Sophia 20 años
4 diciembre, 2019
Silvina Chemen, rabina: «La espiritualidad es un desafío de la vida»
Es una de las pocas mujeres rabinas de la Argentina. Desafió tradiciones para seguir una vocación poco común. ¿Cómo hace una mujer para ocuparse de su familia, celebrar casamientos, Bar y Bat Mitzvah, dar clases de Torá, y tener ceremonias de Shabat los viernes a la noche y los sábados al mediodía?
Por Gabriela Picasso. Fotos: Alejandro L.
Tiene la voz clara y fuerte. Como es ella. Se la ve serena, pero una nota que el torbellino va por dentro. Cuando comienza a hablar, la vorágine se detiene. Porque para los que llevan en el alma la vocación del maestro, el reloj no tiene agujas que marquen las horas cuando se está en la búsqueda de aclarar el pensamiento. Y fue esta misma voz la que la ayudó a derribar muros que estaban desde los principios de los tiempos. La voz de una mujer de 45 años, esposa y madre, que desde hace dos años se convirtió en rabina. Una mujer, que como las matriarcas de la Biblia que la antecedieron en el camino, no dejó su tienda, pero se animó a tomar su vida con sus propias manos para ayudar a los demás a ser dueños de su propia historia, a través de la espiritualidad.
–Ser rabina no es algo común. En especial, en una mujer que ya tenía una vida hecha, casada, con hijos. ¿Cómo fue que nació esta vocación?
–Fue un proceso inverso al que se da en la gran mayoría de los religiosos, que ante un “llamado” empiezan a formarse. Como yo cantaba lindo, empecé a cantar en la sinagoga. Me di cuenta de que a través de mi voz, se producía una conexión de mucha emoción con la gente en la plegaria. Entonces, decidí ser maestra. Porque, de alguna forma, quería seguir provocando “eso”. Me gustaba transmitir, movilizar al otro, así que estudié para enseñar. Me recibí como docente de hebreo y Biblia. Y como sabía de Biblia, me gustaba enseñar y, además de cantar, también hablaba lindo, un día me pusieron en el púlpito a dar sermones. Hasta se me acercó una pareja y me pidió que los casara. En la tradición judía, el casamiento no es un sacramento, sino un ritual de pasaje, un acuerdo entre el hombre y la mujer. Cualquier persona con conocimiento puede llevarla a cabo. Hice el primero, y después el segundo, y el tercero… Y un día alguien se murió, y me vinieron a pedir que acompañara a la familia; entonces, alguien me empezó a llamar rabina.
¿Qué es ser rabina?
Si se piensa que de las grandes religiones el judaísmo es la más antigua, la ordenación de las mujeres es un hecho casi reciente. Sin embargo, es de vanguardia si se lo compara con otras religiones históricas, incluida la católica. El judaísmo liberal ordenó rabinas en los años setenta y el judaísmo conservador, a partir de 1983. Once años después, se ordenó la primera rabina argentina, Margit Oelsner-Baumatz. En la actualidad, las egresadas del seminario creado por Marshall Meyer en 1962 en nuestro país no superan la decena, y casi la mitad ha desarrollado su actividad en el exterior. Ser rabina no es fácil. No sólo hay que tener permiso y decisión, sino voluntad. Los estudios insumen ocho años, en los que se estudia hebreo, pensamiento y leyes judías, la Torá, el Talmud. El último año, obligatorio, se cursa en Israel. Además, se exige una carrera universitaria. Una vez graduadas, las rabinas pueden oficiar las ceremonias, revestidas por el talit (túnica) y el kipá (gorrito), y oficiar los rituales: casamientos, entierros y bar/bat-mitzva. También pueden realizar tareas solidarias y docentes. Mientras que todas las profesionales deben lidiar con las demandas de la maternidad, el problema es particularmente agudo en el rabinato, porque las horas de trabajo son indefinidas. Por eso, muchas mujeres que se reciben jóvenes deben dejar el rabinato cuando se convierten en madres.
–¿Te convertiste en rabina sin darte cuenta?
–La palabra “rabino” viene de rab, que en hebreo quiere decir “maestro”. El sacerdocio se acabó con la destrucción del segundo templo de Israel en el año 70 de nuestra era. Los rabinos son maestros, facilitadores para que la gente rece. Yo me había convertido en eso. Pero como no tenía el título oficial de rabina, cuando terminé de destetar a mi segundo hijo, senté a mi familia y les dije: “¿Me acompañan en ésta? Porque voy a tener que sacrificar tiempos de mamá para poder estudiar y me van a tener que compartir con muchos más si asumo la responsabilidad de tener una comunidad a mi cargo”. Porque ser rabina es un proyecto familiar. Si tenía que servir a otras familias, antes tenía que consagrar a la mía. Sería muy mal evaluada si abandonara a mi familia para tener un cargo donde mi función es apoyar a las otras.
