Salud
1 octubre, 2015 | Por María Eugenia Sidoti
Lo que la medicina no me enseñó
Son médicos que decidieron ejercer su profesión desde otro lugar, dándoles tanta importancia al diagnóstico y a la medicación como a la palabra de aliento y al abrazo. Hoy nos cuentan lo que aprendieron una vez terminada la facultad, cuando descubrieron que, para curar, hacía falta mucho más que estudiar.
«Los médicos debemos acompañar y consolar siempre»
Dra. Mercedes Molinuevo
Nació en Rauch, provincia de Buenos Aires. Siempre soñó con hacer de su trabajo un lugar de encuentro, la posibilidad de darles contención a quienes sufren. Estudió Medicina en La Plata, se especializó en rehabilitación y comenzó a trabajar en diversas entidades. Mamá de Francisco, de 6 años, actualmente es la jefa de Rehabilitación de ALPI.
«Desde chica, nunca tuve otra respuesta a la pregunta ‘¿Qué vas a ser cuando seas grande?’. Tener dos abuelos y un padre médicos, a quienes admiraba mucho, sin duda orientó mi vocación. En una de las primeras clases de Medicina, la profesora me preguntó por qué estaba ahí y yo contesté: ‘Para ayudar a los demás’. Pero no imaginaba que, al momento de ejercer la profesión, serían los pacientes quienes me darían más a mí.
En la carrera se utilizan muchas horas para conocer gérmenes y medicamentos, pero pocas para compartir las reacciones humanas frente a la enfermedad y desarrollar valores para ejercer la profesión. En mi caso, siempre vi a un ser humano en cada paciente; por eso, nunca me gustaron las clases delante de la cama de hospital, revisando en grupo.
Los momentos más duros, sin duda, fueron aquellos en que tuve que acompañar en el proceso de morir a dos mujeres jóvenes y sus familias, algo poco frecuente en mi especialidad. Ahí me di cuenta de lo difícil que era ‘estar’ con el paciente, y de que sin una preparación espiritual más profunda, no iba a poder enfrentarlo la siguiente vez…
El trabajo con personas con discapacidades o capacidades diferentes demuestra cómo el valor de una persona no se encuentra en sus posibilidades de moverse o de expresarse, sino en algo más profundo y no visible. Cuando los pacientes atraviesan el doloroso proceso de perder alguna función física, secuela de una lesión traumática o enfermedad, las reacciones pueden ser similares, pero lo que cambia en cada uno –y depende de su riqueza espiritual y de su proyecto de vida– es la posibilidad de recuperarse y transformarse. Quienes encuentran un motivo para vivir que los excede y buscan trascender su realidad física tienen más posibilidades de sanar, si no el cuerpo, el alma.
Las dificultades en la relación médico-paciente existen, y nosotros también las padecemos: nos encontramos regulados por instituciones o sistemas financiadores que establecen tiempos de atención cortos y cuyos recursos son asignados en gran parte a estudios diagnósticos, medicamentos y sistemas de apoyo, en lugar de dar más tiempo para que cada médico pueda dedicarle a su paciente, para escucharlo y conocerlo.
En mi vida he tenido grandes maestros, pero elijo en primer lugar a mi padre, un médico de pueblo, quien hizo de la medicina su vida, en el lugar donde nací. Él solía decirme: ‘Curar a veces, aliviar a menudo y acompañar siempre’ (y entonces cambiaba el final, diciendo ‘consolar siempre’). De chica me gustaba hacer domicilios con él, curiosa por saber por qué iba a las mismas casas todos los días. Después entendí que acompañaba en la etapa final a pacientes graves, algo casi imposible de practicar con los sistemas médicos actuales.
Otra de mis grandes maestras ha sido la doctora Graciela Giglio, quien me enseñó el respeto y el amor por mi especialidad: la fisiatría. Y el doctor Lucio Serra, quien me estimula a enriquecerme como ser humano porque, como dice: ‘No se puede dar lo que no se tiene’. Cuando los padecimientos ajenos vuelven la profesión cuesta arriba y necesito recuperar fuerzas, leo al doctor René Favaloro, ese gran ejemplo médico argentino.
