14 agosto, 2014
La esencia no puede encerrarse
Doce años atrás, María Medrano fundó un taller de poesía en la cárcel de Ezeiza que replicó más allá de las rejas, en la ciudad, y hasta hoy busca tender puentes para acercar el adentro y el afuera. En 2007 se animó a un desafío aún mayor y desde entonces dirige “Yo no fui”, una organización que ofrece talleres a personas privadas de su libertad o con salidas transitorias y a todo aquel que quiera acercarse. Texto: Agustina Rabaini.
Cuando María Medrano, 43 años, poeta de alma, les preguntaba a las mujeres de la cárcel de Ezeiza por qué asistían al taller de poesía que coordinaba, más de una le respondía: “Para no olvidarme las palabras que nombran las cosas”. Pasaron doce años y María recuerda con nitidez aquel momento fundante de todo lo que vino después: un camino que tomó otras formas y que la llevó a constituir una asociación civil que ofrece otras posibilidades de aprendizaje, y que las mujeres presas bautizaron con el nombre de “Yo no fui” (“Eso que decimos todas cuando entramos al Penal”, explicaban).
Desde 2007, María continúa impulsando las tardes de talleres de poesía, pero con los meses se sumaron otros profesionales, colaboradores y simples aliados que lograron que los talleres se abrieran también fuera del Penal. Hoy son cada vez más los voluntarios que ofrecen asesoramiento y capacitación a las mujeres y hombres que llegan a los centros de la organización para tomar clases de diseño textil, fotografía, poesía, periodismo, carpintería y serigrafía, entre otros. Tanto en la cárcel de mujeres de Ezeiza como en los centros de “Yo no fui” –en Palermo y Vicente López–, las personas aprenden oficios, pero también producen objetos de arte, diseño y prendas que luego comercializan a través de una tienda virtual y de negocios en toda la ciudad.
Es jueves, el frío se hace sentir y María nos recibe en el espacio de Vicente López de la organización: una casa con varias habitaciones, patio y fondo, donde funcionan algunos de los talleres. Con el orgullo de haber edificado un proyecto social que toma casi el cien por ciento de su tiempo, María arrima un mate y dice, de entrada, que lo que le pasó con la cárcel fue que, desde el día en que cruzó la puerta del Penal, ya no pudo dejar de volver. Tenía 25 años, trabajaba como escribiente en Tribunales y, luego de tomar una declaración a una extranjera detenida, quiso visitarla y empezó por llevarle un diccionario ruso-español y ropa de abrigo. “Ver la confusión y el estrés de esa mujer que ni siquiera hablaba español, y visitarla después, fue una situación bisagra en mi vida. Supe que estaba en un trabajo que no era para mí; ya no quería estar del lado de los que juzgaban sino ver qué podía hacer y cómo acompañar un poco más. “¿Por qué llegó esta mujer a este lugar?” ¿Cómo puedo ayudarla?”, se preguntaba María. Así llegó por primera vez a la Unidad 3, que ahora se llama Complejo 4, de Ezeiza esta emprendedora y militante ferviente que nació y creció en Bella Vista dentro de una familia de abogados y muy cerca de una madre maestra jardinera y psicóloga social que hasta hoy impulsa proyectos solidarios en el conurbano bonaerense dirigidos, claro, a los más vulnerables: las mujeres, los mayores y los niños.
–¿Y, entonces, qué pasó desde tu primera visita a Ezeiza?
–Una vez que ves, ya no podés dejar de ver, y para mí la cárcel fue el descubrimiento de algo que hasta entonces no existía. Hasta ese momento no pensaba en la cárcel ni en la gente que estaba encerrada ahí, pero enseguida me encontré con un mundo encerrado en otro mundo, un lugar muy separado del resto de la vida. Por eso, más tarde, el trabajo de “Yo no fui” tuvo que ver con el afuera; con cortar esa sensación de hermetismo que se respira. Al principio, las chicas decían que en su vida habían apretado la pausa, pero sabiendo que todo seguía. La idea, entonces, fue hacer eso más leve o prepararlas mejor para el momento de la salida. Con el taller de poesía empecé en 2001, convocada por la Casa de la Poesía, que dependía de Bibliotecas de la Ciudad.
