa sin alejarme de mi familia.
–Cristina, después de tantos encuentros con mujeres y hombres del mundo, ¿hay alguien que te haya enseñado o marcado especialmente?
–Las personas que más han quedado grabadas en mi corazón han sido mujeres anónimas de América latina o África, que me demostraron que, a pesar de las dificultades y de verse envueltas en toda una espiral de miseria y de dolor, son capaces de sonreír, de seguir adelante y de no tirar la toalla. Muchas de ellas viven amenazadas por la desertización, tienen que hacer quince o veinte kilómetros para poder acarrear agua y viven preocupadas por sacar adelante a sus hijos, pero cada mañana se levantan, se visten y se enfrentan con una realidad tremenda sin perder la esperanza. Ellas me dieron las lecciones más grandes.
*Nació en Barcelona, en 1961. Trabajó como periodista, escritora y directora de programas de televisión. Es miembro fundador y vicepresidenta de la Sociedad Geográfica Española. También es miembro de la prestigiosa Royal Geographic Society de Londres.
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