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Sociedad

13 febrero, 2023

La cuestión del mal

A la luz de las sentencias de los casos de Lucio Dupuy y Fernando Báez Sosa, y a 60 años de la publicación del libro 𝘌𝘪𝘤𝘩𝘮𝘢𝘯𝘯 𝘦𝘯 𝘑𝘦𝘳𝘶𝘴𝘢𝘭é𝘯. 𝘜𝘯 𝘪𝘯𝘧𝘰𝘳𝘮𝘦 𝘴𝘰𝘣𝘳𝘦 𝘭𝘢 𝘣𝘢𝘯𝘢𝘭𝘪𝘥𝘢𝘥 𝘥𝘦𝘭 𝘮𝘢𝘭, de Hannah Arendt, una reflexión sobre aquello que nos pasa socialmente cuando la maldad se vuelve rutinaria.


A la izquierda Lucio Dupuy y a la derecha Fernando Báez Sosa, las víctimas de dos crímenes que conmovieron al país.

Por Elisa Goyenechea*

La conmoción que han suscitado los casos de Lucio Dupuy y Fernando Báez Sosa no solo responde a la aberración y al salvajismo respectivos de los crímenes. Han puesto también en evidencia tanto la pasividad de la sociedad como la inoperancia del estado, en prevención y gestión. Si la familia es el lugar natural, donde todo niño se sabe amado y protegido, lo que horroriza del caso de Lucio es la voluntad expresa de dañar “con ensañamiento y alevosía”, como reza la sentencia. Nos escandaliza, pues devela la incoherencia entre un estado de dimensiones pantagruélicas, por un lado, y la sordera del sistema, por otro. Desde la salud y la educación públicas, hasta la incompetencia de la justicia. Ni los médicos y enfermeros, ni los maestros, ni la policía fueron eficaces en gestionar, mediante denuncias, la situación de maltrato y abuso. La jueza que lo condenó anticipadamente, cuando otorgó la tenencia del niño a sus verdugos, nos confirma que el abandono y la desprotección es, como dijo Walter Benjamin en 1940, no la excepción sino la “norma en que vivimos”. Pero eso no es todo. La sociedad civil y la esfera privada, que incluyen amigos, vecinos y familiares, fueron indiferentes o no pudieron tramitar el delito del que eran testigos ante las instancias previstas por nuestro contrato social. Cuando falla la familia, es el estado el que debe custodiar y proteger, en primerísimo lugar, a los más indefensos.

El homicidio feroz de Fernando Báez Sosa, “premeditado” y “agravado por alevosía” pone sobre el tapete los mecanismos temibles de la mente colectiva.  Desde fines del XIX, la psicología de masas ha examinado el funcionamiento de la horda o la manada. Gustave Le Bon y más tarde Sigmund Freud con su Totem y Taboo, describieron el comportamiento “regresivo” y “contagioso” de la horda primordial, inhumana y bestial. Entre sus notas, destacan la impulsividad y la irritabilidad; la incapacidad de atención sostenida y la total carencia de pensamiento crítico. La horda comparte un sentido de omnipotencia, la gobiernan sentimientos exagerados, fórmulas mágicas, y la espuria seguridad del anonimato. La lógica de la horda humana diluye el yo y enmascara la culpa, que, a diferencia de la responsabilidad, siempre es personal. Pero en el banquillo de los acusados, nunca comparece un colectivo, sino personas de carne y hueso, a quienes se juzga por sus acciones.

Lo cierto es que Freud basó su teoría de la horda observando a los aborígenes australianos y buscó probar la prohibición del incesto y la exogamia, mediante la muerte del padre primordial y castrador. Nada de eso parece servir para comprender la conducta salvaje de una bandita de bravucones potenciados con alcohol, y con un historial de violencia impune en Zárate. Cierto es que según Le Bon, la horda comparte un inconsciente arcaico y es, por ende, pre-civilizada, pero el siglo XX enseña otra cosa. Para Hannah Arendt, “el hombre masa no es ni bruto ni atrasado” y la regresión salvaje puede darse en gente educada y socialmente integrada. Modestamente, creo que adjudicar a estos crímenes la bestialidad o la ferocidad del mundo animal, es injusto para los animales no-humanos (que no se ensañan) y desvía la atención de las conductas reprochables moralmente y punibles legalmente de los animales humanos.

