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Sociedad

19 diciembre, 2022

Lo que aprendimos del mundial

Nos guste o no el fútbol, ayer todos los argentinos nos hermanamos en el mismo espíritu: el de sentirnos parte de algo mayor. ¿Por qué no vivirlo cada día y no solo al ganar la copa del mundo?


La celeste y blanca, emblema de un país que transita un cambio de consciencia.

Por María Eugenia Sidoti. Fotos: Fran Orive.

Qué marea de emociones nos arrasa. Pleno mes de diciembre, una final agónica y el resultado tan ansiado. La copa tardó treinta y seis años en volver a llegar. Pero llegó. Campeones, decía la televisión. «¡Es un sentimiento, no puedo parar!», gritaban desde los balcones. Con el último penal que pateó Gonzalo Montiel se hizo oír el grito de desahogo para ese nudo en la garganta que se tejió durante horas. El país entero vibró. Entonces Lionel Messi, el gran Capitán, levantó la copa. Después de tantas críticas, tanto esfuerzo, tantos intentos frustrados. Y, agradecido, le dedicó la victoria a la gente. 

Verlo luego relajado y sonriente en el campo de juego sacándole una foto a su mujer, Antonella, mientras era ella quien besaba la copa, enterneció. Porque esas son las cosas que engrandecen a Messi y a todos los que, como él, están en el camino de hacerse cada día más humanos. Correrse del protagonismo, dar lugar a los otros, disfrutar de cada instante sabiendo que no va a repetirse jamás. Como también lo hizo el otro Lionel, Scaloni, «la Scaloneta» que dirigió al equipo con calma y coherencia a pesar de los cuestionamientos y, al consagrarse, en vez de buscar el aplauso, las palmadas y los flashes, eligió correrse de escena para llorar. Solo. Cerca de los suyos.

El pueblo argentino celebra la victoria luego de una definición por penales en la final contra Francia.

Seamos o no fanáticos de la Selección Nacional, nos importe muchísimo o nos de igual la Copa del Mundo, todos aprendimos algo con este paso futbolístico por Qatar. Comprendimos cuánto necesitábamos sentirnos unidos a otros argentinos para compartir, por fin, un sentimiento superador. Conseguir algo que nos alejara de todas las grietas: políticas, económicas, sociales, familiares, vecinales, laborales. “¡Vamos, Argentina!”, gritamos con el alma. Nos abrazamos aquí y allá sin saber si esas personas pensaban o no como nosotros y cantamos junto a ellas el mismo himno. Y en esos gestos advertimos que lo único, lo verdadero, lo que reluce como el oro, no es un trofeo, sino poder sentirnos uno junto al otro

Lio Messi le saca una foto a Antonella besando la copa ante la mirada de sus hijos. Foto: Instagram.

Les pasó a los jugadores, también, cuando dejaron que prevaleciera en ellos el espíritu de equipo más allá de los logros individuales y las gambetas de cada una de sus estrellas. Cuando, para potenciar su fortaleza y darse ánimo, se rodearon de sus familiares y amigos más cercanos, piezas clave de todo rompecabezas vital. Porque para ellos —para todos— los seres queridos son fundamentales y de nada serviría este triunfo, ningún triunfo, si no pudiéramos vivirlo en comunidad, saltando y cantando al calor de otros cuerpos. Si no existiera el abrazo apretado, el idioma común, la mirada atravesada por las lágrimas, del que sabe cuánto tardó en llegar eso que tanto se esperaba, y todo lo que se dejó en el camino. 

En torno al plantel hay historias de todo tipo. Pero sobre todo las de madres y padres que acompañaron a sus hijos, haciendo malabares para llevarlos a entrenar; fomentando en esos pequeños soñadores el amor por la camiseta más allá de cualquier logro. Las de chicos que tenían una ilusión, una vocación y una entrega que vale la pena admirar. Las de deportistas devenidos en profesionales que tuvieron que aprender a mirarse, a escucharse y a respetar el hecho de que sus compañeros eran fundamentales para cosechar lo que habrían de sembrar durante años: el germen de un gran anhelo compartido. Y la de un director técnico humano, horizontal, cercano; un tipo abierto al diálogo y a las emociones, muy diferente a los líderes futbolísticos duros y resultadistas de tiempo atrás. 

El obelisco, una fiesta. Miles de argentinos cantaron: «Argentina, es un sentimiento, no puedo parar…».

A través de las pantallas, a la distancia, en este mundial de Qatar todos nos convertimos en héroes, como reza la frase que inmortalizó Javier Mascherano, otro de nuestros ídolos de la cancha. Nos volvimos protagonistas a la hora de cuestionar lo injusto de una cultura que maltrata y somete a las mujeres, como ocurre en ese país que dio cobijo a la celebración del fútbol mundial, pero también en tantos otros. Denunciamos a través de las redes sociales cualquier avasallamiento a los Derechos Humanos, poniendo de manifiesto que sí, estábamos mirando un mundial de fútbol, pero no por eso teníamos los ojos vendados. Que maduramos como sociedad y ya no somos los mismos de aquella victoria del 78 en la que, en nuestro país, las peores atrocidades eran silenciadas con cada grito de gol. 

Sí, aprendimos con este mundial. Tal vez más de lo que pensamos. Sobre todo a levantarnos de las caídas, a ser perseverantes, a tener paciencia. A dejar de creer en la idea de que el éxito es algo a alcanzar, antes que a ser construido. A ponerle amor a lo que hacemos sin esperar a cambio más que el sentimiento sincero y compartido del encuentro con los nuestros. A comprender que los procesos llevan tiempo y no hay nadie, ni siquiera un Lionel Messi, que pueda salvarse solo. Aprendimos que tenemos mucho que nos falta todavía, pero hay algo que nos sobra: corazón.

Ahora que ganamos, tenemos por delante el gran desafío de cuidarnos de esa pésima consejera que suele ser la vanidad. Para lograr que los latidos que elevaron el pulso de nuestras calles se hagan carne en nosotros y nos devuelvan la esperanza en la Argentina que queremos, que podemos ser

Fotos: Fran Orive

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