Entrevistas
14 octubre, 2012 | Por María Eugenia Sidoti
«La mayoría no sabe que puede generar un cambio”
Caty Hornos
Vive en Añatuya, donde la pobreza y la desnutrición infantil limitan las posibilidades de los chicos. Ella trabaja para que las familias recuperen la autoestima y salgan adelante.
Son 803 los kilómetros que separan a Añatuya, Santiago del Estero, de Buenos Aires, un recorrido sin retorno después de conocer a Catalina Hornos. ¿Cómo se vuelve a la cómoda calidez doméstica, o a los problemas banales del día a día, después de saber que ella acaba de ver cómo una beba murió de hambre? No es fácil –y ella lo sabe– preguntarle cómo están las cosas por “allá”, con la distancia del que no se tiene que bañar con agua fría en invierno o enfrentar un calor de más de cincuenta grados sin aire acondicionado.
Sin embargo, Caty está en Buenos Aires para hablar justamente de eso, de su trabajo al frente de Haciendo Camino, la asociación que creó junto con un grupo de amigos para luchar contra la desnutrición infantil, la violencia y el abuso infantil en las zonas más pobres de Santiago del Estero y Chaco, en donde eligió vivir. Y es raro cómo, durante la charla, “allá” y “acá” quedan dentro del mismo país, pero parecen dos mundos distintos.
Caty (o “la Caty”, como le dicen en Añatuya, en donde avanza despacito porque los chicos, al aferrarse a sus piernas, casi no le permiten caminar) tiene 28 años, se crió en el barrio porteño de Recoleta y estudió Psicopedagogía y Psicología. Y después de trabajar un tiempo como voluntaria, decidió instalarse definitivamente en Santiago del Estero por una simple razón, según explica: “Sentí que me necesitaban más allá que acá”. Así que en marzo de 2009 cargó el bolso con unos pocos objetos personales y se subió a un ómnibus con pasaje de ida.
–¿Por qué elegiste quedarte a vivir en Santiago del Estero?
–Porque es lo que me hace feliz. Aunque sé que la realidad es dura, me levanto sonriente cada mañana, porque sé que ese trabajo le da sentido a mi vida. A veces, siento que mi cuerpo ya no es mío, que es de todos. La necesidad te absorbe y, sin embargo, te reconforta saber que estás aportando algo para aliviarla.
–¿Qué fue lo que más te impresionó a partir de tu trabajo?
–Que yo no sabía que existían tantos chicos que no comían. Y no es un concepto, es un hecho: hay chicos que lo único que consumieron en dos días es una taza de mate cocido. No suelen comer carne porque sus papás no tienen cómo comprarla. Otros solo compran carne cuando cobran los planes y, después, se quedan sin plata para el resto del mes. Por eso, mi tarea es ayudarlos a entender que deben organizar una economía doméstica, que no pueden gastar todo en comer un día y después pasar dos o tres sin ingerir nada. Casi todos cobran la asignación universal por hijo, pero no saben cómo administrarla. Hay muchos problemas de nutrición que son de educación. Nosotros no tenemos comedores, no damos de comer. Enseñamos y damos herramientas para que generen sus propios recursos mediante oficios. Las familias deben aprender a satisfacer las necesidades de sus hijos a través de la educación, el trabajo y el amor; no solo desde la comida.
–¿Cómo te das cuenta de que un chico tiene hambre o de que es víctima de una abuso?
–Ahora las propias madres me lo cuentan y piden ayuda. Al principio, era más duro; había madres que no querían reconocerlo y era complicado. Con los chicos abusados pasa que los traen porque están agresivos o se portan mal. Y cuando les sugiero lo que puede estar pasando, reconocen que existe la posibilidad de que un familiar esté abusando de ellos. En cuanto al hambre, son los chicos quienes te lo dicen: “Ayer no comí”. Los ves tranquilitos, les cuesta prestar atención y, a lo mejor, no tienen energía para jugar.
–¿Qué tanta violencia y desnutrición ves en tu lugar?
