Desde chiquitos sabemos que la muerte es parte de nuestra humanidad. Por eso, cuando la finitud toca de cerca nuestra experiencia, no podemos decir que no sabíamos que ella anda siempre por allí, misteriosa, marcando el contorno de nuestra condición.
Alguna vez leí en algún libro de adolescencia que, para vivirla como buena compañera de ruta, a la muerte no hay que tenerla ni muy cerca ni muy lejos.
Si la tenemos muy lejos, vivimos como si no existiera y nos desbarrancamos tontamente, dilapidando nuestros años de manera irresponsable al pensarlos eternos. Si la tenemos demasiado cerca, entramos en pánico, y nos lo pasamos más pendientes de ella que de la vida misma, lo cual es una pena. La distancia óptima, decía aquel texto de olvidado autor, sirve para que la muerte sea lo que nos dé ganas de vivir al generar valor a la vida, sin que nos lo pasemos tratando de no morir, cosa esta última un poco deprimente, ya que, sabemos, vivir es diferente a no morir.
Suele decirse que hay un buen morir, y es verdad. Ese buen morir está marcado por el buen vivir, sin el cual no existe. Es decir, la muerte es la muerte, pero la cualidad anímica del morir está dada por cómo se ha vivido, inclusive, en los últimos instantes.
En ocasiones, cuando me hablan de acompañar a quienes sufren una dolencia terminal para que puedan morir bien, pienso que lo más acertado es decir que, en esos casos, se acompaña a vivir bien los últimos momentos de la vida. Pienso que la intención es propiciar que alguien pueda vivir los últimos tiempos acompañado por la vivencia del amor y no por el miedo, la desolación o la lástima. En general, prefiero pensarlo así, porque no por últimos esos momentos dejan de ser vitales y significativos en términos de existencia.
Los últimos momentos de la vida, en muchos casos, son anunciados y permiten ciertas expresiones e intercambios que alumbran zonas y territorios vinculares antes ocultos; de allí su importancia. Me refiero a los diálogos, las despedidas, el ir partiendo, dejando saldadas, en los mejores casos, muchas de las cuentas en lo que hace al vínculo con los otros.
Pero es verdad que no siempre la muerte llega prolijita, y suele ser cruel y terrible en su manera de arribar. Duele aceptar que es parte de nuestra condición no controlar su llegada ni en nosotros ni en nuestros seres queridos.
Por eso, la preparación para la muerte –la propia y la de los otros– y la aceptación de sus reglas inapelables es, justamente, una vida plena, vivida sin miedo, con amor y con amores que la tornen interesante.
En la despedida, los protagonistas somos los que quedamos. Toda vida tiene un sentido, y toda muerte también. El encuentro de ese sentido es tarea de los que viven, porque los que se van tienen otros asuntos de los cuales ocuparse.
Está en nosotros descubrir o crear ese sentido sin que el miedo exagerado y la rebelión nos lleven al callejón sin salida de la melancolía y la bronca porque no nos toca ser dioses inmortales.
Lo bueno del mensaje que ofrece la vida es que no vale la pena pelearse contra la muerte, ya que ambas, vida y muerte, gozan de una buena amistad, aunque suela costarnos entenderla.
Quizá no entender no sea tan terrible, y podamos dedicarnos entonces a confiar y a hacer lo que podemos (que no es poco) en el “más acá”, sin tanto preocuparnos por un “más allá” que no es una amenaza, sino, tal vez, una promesa de paz y descanso tras una caminata larga y, si queremos sentirlo así, muy, pero muy interesante y fructífera.
¿Te gustaría recibir notas como esta en tu e-mail?
Suscribite aquí y te las enviaremos a tu casilla todos los meses
No está conectado a MailChimp. Deberá introducir una clave válida de la API de MailChimp.