–Tu marido y tus hijos te apoyaron, pero no es algo que se toma con tanta facilidad en una familia tradicional judía…
–Yo vengo de una familia sefardí. Mis abuelos habían nacido en Damasco, Siria, y vinieron con sus hijos a la Argentina. Lo que tienen los sefardíes es un gran respeto por el cumplimiento de la tradición, pero no de la religión. Las festividades y los rituales eran elementos muy vividos, pero ya sin significado. Lo que quiero decir es que mi bisabuela preparaba la mesa para una festividad y sabía de qué se trataba. Mi abuela ponía los elementos simbólicos, pero ya no se acordaba de lo que significaba cada cosa. Y mi mamá, menos. Mis padres tuvieron el tino de mandarme a una escuela judía porque ellos ya no sabían el sentido de la tradición, el porqué de cada ritual. Así fue como, entonces, era mi abuela la que me llamaba para preguntarme si estaba bien lo que tenía que poner en la mesa. Y eso es lo que tengo yo: un profundo respeto por ese repertorio de símbolos y sentidos que hacen a la tradición judía.
–Venías de una familia con mucho respeto por las costumbres judías. ¿Cómo surgió esta idea de ser rabina, bastante alejada de la tradición?
–Fueron estas mismas mujeres, tan respetuosas de las tradiciones, las que me inculcaron ese lugar igualitario de la mujer. Mi bisabuela Teresa escuchó que había un rabino en Belgrano que sentaba a las mujeres y a los varones juntos en la sinagoga. Ella vivía en Lanús, y en la sinagoga de allá, mi abuelo se sentaba en la primera fila mientras ella se quedaba en el pasillo. Entonces, todos los Shabat se tomaba el colectivo hasta Belgrano. Por eso, en mi graduación les agradecí a las matriarcas de la familia. Mujeres fuertes, pero no machos. Ser lo que tenga que ser, pero sin dejar de ser la mujer de la familia. Mis hijos no comen comida rápida, porque para mí es una falta de respeto si yo no les cocino o si no me paro para servirles. Tengo ese mandato de la mujer como señora de la casa y, por el mismo lado, tengo como la obviedad de que ser mujer no es ser menos.
«…en mi graduación les agradecí a las matriarcas de la familia. Mujeres fuertes, pero no machos. Ser lo que tenga que ser, pero sin dejar de ser la mujer de la familia».
–Mientras estudiabas, quizá pasaba desapercibido, pero cuando te graduaste como rabina, ¿qué sintieron? ¿Qué te dijeron?
–Tenían mucho orgullo. Nunca me hicieron una observación. Quizá los parientes más lejanos decían: “¡Es una falta de respeto!”. Una mujer rabino era como raro. Pero vinieron todos a mi ordenación, aunque no sabían muy bien dónde ponerse. Yo porto el kipá y el talit (el gorro y el chal ritual), que son símbolos que usan los hombres. ¡La verdad es que no entendían nada!
–Habías logrado lo que te propusiste. ¿Fue fácil el camino?
–No, para nada fácil. Terminé mis estudios con bastantes trabas, porque al ser una mujer más grande y teniendo familia, era difícil subirme a una estructura colegial. En ese tiempo también me recibí de Licenciada en Comunicación Social. En mi casa se respetaban mis momentos de estudio. Pero cuando terminás de estudiar, tenés que irte a Israel por un año. Eso me mató. Yo no podía dejar a mi familia. Si ése era el costo, yo no lo iba a pagar. Entonces, ofrecí concentrar las materias de ese año en un cuatrimestre. Tuve muchos problemas, pero lo aceptaron. A todos nos sirvió mucho la experiencia y nunca hubo reproches.
–Y finalmente te convertiste en rabina…
–Soy rabina desde agosto de 2006. Hace nada, pero hice más de 700 ceremonias de Bar-Mitzvah. Fui un maestro buscado. Me legitimó la gente. Yo soy rabina de arriba abajo, en todo sentido. Cuando me preguntaron qué tipo de rabina iba a ser, contesté: “Sé lo que no voy a ser. No voy a ser rabina de newsletter. Yo voy a salir a la calle a buscarlos”.
«Ser rabina es un proyecto familiar. Si tenía que servir a otras familias, antes tenía que consagrar a la mía».
–O sea que lo tuyo va más allá de una revolución de género. Es un cambio en la manera de concebir la religión.
–Primero, hay que sentarse con la gente para ver qué necesita. La sinagoga mutó de sentido. Cuando no se podía hablar en la calle, la sinagoga era un lugar protegido. Pero esta concepción de comunidad puertas adentro ya no sirve más. Hay que salir para ayudar a encontrar la particularidad de la vida de cada uno. Eso es la espiritualidad. Encontrar la porción particular que uno tiene para seguir caminando y querer seguir viviendo.
–Esta necesidad de “salir a buscar” a los que creen ¿es para vos una muestra de que hay una falta de compromiso con la religión?