–¿Qué más te impactó o recordás de tu paso por los talleres de poesía?
–Cuando empezamos pasaban cosas impresionantes. El primer día había más de veinte mujeres anotadas y yo no sabía qué podía pasar. Llegué con una colección de más de cuarenta títulos de poesía de los noventa, donde había textos diferentes de los que ellas estaban acostumbradas a leer. Mi idea era contarles que la poesía no es una cosa elevada sino accesible para todos. A lo largo de los años, siempre había un primer período en el que las chicas necesitaban exorcizar lo que les pasaba; ese sufrimiento y esa angustia frente a la distancia o la lejanía de la familia. Y una segunda etapa en la que empezaban a ver qué pasa con la propia voz, el momento más interesante, porque ahí comienza la experiencia del escribir. De todos modos, es impresionante lo que les pasa a las mujeres que son mamás, el dolor de tener que dejar a los hijos.
–¿Recordás a alguna mujer entre todas?
–Son muchas, pero hay algunas que han hecho un recorrido muy impresionante con la escritura, algo que reflejó el documental Lunas cautivas, de Marcia Paradiso. Uno de los testimonios que aparecen ahí es el de Liliana, una de las compañeras que vino al taller durante casi ocho años. Cuando llegó, era una chica cerrada, muy para adentro. Al tiempo, empezó a volcar lo que sentía y a la vez empezó a cambiar su trato y relación con las demás. Hoy dice: “No es que me haya convertido en otra cosa sino que me redescubrí. Me conocí mejor”. Ahora, como estoy dejando de dar el taller de poesía para ocuparme de otras cosas, Lili está yendo con Juan Pablo Fernández, otro docente, a dar clases a dos unidades de Ezeiza. La esencia de una persona no puede encerrarse. No se puede encerrar ni ahogar la identidad, el yo. Sobre esa idea trabajamos mucho y, por eso, las chicas defienden el espacio del taller contra todo.
–Antes de llegar al mundo de la poesía y a la cárcel de Ezeiza, ¿cuál fue tu recorrido y tu formación?
–Nací en Bella Vista y cuando terminé el secundario me vine a vivir al centro. A “Yo no fui” llegué a través de la poesía, porque venía escribiendo desde hacía tiempo y participaba de diversas actividades. Durante años, también estudié teatro con Cristina Banegas y Alberto Ure y cursé cinco años de la carrera de Estudios Orientales en El Salvador; me faltó muy poco para terminar.
–¿Cómo nació “Yo no fui” como asociación civil y espacio cultural?
–En un momento las mujeres empezaban a salir en libertad y querían seguir con el taller de poesía afuera. Hasta entonces, habíamos armado un grupo que se llamaba “La visita”, que permitía que escritores, artistas y amigos visitaran el taller; hacíamos festivales de poesía donde llevábamos a sesenta poetas a leer al Penal, junto con los familiares de las mujeres. Había que seguir adelante. Siempre hubo un gran esfuerzo puesto en sumar gente y acercar los mundos, y afuera había un grupo muy dispuesto a seguir con los encuentros; desde mi pareja y mis amigos hasta profesionales que sabían de la existencia de este espacio. Primero nos juntábamos en mi casa y en la casa de Claudia Prado, que durante un tiempo dio los talleres de poesía conmigo. Después, con Ramona Leiva, que había estado en Ezeiza en el taller de serigrafía de La Stampa, y otras compañeras, nos propusimos abrir más talleres: el de textil, el de serigrafía, el de carpintería… La gente de la Asamblea de Palermo nos ofreció un espacio en Palermo y un amigo nos dio un lugar para poner la primera máquina de coser en su carpintería.
