Espiritualidad
5 septiembre, 2022
La mujer reclama espacios en la Iglesia
Aunque ha ganado un lugar en casi todos los ámbitos de nuestra sociedad, la mujer continúa estando fuera de la mayoría de las decisiones eclesiales. ¿Por qué la iglesia resiste lo femenino?

Foto: Thomas Vitali (Unsplash).
Por Revista Criterio
Quién podría haber imaginado que las mujeres –con quienes Jesús tuvo tan profunda y franca relación, que lo acompañaron durante la Pasión, el momento de su mayor sufrimiento, que por amor a él se desplazaron en la fría mañana posterior a su muerte y descubrieron un sepulcro vacío– estarían casi ausentes, a lo largo de veinte siglos de desarrollo de la Doctrina oficial de la Iglesia y, en gran medida, de las líneas pastorales y las prácticas litúrgicas.
Corresponde notar que la organización de las grandes religiones se asimiló fuertemente a las formas vigentes de las culturas en que se insertaban y, por lo tanto, incorporaron el rol subordinado que cupo a la mujer en la mayoría de ellas. En el mundo antiguo, incluso en civilizaciones como la griega o la romana, que se supone eran avanzadas, el padre ejercía un poder de sumo sacerdote; podía maltratar, violar o echar del hogar a su mujer e hijas sin represalias. Muchas humillaciones y vejámenes las colocaron en un lugar de dependencia y manipulación por parte de hombres que les negaron desde el derecho a la propiedad hasta la patria potestad sobre sus hijos. También se les negó el acceso a la educación y durante varios siglos la vida religiosa fue, en cierta medida, un lugar de libertad para poder estudiar.
La Declaración de los Derechos Humanos de Naciones Unidas, deudora de la tradición cristiana de la dignidad humana, está tan interiorizada en las sociedades occidentales que no siempre se toma dimensión de lo importante que fue su aprobación, a mitad del siglo XX. Sin embargo, esa igualdad declarativa no ha terminado de plasmarse en la dinámica cotidiana de millones de mujeres en el mundo, y tampoco en las instituciones religiosas. Más allá de las razones teológicas y culturales que explican la asimetría de lugares ocupados por hombres y mujeres –nombrados como patriarcado, estructuras de opresión y dominio masculino, irrefutables como realidades sociológicas y culturales–, vale detenerse en el significado profundo de la resistencia de las estructuras institucionales religiosas a conceder a la mujer y a la sexualidad el lugar que ocupan desde la tradición bíblica. Los fundamentos esgrimidos se debilitan a medida que se esclarece el temor a la sexualidad femenina que encubren.
Específicamente dentro del catolicismo, la centralidad de María en el dogma no tuvo correlato en el lugar que se confirió a la mujer en la organización y gobierno de la Iglesia. Antes bien, parecería que el progresivo reconocimiento de la medular intervención de María en la historia de la salvación, la decisiva importancia de su fiat libre y revolucionario, su valentía, su desafío a los cánones sociales de la época, su rol activo en la elaboración íntima de las enseñanzas de Jesús, fue ignorada y disociada de su condición femenina, progresivamente identificada en forma excluyente con su maternidad virginal. Esta concepción llevó a considerar a la madre como el modelo y paradigma del ser mujer, dejando en la sombra de lo no asumido su inestimable e indispensable actuación en el área de lo público, reduciendo su corporalidad femenina a la posibilidad reproductiva, enajenada de su vocación sexuada de entrega libre a la comunión total con otro para el origen y sostenimiento de nuevas vidas. Custodiar el celibato obligatorio de los consagrados hacía inevitable apartar y controlar a la mujer, incluidas las religiosas. Durante mucho tiempo se disculpó el pecado sexual de los hombres, tanto laicos como consagrados, y se culpó a las hijas de Eva.
Paralelamente, se relegó a las mujeres a tareas de servicio y apoyo, alegando que así subliman su condición maternal. A pesar de todo, las mujeres siguieron aportando su ayuda, consuelo, y aún guía y orientación a quienes se confiaban a su cuidado. Muchas religiosas dedicaron sus vidas al servicio de obispos y sacerdotes, valoradas por su dedicación, no siempre libre y voluntaria, sino exigida por las autoridades, sin sueldos ni vacaciones.
Las jóvenes comenzaron a decidir su comportamiento sexual y no aceptar que nadie las posea. Los nuevos paradigmas identitarios y las tecnologías biomédicas les plantean disyuntivas ajenas a las cuestiones de la sexualidad eclesiológica. Se sintieron dueñas de sus elecciones, de su placer y de la disponibilidad de su cuerpo. En la medida en que los cambios sociales han dado acceso a la educación y las mujeres, parcialmente liberadas de la inevitabilidad de los sucesivos embarazos, han podido elegir libremente su camino e integrarse al mundo del trabajo, han surgido científicas, humanistas, abogadas, técnicas y también teólogas y biblistas capaces de dar luz y nuevos horizontes a la vivencia de la fe en un mundo cada vez menos sometido a las disposiciones de una jerarquía.

Foto: Priscilla Du Preez (Unsplash).
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«Más allá de las razones teológicas y culturales que explican la asimetría de lugares ocupados por hombres y mujeres –nombrados como patriarcado, estructuras de opresión y dominio masculino, irrefutables como realidades sociológicas y culturales–, vale detenerse en el significado profundo de la resistencia de las estructuras institucionales religiosas a conceder a la mujer y a la sexualidad el lugar que ocupan desde la tradición bíblica».
