Muchos de nosotros les damos a nuestros hijos todo lo que nos piden, en el afan de no frustrarlos. ¿Pero que hay detrás de ese Sí a todo? ¿Evitar hoy la frustración los hace más fuertes para el día de mañana? Por Isabel Martínez de Campos. Foto: Getty Images.
Días atrás, en una fiesta de cumpleaños, había dos chiquitas de 5 años. Estaban alrededor de la mesa de comidas. Una comía feliz lo que le ofrecían. La otra lanzaba gritos al aire. “Quiero jugo, no me gusta la gaseosa. ¡Jugo, jugo, Jugo!”, exclamaba desencajada mientras sus pies golpeaban contra el piso.
Imaginar el detrás de escena de la vida de esas chiquitas no era difícil. A una, en su casa, seguramente le ponían límites, le decían: “Esto sí, esto no”, “Se come lo que hay”. A la otra, no. Se notaba que su reacción era de alguien que sabía que con una pataleta se podían obtener beneficios. Pero en ese preciso instante –y por regla natural de la vida– estaba empezando a comprobar, con inmenso dolor, que afuera la ley es igual para todos, que no hay privilegios.
La realidad de la vida
Los vemos a diario, en el supermercado, en la calle. Lo vivimos en carne propia, en las casa de amigos y en la nuestra. Chicos que sacan todo de las góndolas, que se tiran en la vereda si no les compran el chupetín o que saltan en los sillones sin que los padres les digan nada. Nos cuesta retarlos. No queremos que sufran. Pero cada vez hacen más berrinches para obtener lo que desean. ¿Estaremos educando bien? ¿Quién va a ser más feliz el día de mañana: el chico que siempre hizo lo que quiso o aquel que aprendió que en la vida hay tiempos de espera, que hay que poner empeño para lograr los objetivos y que no se puede tener todo cuando uno quiere y ya?
Intrigadas, salimos a buscar respuestas en los especialistas. Resultó fácil que contestaran: tenían bastante que decir y lo tenían claro. Ya se están viendo los resultados de esta educación. La falta de límites trae aparejados, a la larga, problemas de conducta e incluso adicciones. Los especialistas se muestran implacables, casi enojados, con los padres por no poder cambiar la situación. Piensan que esto de darles todos los gustos a nuestros hijos los está afectando mucho, que no los estamos ayudando a crecer. ¿Qué nos pasa? ¿Por qué no nos animamos a decir no? Al decirles a todo que sí ¿les estamos haciendo un bien?
“Decirles a los hijos que sí a todo es prometerles un mundo perfecto, que nada tiene que ver con la vida real. Cuando les doy todo lo que quieren, les estoy armando un universo de fantasía, donde supuestamente no existe el sufrimiento. Esto, a la larga, trae numerosas complicaciones, porque son chicos a los que les va a costar mucho aceptar las frustraciones cuando sean grandes. En definitiva, van a sufrir mucho más”, afirma muy convencida Eva Rotenberg, autora del libro Hijos difíciles, padres desorientados.
Muchas veces los padres tapamos carencias propias con los hijos. “Un papá que teme que su hijo sufra seguramente tiene algún sufrimiento en su historia. A él le pasó algo. Es un tema de él, no del chico. Por mejor intencionado que sea, no está viendo la necesidad de su hijo, sino que está mirando su pasado”, comenta Rotenberg. Sus palabras sonaron fuerte, pero no cayeron en saco roto. En nuestra generación, tuvimos carencias afectivas; muchos de nuestros padres estuvieron presentes pero sin conexión emocional. Era una formación que se basaba en el deber y no tanto en el ser. Resultado: muchas veces pecaban de autoritarios. Nosotros quisimos hacer todo lo contrario. No queremos que nuestros hijos sufran. Sin embargo, algo nos está saliendo mal.
La sobreprotección
“Es importante tener en cuenta que educamos a futuro y que los chicos caprichosos de hoy serán los hombres débiles de mañana, atrapados en la satisfacción de sus propios deseos, sin poder elaborar proyectos de vida porque siempre han tenido todo servido; sin poder resolver conflictos porque siempre se les han resuelto todos los problemas; sin saber tomar decisiones porque han tenido todo lo que han querido. Sin duda, este tipo de formación sólo provoca sufrimiento y desesperanza, ya que no saben esforzarse ni luchar para adquirir bienes superiores en relación con las personas”, afirma Cristina Arruti de Alais, orientadora familiar de la Universidad Austral. Si a los chicos se les da todo lo que quieren, se los acostumbra a recibir inmerecidamente y sin esfuerzo. Los chicos, igual que los adultos, necesitan de normas, pautas, hábitos y límites que les permitan desarrollarse y madurar para poder insertarse en la sociedad. “Si cada vez que quieren algo se los damos por el mero hecho de que lo pidan, es lógico que cuanto más tengan más van a querer. Los chicos no necesitan cosas para ser felices; necesitan padres presentes que les dediquen tiempo en cantidad y calidad suficientes para dialogar, salir, ver una película, ir a la plaza o andar en bicicleta”, dice Alais.