–¿Quiénes asisten hoy a los talleres?
–A los talleres vienen las chicas que están con arresto domiciliario o que tienen salidas transitorias con permiso judicial, y asisten las personas liberadas. Lo lindo es que con los años los talleres también se abrieron a la comunidad. Vienen personas que llegan a través del Ministerio de Trabajo y también gente del barrio. La idea no es armar un gueto con gente que estuvo presa. Todo lo contrario. Hoy, personas de oficios, como diseñadores, encargan trabajos a nuestro taller por el plus o el valor social que les suma a su proyecto. En lugar de mandar coser a otros talleres, prefieren venir acá y hablan directamente con las mujeres. Se hacen bolsas y remeras, entre otros objetos.
–María, ¿cuánto tiempo le dedicás a “Yo no fui”? ¿Podés vivir de este trabajo?
–Le dedico mucho tiempo, vivo para esto y durante años hacía malabares para combinar otras actividades con “Yo no fui”. Afortunadamente, a partir de este año pasó algo muy bueno, porque ahora soy emprendedora social de Ashoka, y recibo una ayuda económica que me permite trabajar todo el día en esto. Dentro de la organización, tengo ganas de ocuparme de otras cosas que me interesan, como el proyecto editorial. A partir de la relación con Ashoka pude conectarme con otros que están impulsando proyectos sociales valiosos. Ashoka tiene una red grande de contactos con empresas, y mi idea es que la red de ayuda y de colaboración se vaya agrandando. Ahora estamos armando un plan de negocios; la idea es profesionalizar los talleres cada vez más.
–Cuando mirás hacia atrás y volvés a ese día en el que visitaste la cárcel por primera vez, ¿imaginabas este camino para tu vida?
–Cuando empecé, ya venía de trabajar en la revista Hecho en Buenos Aires, y quería seguir con algo que vinculara la escritura y lo social. En un principio, pensé que podría hacer una revista con gente privada de su libertad, pero después el proyecto fue mutando. Lo que puedo decir es que la experiencia de “Yo no fui” me cambió la vida; pude empezar a ver las cosas desde otro lugar.
–¿Cómo ves el mundo consumista, competitivo y un poco frívolo de la ciudad, visitando la cárcel de mujeres tan seguido?
–Al principio me generaba rebeldías o crisis, pero acá se trata de acortar las diferencias, y la clave es el encuentro despojado y sincero con el otro. No le quiero salvar la vida a nadie, lo que hago me hace bien a mí, creo que a todas nos hace mejores personas. La empatía es lo que hace que esto funcione. A veces puede parecer que se cae el mundo, pero entre todos le buscamos la vuelta para seguir.
–Si pudieras pedir algo más, ¿qué pedirías?
–Poder seguir apoyándome en mis compañeras y ¡no pagar más alquiler! Siempre que podemos, pedimos una casa. Algún día va a llegar.
VENCER EL ENCIERRO
Ramona Leiva, de 59 años, se convirtió en la compañera de ruta de María Medrano desde el inicio de “Yo no fui”. Estuvo detenida en Ezeiza durante cuatro años y, en ese tiempo, asistió a diversos talleres, entre ellos el de serigrafía que coordinaba La Stampa. Con el tiempo devino docente, se puso a crear, quiso compartir algo de lo que había aprendido en las clases, y siguió expresándose. Hoy está a cargo del taller de serigrafía de la organización, y por las tardes también ceba mate, le hace upa a algún nene o pregunta cuánto le falta a esa compañera de taller para salir, dónde vive, qué quiere o qué sueña. Cuando ella misma estaba en ese lugar al que una mujer a su lado llama “la ratonera”, una compañera le recomendó que asistiera a los talleres. “No dejes que las rejas te lleven”, le pidió, y eso le quedó grabado a fuego. “Hay cosas que cambian tu orientación en la vida, y eso es lo que quiero transmitirles ahora a las mujeres en los talleres. La vida da otras oportunidades”, asegura.
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