–Es la moneda corriente. De las mujeres que atendemos, alrededor del 85% son golpeadas por sus maridos. La desnutrición, si bien está, por suerte se redujo. Lo que sí hay son muchos chicos que no se alimentan debidamente y el bebé que venía comiendo mal hoy no aprende lo que debería en el colegio. Hay dos tipos de chicos mal nutridos: los que están como dormidos y los que se ponen irritables. El hecho de no nutrirse bien también hace que la casa se convierta en un ámbito violento, porque los padres se ponen nerviosos al no tener nada para darles.
–¿Qué impacto tiene el asistencialismo?
–En Santiago del Estero es impresionante, no existe la cultura del trabajo. Hay chicos que no vieron trabajar a sus padres, a sus abuelos ni a sus bisabuelos. Todos viven de un plan social y de las asignaciones familiares. Es difícil cambiar esa mentalidad, pero lo vamos consiguiendo. Cuando el sistema dice que hay que cobrar una pensión, nosotros decimos que hay que generar recursos propios para progresar.
–¿Cómo ven el futuro?
–Cuando estás en la pobreza, no existe la mirada hacia el futuro como algo esperanzador. Se acostumbran a depender de otros, a la salida más fácil. Hay muchos que lo hacen por comodidad, pero la mayoría ni siquiera sabe que puede generar un cambio. Por eso, lo primero que les decimos a las mamás es que ellas pueden mejorar por sí mismas. Y cuando lo logran, les cambia la cabeza, se ponen activas, alegres. Es muy impresionante ver cómo pasan de la pasividad absoluta a tomar un rol activo, porque asumen el desafío de entender que las cosas dependen de ellas. Eso es lo que queremos generar, aunque sea el camino más largo.
–¿Qué es lo que más falta?
–Nuestra mayor carencia es la falta de recursos humanos. No es fácil conseguir gente formada que esté dispuesta a irse a trabajar allá. Para poder ir al pediatra, tienen que viajar 350 kilómetros por caminos pésimos. El colectivo de línea tarda siete horas en llegar al hospital. Las instituciones son muy precarias. La educación, la justicia… todo anda mal. En Santiago del Estero, por ejemplo, tenés un chico que sufre abuso o una madre que está siendo golpeada y no hay a quién recurrir. Es desesperante.
–No tenés hijos, pero se nota que sos una gran madre…
–Es que tengo tres nenas de las que me otorgaron la tenencia provisoria hace cuatro años. Pero fijate que desde que empezó el proceso, la causa ni se movió. Se llaman Fátima (11), Cecilia (9) y Belén (7). ¡Y son increíbles!
–¿Qué hacés para no quedarte en la tristeza y seguir trabajando?
–Muchas veces me caigo… La pelea contra la muerte es muy dura, hay que ir más rápido que ella y no siempre se puede. Por eso, me aferro a Dios. Siempre fui religiosa, pero cuando llegué a Añatuya, me creía omnipotente. Hasta que me di cuenta de que mi fuerza no era suficiente, de que había algo mucho más grande, y me puse en sus manos. No es fácil. A veces, te matás por un caso y todo sigue igual. Sin embargo, ya se están viendo algunos cambios. Tal vez no sean a nivel global, pero sí, por ejemplo, en madres que antes no me miraban a los ojos ni me contestaban, y un día vienen felices a contarme que su hijo dijo su primera palabra. Entonces, sabés que esos chicos van a recuperarse, porque sus mamás lograron vincularse con ellos. Ya sé que no voy a cambiar el mundo, pero me quedo tranquila porque estoy haciendo todo lo que está a mi alcance para que no se muera un solo chico más de hambre en la Argentina.
–¿Cómo se puede trabajar por una Argentina mejor?
–Creo que los cambios se logran a través de un gobierno que trabaje con honestidad y en todos los niveles: intendentes, gobernadores, legisladores, jueces, ministros, presidente… Desde el oficialismo y también desde la oposición, y sobre todo, haciendo que la asistencia no quede reducida a la entrega de bolsones de comida o el cobro de subsidios. Es fundamental erradicar la corrupción y el clientelismo político. Por eso, no es solo un trabajo para los políticos; como sociedad también tenemos que trabajar. Y no es solo donar la ropa o los zapatos viejos que nos sobran; el cambio social requiere algo más. Si yo puedo, todos pueden. No hay nadie que no tenga algo para dar.
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