–Para explicar qué éramos, los judíos tuvimos que ceñir la explicación de judaísmo a la de religión, y ahí entramos en choque, porque el judaísmo no es una religión. Somos una civilización religiosa. Adherimos a un repertorio de valores, culturas, tradiciones, símbolos, pero no a la institución. Porque las instituciones que no acompañan el cambio histórico desaparecen. Es de abajo hacia arriba. La gente se aleja de las instituciones cuando no le dan respuestas. Si hay alguien que me dice: “Me interesa lo que estás buscando. Contame qué necesitás”, por supuesto que voy a volver.
–Es claro que para vos el cultivo de la espiritualidad está en la acción más que en la oración.
–Los momentos de oración son momentos en los que hay otros que están haciendo lo mismo. Te voy a dar un dato: el hebreo es un idioma tan antiguo que tiene pocos tiempos verbales. Pasado, presente y futuro. Pero hay un tiempo verbal que es el reflexivo. El verbo “rezar” en hebreo es reflexivo. Es rezarse. No es transitivo, no se reza a un objeto directo. No le rezás a Dios. Para llegar a Él, primero tenés que pasar por vos. Es una experiencia introspectiva. Pero, a la vez, en la tradición judía no podés empezar a rezar si no tenés diez personas. O sea que lo que vale es la experiencia colectiva. La espiritualidad es un desafío de la vida. “Dios nos hizo del barro y nos insufló hálito de vida”, dice el Génesis. No es que el cura o el rabino son más espíritu que el señor que trabaja en la verdulería. El que reza más horas quizá tenga más espacio para conocerse, pero no tiene más espíritu. Los maestros estamos para ayudar a conectarse y a conectarse con el otro, y eso se llama Dios.
–¿Cómo ves el hoy? ¿Hay una dicotomía entre religión y espiritualidad o se complementan?
–La religión es un sistema de símbolos y rituales que en teoría te permite conectarte con lo espiritual que portás. La pregunta que deben hacerse es: ¿Cómo yo te ayudo a rezar? ¿Para vos qué es rezar? Yo encontré que la gente necesita anclar el rezo en su propia vida, que lo que leas en la Biblia te sirva para vivir hoy. ¿Qué sentido tiene seguir conservando el rollo del Pentateuco cuando sería más cómodo para nosotros leer el libro? La espiritualidad no está puesta en el que está en el estrado, sino en el trabajo personal que cada uno hace dentro de uno mismo. En la tradición judía hay una frase que dice que no podés estar demasiado tiempo quieto porque el corazón se enferma. El movimiento del corazón te hace sano: la sensibilidad, las emociones, el amor. Eso es lo que debe buscar la religión. Eso es el espíritu.
–Madre, psicóloga, guía espiritual… ¿Cómo se hace para llevar adelante tantos roles?
–Cuando sos rabina, no cumplís horario de oficina y te volvés tu casa. Son 24 horas los siete días de la semana. Como soy rabina de la escuela, y es una comunidad grande, siempre hay alguien que te llama cuando está triste o cuando necesita hacerte una consulta. Los fines de semana tengo las ceremonias del Shabat del viernes a la noche y el sábado al mediodía. Doy clase de Torá una vez por semana y también están los casamientos, los Bar-Mitzvah, las festividades.
«El movimiento del corazón te hace sano: la sensibilidad, las emociones, el amor. Eso es lo que debe buscar la religión. Eso es el espíritu».
–¿Qué aportan las mujeres al rabinato y qué aportaste vos?
–Soy vieja para ser rabina y no sé si habrá más, porque aunque hay vocación no hay tanta apertura. Muchas veces es fácil reproducir el modelo machista entre las mismas mujeres. La mujer aporta lo maternal. Aporto ese espacio de la contención, del regazo. Un espacio de escucha cariñosa. Yo no quiero que vengan siempre, quiero que sepan que pueden volver.
–Sos una activa participante en foros interreligiosos. ¿Sentís que las distintas religiones están más cerca o más lejos de encontrarse?
–El amor al prójimo se educa, y para amar algo, primero debo conocerlo. Es la ignorancia la que no permite el diálogo. Este cisma es un problema de los adultos. Para los chicos no hay diferencias; nosotros las marcamos. Antes de volverme de Israel, me fui a los territorios ocupados con mis hijos. Ilán tenía sólo 7 años y se le acercó Usef, un chico palestino de su misma edad. Ilán le hablaba en castellano y Usef le contestaba en árabe. Uno escribía el nombre de Maradona y el otro se lo traducía en símbolos arábigos. Jugaron sin que nadie les dijese quiénes eran o en qué creían y se despidieron con un abrazo. Ése es el verdadero punto de encuentro entra las religiones. Conocerse para no temerse. No temerse para no odiarse. ¿Cómo se vive la interreligiosidad? Igual que la espiritualidad, simplemente viviendo.
(Esta entrevista fue publicada en la edición impresa Nº 80 de Sophia, abril de 2008, con el título «Soy rabina»).
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