La unanimidad de opinión de los especialistas resulta notoria. Todos coinciden en que lo que estamos haciendo no está bien. La psicóloga Maritchu Seitún de Chas, experta en charlas para padres, suma una opinión más: “Cuando nos animamos a decirles que no a nuestros hijos, los fortalecemos para tolerar los inevitables no de la vida. En cambio, cuando decimos que sí, ellos no practican este fortalecimiento. Además, prefieren quedarse cerquita de mamá porque a su lado todo se puede y está bien, y en cuanto se aleja vienen los dolores y las frustraciones. Tolerar el no de mamá, y que ella comprenda lo que su hijo siente y lo acompañe en su dolor, le permitirá después hacer lo mismo cuando está solo, acompañado por el recuerdo de mamá (ahora internalizado), con un yo más fuerte y pleno de recursos”, afirma. Al escuchar a los expertos, es inevitable pensar que estos chicos no van a querer salir de casa y que nos vamos a arrepentir. A veces, los padres creemos que nuestros chicos van a ser chiquitos toda la vida. Sin embargo, cuando crecen, ya no resultan tan graciosos con sus berrinches, y da mucho más trabajo que lo entiendan cuanto más grandes son. “Cuando los chicos satisfacen todas sus necesidades apenas se presentan, eso les impide mirar más lejos, canalizar esa energía hacia objetivos más elevados, no tan concretos. Esta falta de frustración en los chicos quizá sirva para explicar por qué los adolescentes de hoy muy pocas veces tienen ‘sueños imposibles’ o ideales que vayan un poco más allá del iPod, la PlayStation o el teléfono celular”, afirma Seitún de Chas. Por lo que se ve, necesitan satisfacciones rápidas y resultados inmediatos.
El cambio necesario
Al ir escuchando las respuestas, la sensación fue de angustia. Sí, ya sabemos que éstos son los riesgos que estamos generando en nuestros hijos. Pero ¿cómo hacemos para cambiar? Al fin y al cabo, somos analfabetos en este tema. Sabios en materia de emociones, pero ignorantes en cuanto al mundo de límites. “Hay que explicarles que no se puede tener todo, aunque se disponga del dinero, porque las cosas más importantes de la vida no se pueden comprar. Para eso, el ejemplo resulta indispensable, así como saber valorar las pequeñas cosas. No se puede tener todo lo que se quiere, y ahí radica la felicidad: en la “espera” de que en algún momento, se podrá alcanzar. ¿Es fácil? Por supuesto que no, pero se trata de los hijos y nada es simple ni inmediato en educación. Dependerá de las prioridades de cada uno”, opina Arruti de Alais.
A los ojos de esta experta, hay cosas que los chicos pueden decidir y otras que no, dependiendo de la edad, la situación y el momento. Un chico de 3 años no puede decidir qué va a comer, uno de 12 no puede decidir a qué hora volverá de una fiesta y un adolescente no decide sobre el presupuesto familiar. “Sin embargo, es importante que sepan tomar decisiones acertadas: ésa es la base de la responsabilidad. No tienen que desalentarse cuando las cosas no salen como esperaban. No tienen que conformarse, deben buscar siempre la forma de mejorar y hacerse cargo de las decisiones tomadas. Si quieren anotarse en natación, por ejemplo, deben pensar primero en el esfuerzo que significará, el tiempo que llevará y si pueden hacerlo. En caso de que aun así elijan inscribirse, entonces, deberán mantener su decisión”, concluye Arruti de Alais. Decirles no a nuestros hijos nos cuesta pero, por lo visto, decirles sí no es lo mejor para ellos. Tal vez nuestra única salida sea elaborarlo. Entender que nuestra costumbre de darles los gustos no los está ayudando a crecer. Sólo así van a ser felices.
Pautas que ayudan
Por Maritchu Seitún de Chas
1. Debemos ser coherentes y consistentes en el ejemplo que damos de tolerancia a la frustración y de nuestra capacidad para esperar, para esforzarnos en pos de un objetivo. No podemos pretender que ellos acepten nuestros no si no ven que nosotros también aceptamos los no de la vida: paro en el semáforo rojo, espero mi turno, no compro el teléfono celular de última generación si no lo puedo pagar, etc. Ellos hacen lo que ven mucho más que lo que les decimos.