Pero de quienes más he aprendido es de mis pacientes y de sus familias, porque muchos lograron superar la adversidad, transformando ese dolor en algo positivo, superador . Ser partícipe de ese milagro no me permite confundirme, perderme entre lo importante y lo secundario, entre lo superficial y lo profundo.
Entonces recuerdo a Fiama y su mamá, quienes permanecieron internadas durante seis meses para la rehabilitación de un trauma cerebral por la caída de un caballo. Fiama murió, y su madre estudió Enfermería y se dispuso a asistir a los pacientes más vulnerables de su pueblo. También pienso en Ariel, un nene que llegó con traumatismo cerebral luego de accidentarse mientras cartoneaba junto a su papá. Tenía 8 años y consiguió una buena recuperación. Pero cuando le dije a su mamá que ya podía volver a estudiar, se acercó y me dijo, muy serio, que su padre había muerto y él tenía que trabajar. Sentí que era más viejo y más sabio que yo, y que no solo debíamos rehabilitarlo, sino devolverle su derecho a ser niño.
Mi hijo aprendió tempranamente que no todas las enfermedades pueden ser curadas por los médicos, porque en la salud y en la vida se juegan muchas cosas. Eso le dije cuando me preguntó por qué no bajaba del cielo a su abuelo, mi papá, para curarlo. Él, que conoce el ámbito donde trabajo y le resulta normal ver a las personas con sillas de ruedas y bastón, va aprendiendo a valorar a los demás por lo que son, y no por lo que tienen, o por su aspecto o posibilidades físicas. Como madre, siento que ese es el mayor aporte que puedo hacerle desde mi profesión”.
«La ética basada en la solidaridad y la cooperación es lo único que puede salvar al ser humano»
Dra. Haydée Echeverría
Es doctora en Filosofía, especializada en Psicogenética. Hizo materias de Medicina y fue profesora de Psicología. Trabajó en el Hospital Garrahan con niños que sufrían enfermedades crónicas. El dolor y el sufrimiento ajenos encendieron en ella una lucecita: la de ayudar a los chicos y a sus familias a ver la enfermedad desde otro lugar. Actualmente dirige la carrera de Psicopedagogía de la UNSAM.
Empezó a trabajar en 1955, con una idea revolucionaria: que a la enfermedad de cada niño había que enfocarla dentro de su entorno. Síndrome de Down, autismo y distintas discapacidades aparecían como problemas para tratar sin tener en cuenta nada más que ese diagnóstico puntual en ese paciente puntual. Eran épocas en las que nadie se preguntaba qué pasaba en su familia, cómo repercutía en padres y hermanos. Ella fue pionera en proponer ampliar la mirada.
“Fue un camino costoso y uno de los grandes obstáculos fue que muchos doctores no creían que el trabajo en equipo podía potenciar las capacidades de esos chicos si se los intervenía tempranamente. Por suerte, hoy estamos cada vez más cerca de unir la parte médica con la educativa y, sobre todo, con el involucramiento familiar”, cuenta Haydée, quien ya por aquellos años promovía las reuniones familiares en el consultorio, incomodando a los propios médicos, quienes hasta entonces atendían a solas a sus pacientes.
“En general, han sido las mujeres, madres y hermanas quienes resultaron más proclives a aportar al sostenimiento de ese trabajo. Pero para todos, mujeres y varones, se trata de una herida narcisista enorme tener a alguien con discapacidad en su núcleo”.