La teología producida por las mujeres en América Latina se originó en 1968, cuando la conferencia de obispos latinoamericanos se reunió en Medellín para evaluar la recepción del Vaticano II en el continente. La clave de esta conferencia fue la inseparabilidad entre la proclamación del evangelio y la lucha por la justicia. Durante la década de 1970, las mujeres latinoamericanas comenzaron a explorar la teología en sus iglesias desde el punto de vista de la opción preferencial por los pobres. Paralelamente, las reflexiones teológicas sobre el cuerpo sexualizado de las mujeres y las cuestiones de género siempre han sido temas importantes en la región. Siendo su cuerpo un «otro» del masculino, expresa y marca la experiencia de Dios, el pensar y hablar de Dios, de una manera diferente y distintiva. El cuerpo femenino se convierte en un importante elemento para la reflexión sobre la espiritualidad, la mística y la teología, a pesar del hecho de que ese cuerpo fuera fuente de discriminación y sufrimiento. Detrás de la identidad patriarcal de la Iglesia, subyace la creencia en la superioridad masculina, pero la teología feminista trabaja incansablemente para superar esta discriminación.
Como parte de los avances en la cooperación de los laicos en todo tipo de tareas eclesiales, hoy es habitual advertir que mujeres voluntarias organizan la acción y, donde es necesaria, la tarea asistencial. Mentes lúcidas y sagaces aportan nuevas visiones y lecturas bíblicas y teológicas. Muchas son madres de familia que buscan fundamentos para sus vidas y para la educación que los hijos de este siglo reclaman; también están las religiosas que emprenden tareas refundacionales y organizativas diferentes. El cambio es irreversible pero aún incompleto. Las mujeres se sienten escuchadas, pero aún no deciden. ¿Será que el miedo a la sexualidad femenina se ha desplazado hacia su inteligencia? La Iglesia reconoce que necesita el genio femenino, pero le teme, por su capacidad de detectar rápidamente las incongruencias de la conducta, la mentira oculta en el doble discurso, la diplomacia que encubre la realidad. La intervención de la mujer exige más integridad al hombre. En este punto corresponde diferenciar la enseñanza de la Iglesia de su práctica. Si la Iglesia es “maestra en humanidad” –expresión de Pablo VI–, los sacerdotes tratan de manejarse con criterios a su alcance para hacer un imposible equilibrio entre una doctrina con algunos lineamientos que mayoritariamente ya no se viven y unos principios éticos y de respeto al ser humano a los que no pueden renunciar.
La mujer de hoy no se somete sino que necesita salir de las confusiones en que viven los hijos de este siglo XXI. El sepulcro vacío aún clama por hacer presente a los Cristos ausentes. No se trata de discutir el acceso al sacerdocio o al diaconado, o de tener una postura ante el debate sobre el patriarcado y las cuestiones de género. Todo eso puede encontrar su lugar en una adecuada revisión sólo si se elabora como consecuencia de un cambio de mentalidad que reconozca que la humanidad es sexuada, que mujeres y hombres conversan juntos, aman y trabajan juntos. Si quiere evangelizar, necesitamos una Iglesia que entienda cómo piensa hoy el mundo.
Los laicos, en general, caminan con la mirada puesta en una eclesiología que integre a la humanidad entera para que el planteo de sinodalidad sea una realidad. Los planos discursivos llevan amplia ventaja sobre los prácticos en estos tiempos en los que el papa Francisco pide al mundo católico ver, actuar y juzgar desde y en sinodalidad. No se trata de poner en pie de guerra a mujeres y varones. La clave cristiana es superar las actitudes clericalistas enquistadas en las estructuras, tanto en varones como en mujeres, en consagrados y laicos.
Tanto Pablo VI como Juan Pablo II y Benedicto XVI han formulado reflexiones sobre el lugar y la sustancial importancia de la participación de la mujer, pero Francisco ha comenzado a concretar el nombramiento de mujeres en puestos de decisión y no cesa de alentar la participación en el debate eclesial. Quizás porque los vientos socio-culturales globales son más propicios y empujan, o porque simplemente llegó el momento de madurar estas cuestiones, el Papa nombró a sor Alessandra Smerilli como número dos del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, a la hermana Nathalie Becquart como una de las secretarias del Sínodo de los Obispos, y antes había designado a la religiosa Raffaella Petrini como secretaria general de la Gobernación de la Ciudad del Vaticano.
Queda formular el deseo de que estas elecciones respondan a la valoración de las mujeres por su capacidad y no sólo por cumplir con un requisito normativo. Tan importante como valorar estos primeros pasos es reconocer la resistencia que estas decisiones tienen. “El genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social; por ello, se ha de garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito laboral y en los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes, tanto en la Iglesia como en las estructuras sociales”, afirma Francisco en el 103 de la Evangelii gaudium.
Sin embargo y, a la vez, son muchas las mujeres descartadas de la estructura eclesial para servicios y cooperaciones varias porque incomodan, quizás porque sobre califican, porque opinan distinto y proponen cambios, porque saltan las vallas que el clericalismo viene aplicando desde hace tantos años. ¿Cuándo dejará de ser necesario volver una y otra vez a estas consideraciones?
ETIQUETAS cultura espiritualidad Iglesia mujeres religión
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