2. Cuando el bebé tiene que esperar que la mamadera se caliente, ya le estamos enseñando. El tema adquiere más fuerza entre los 2 y los 3 años porque descubren que pueden no estar de acuerdo con su mamá y surgen muchas batallas. Mientras son chicos, es más fácil sostener los no por nuestra presencia física, pero el tema suele complicarse cuando crecen.
3. Dejemos que los chicos tomen decisiones acerca de cuestiones donde nadie se perjudique seriamente. Es bueno que se equivoquen y paguen las consecuencias. Cuando se hayan gastado en figuritas toda la plata que les damos por semana y no les quede para un helado, van a aprender mejor a administrar su plata que si les damos discursos.
4. Los chiquitos (2 o 3 años) quieren decidir. Es muy útil dejarlos elegir algo, aunque no lo principal. Por ejemplo: “Te vas a bañar. ¿Te llevo a caballito o te corro una carrera?” o “Tenés que abrigarte.¿Suéter o buzo?”. Esto hace que sientan que decidieron sobre algo y se calman, además de practicar la toma de decisiones para más adelante.
Carta de un padre
Por Eduardo Cazenave*
Con el objetivo de lograr a toda costa que nuestros hijos no sepan qué es la frustración, los protegemos demasiado y les damos cualquier gusto. El resultado: chicos infelices, dependientes, aburridos, sin intereses concretos y que no conocen el significado del esfuerzo.
Cuando apareció la psicología, descubrimos qué era la frustración. No faltó mucho para que algunos psicólogos la volcaran a la educación y nos convencimos de que era horrorosa, mala palabra y la esquivamos tanto cuanto pudimos, en especial para nuestros hijos.
Todo se lo dimos al alcance de la mano, para que no se frustraran; respondimos inmediatamente a sus deseos, para que no sufrieran; los llenamos de juguetes, televisores y PlayStations, para que no se aburrieran. No reprimimos sus impulsos, para que fueran libres y espontáneos; fuimos al colegio a quejarnos porque la maestra era injusta y los chicos estaban siendo sobreexigidos con deberes, lo que no les daba tiempo para ir a las clases de tenis, de taekwondo, comedia musical y batería. Nos pidieron ir al boliche y les dijimos que sí, nos pidieron el auto y les dijimos que sí, nos pidieron y nos pidieron y a todo les dijimos que sí. De pronto, nos dimos cuenta de que crecieron rodeados de todo, sin frustraciones, Sin embargo, extrañamente, no son felices. Siguiendo el consejo de un amigo, le hicimos a nuestro hijo un psicodiagnóstico y, entre las características que surgieron, el licenciado López nos marcó que tiene “baja tolerancia a la frustración”, que ante cualquier dificultad u obstáculo que se le presente rápidamente “tira la toalla” y se deprime.
Nos dijo que tiene baja su autoestima, que no sabe qué es lo que quiere y que tengamos cuidado con las conductas adictivas, ya que ante todo lo que le brinde placer no puede posponer el estímulo hasta verlo saciado. No sabe qué estudiar ni qué hacer de su vida. Sólo disfruta viendo la televisión, en especial un reality donde varios jóvenes no hacen nada. La computadora le fascina, aunque está muy lenta y eso lo enfurece. El deporte le divierte, pero no le gusta entrenar y, como bajó su rendimiento, prefirió no jugar más antes que soportar los malos resultados.
No puede proyectarse en el futuro formando una familia, ya que no cree en la fidelidad y piensa que los hijos dan mucho trabajo. Quiere ser famoso, poderoso y millonario, si es posible las tres cosas juntas, siempre que las consiga por herencia, por ganar un concurso o vaya a saber uno por qué razón. El psicólogo nos sugirió terapia, pautas claras en casa y que, si no estudia, trabaje. Que si quiere seguir viviendo con nosotros, sus padres, se acomode a las reglas familiares, que asuma responsabilidades concretas y que empiece a planear su futuro.
Nos aconsejó no darle plata para sus salidas, sino más bien que él mismo genere sus ingresos. Que lo contengamos y que por su propio bien le hagamos ver que ya no es un chico, que las cosas en la vida no se dan gratis ni por obra de magia, que la casa en la que vive se hizo y se mantiene por nuestro esfuerzo, que lo bueno cuesta alcanzarlo. En fin, nos dijo tantas cosas que con mi mujer hemos decidido cambiar de psicólogo. Lo que éste nos dijo no nos gusta. Lo último que queremos es que nuestro hijo se frustre.
*Eduardo Cazenave es rector general del Colegio San Juan el Precursor y profesional de la Fundación Proyecto Padres. Agradecemos a Economía para Todos, en la Argentina, que nos permitió gentilmente reproducir este texto.
ETIQUETAS crianza hijos padres sobreprotección
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