Haydée dice que todavía falta, sobre todo en el área de políticas públicas, pero que está trabajando para dejar su granito de arena a las nuevas generaciones: “En el Hospital Fernández creamos la carrera de Especialización en Intervenciones Tempranas junto a la doctora Graciela Basso, con la idea de compartir la importancia que tiene trabajar juntos –médicos, educadores, fonoaudiólogos, kinesiólogos– en un proyecto común del que también formen parte los chicos y sus familias. Los médicos deben aprender a quebrar las distancias y a no pensar a los pacientes como casos, sino como personas insertadas en un contexto”.
¿Su preocupación? “El comportamiento ético de los profesionales, porque la ética basada en la solidaridad y la cooperación es lo único que puede salvar al ser humano”. Pero es optimista: “Veo a médicos jóvenes con una gran integridad, que miran al otro multifocalmente. Nuestra batallita ganada sería que las nuevas generaciones sean menos pragmáticas… Tal vez yo no voy a estar para verlo, pero espero que vengan buenos tiempos para la salud y la educación”.
«Debemos dejar la coraza afuera del consultorio»
Dr. Ramiro Quintana
Trabaja en fertilidad desde 1986 y está a cargo del Servicio de Reproducción Humana del Sanatorio La Trinidad. Privilegia la importancia de las emociones en la curación y asegura que los profesionales “deben poner el cuerpo”. Su desafío es trabajar en la preservación de la fertilidad en pacientes oncológicos. De sus cuatro hijos, dos son médicos.
«Yo, que siempre había querido ser abogado, un día pasé por la puerta de la Facultad de Medicina y sentí el llamado. Pero fue cuando empecé a estudiar que se despertó en mí la pasión. Al ser humano detrás del cuerpo lo descubrí tiempo más tarde: soy de la época en que primero te enfrentabas al cadáver. Recién se veía un ser vivo en cuarto año ¡y era mucho más impresionante! Escucharlo respirar, hablar, adivinar su dolor, verlo desanimado; pensar en atravesar algún día su sufrimiento.
La medicina es un aprendizaje constante y en mi especialidad me encuentro con la búsqueda de la vida. Eso me lleva a cuestionarme cosas; por eso, aprendí a no juzgar a las personas y a intentar estar ahí para ayudarlas. Esta especialidad permite ver en el otro a un ser, no solo a un paciente. Y el ‘no’ nunca se impone, porque cuando alguien desea tener un hijo, siempre puede tenerlo: a través de una relación sexual, de un tratamiento de fertilidad simple o complejo, por medio de una adopción, a través de enfocar ese amor en sobrinos o hijos ajenos…
Porque me ha tocado ser paciente, entiendo lo que uno quisiera tener del otro lado cuando se sienta en el sillón de las dudas y de los miedos. Los pacientes podemos comprender que existan errores, pero nunca que medie la indiferencia.
Cuando comencé a hacer fertilización in vitro en un centro de fertilidad, recién había terminado mi residencia en el que ahora es el Hospital Evita de Lanús, donde, en mi última guardia, atendí a Juana, a quien le faltaba una trompa y entró con la otra estallada. No tenía otra opción más que sacársela y dejarla estéril. Cuando vi que el tratamiento in vitro permitía a las mujeres sin trompas tener hijos, llamé a ese hospital, pedí sus datos y la ubiqué para ofrecerle el tratamiento sin pagar los honorarios médicos, que eran carísimos. Aunque no logró un embarazo, que habría sido un hermoso final, fue mi primer encuentro con el deseo de no bajar los brazos aun ante los peores escenarios.
Con los años digo que mi mayor éxito no es conseguir embarazos, sino que mis pacientes, se hayan embarazado o no, me sigan viendo a mí. Que confíen y se sientan acompañadas, que lloren conmigo y me pidan un abrazo luego de la inyección. La palabra ayuda a sanar y en estos años de profesión aprendí a ser más humilde, a entender que no soy dueño de nada; ni de la vida ni de los diagnósticos. Y que cuando el otro cree, todo es más fácil. Por eso, debemos dejar la coraza afuera del consultorio”.
Por María Eugenia Sidoti. Fotos: Estefanía Landesmann. De la edición impresa.
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