Más allá del debate vernáculo que se ha generado en torno a las respectivas sentencias, a la calidad de nuestras cárceles, a la razón de ser de la justicia y al lastimoso show mediático, sin el cual (tristemente) la Ley Lucio podría tener pocas chances, los asesinatos de Lucio y de Fernando plantean la incómoda cuestión de los crímenes, para los que no parece haber justicia concebible. Se trata de un tipo de crimen y de maldad que hieren de modo tal a los propios afectados y a la comunidad toda, que la reparación del daño no luce del todo posible.

Las cuestiones del mal y de la injusticia han obsesionado a poetas y pensadores de todos los tiempos. Hesíodo, Platón, San Agustín, Spinoza, Leibniz, Kant, Ricoeur han buscado desentrañar su naturaleza y su origen. En todo caso, han señalado el corazón del hombre como su lugar natural y aludieron al mal como aquello que se sustrae de la norma o la ley. Si la norma es el bien y lo justo, el mal es la excepción y lo extra-ordinario, en el sentido más literal del término. Hannah Arendt puso esto en entredicho.  

Al cumplirse 60 años de la publicación de Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal, podría ser atinado revisitar sus observaciones. Cuando asistió como corresponsal al juicio de Adolf Eichmann, The New Yorker le encomendó la redacción de un informe del proceso de Jerusalén. A Reporter at Large: Eichmann in Jerusalem, en principio una nota informativa y periodística, fue publicado en 5 secciones consecutivas, entre febrero y marzo de 1963. Pero la contribución de Arendt superó el mero informe y, como reza el subtítulo, acuñó un nuevo término para dar cuenta de un tipo de mal inaudito. A tal punto fue más allá del reporte informativo, que el texto contiene dos sentencias, la emitida por el tribunal presidido por Moshe Landau, y la proferida por la misma Arendt en las últimas páginas: “tu […] no has querido compartir la tierra con el pueblo judío […], nosotros consideramos que nadie […] puede desear compartirla contigo. Esa es la razón, la única razón, por la que has de ser colgado”. Muchas críticas le valieron esta versión ad hoc del Levítico, 24: “el ojo por el ojo y el diente por el diente”.

Hannah Arendt, una de las filósofas más inluyentes del siglo XX cuyo pensamiento retoma Elisa Goyenechea para reflexionar sobre el mal en nuestra sociedad.

Le llamó la atención “la asombrosa superficialidad del acusado” y su afición por los clichés. Eichmann no era un sádico, ni un perverso, sino “un don nadie [he is a nobody]”. No era “un demonio en persona”, como el fiscal y la opinión pública ya habían tácitamente sentenciado, sino un burócrata “terroríficamente normal”. “Los hechos eran monstruosos, pero el autor […] era bastante ordinario, común y ni monstruoso ni demoníaco”, describió.

Arendt fue inmediatamente acusada de ser una judía que se odiaba a sí misma y de no “amar al pueblo judío”. ¿Acaso insinuaba que Eichmann podría ser inimputable, puesto que “no piensa”? El hecho de que Eichmann realmente nunca pensó en lo que hacía, como lo demuestra su actitud en la Conferencia de Wannsee (“sentí algo parecido a lo que debió sentir Poncio Pilatos […] libre de toda culpa”), no mermaba en modo alguno su culpabilidad. Con banalidad se alude a un mal rutinario y enquistado en una sociedad anestesiada, que aceptó dócilmente las nuevas reglas de un estado a todas luces criminal. El desquicio que reveló Eichmann es que no necesitó “cerrar sus oídos a la voz de la conciencia”, porque su conciencia habló con una “voz respetable”, con la voz de la sociedad respetable que lo rodeaba.

En esa circunstancia, la excepción se vuelve la norma, el mal se hace cotidiano y no se lo percibe como tal. Arendt vio en el acusado a una persona perfectamente normal, que solo sabe ajustarse a la norma, cualquiera sea. Cuando el mal se naturaliza, se hace banalidad y se filtra por todos los estratos sociales a una velocidad directamente proporcional a la ausencia de juicio personal. La indiferencia y la falta de compromiso con los valores que juzgamos vinculantes, es el más poderoso catalizador de su fuerza destructora. De allí el valor indeclinable del discernimiento personal: “la capacidad de distinguir lo bueno de lo malo […] puede prevenir catástrofes, al menos para mí, en los momentos de mayor adversidad [when the chips are down]”.

*Graduada en Filosofía y Doctora en Ciencias Políticas (UCA). Profesora universitaria e investigadora del legado de Hannah Arendt.

ETIQUETAS cultura filosofía justicia sociedad valores

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