EL MOVIMIENTO WABI-SABI
En un mundo vertiginoso, voraz, plástico, llega desde oriente la filosofía wabi-sabi, un arte que privilegia lo simple, lo modesto, lo auténtico, una filosofía que rescata el paso del tiempo. El wabi-sabi consolidó sus cimientos en China en el siglo XII y desde entonces ha ido expandiéndose sigilosamente hasta llegar a Occidente. Desde el diseño con materiales nobles, el arte y la arquitectura, el wabi-sabi se instala como una nueva manera de concebir a las personas en conjunción con la naturaleza. Por Anna Kazumi Stahl.
Frente a un ejemplo de la belleza –el David de Miguel Ángel, la poesía que evoca a Helena de Troya, la sonata Claro de Luna de Beethoven– uno siente el impacto de algo ideal y dice: “Es perfecto”. La belleza realizada en el mundo de los sentidos. Nos da satisfacción que lo bello sea así, de un esplendor impecable e inmutable, extraordinario. Nos motiva y la ponemos como absoluto.
Wabi-sabi es todo lo contrario. Sin embargo, con fervor creciente en los últimos años, este antiguo término oriental está en la boca de artistas, diseñadores y hasta terapeutas.
¿Por qué? ¿Qué es wabi-sabi?
Se trata de una pauta, acaso la central, de la estética japonesa. La belleza se supone universal, pero Occidente y Oriente la han definido de dos maneras muy distintas. En Occidente, desde la Antigua Grecia, la belleza se busca en la perfección y la simetría, mientras que en Japón lo que es bello no tiene que ver con lo perfecto, sino con lo que es armonioso con la naturaleza y con su propia condición natural. Por eso, wabi-sabi, a primera vista, no parecería tener que ver con ideas de la hermosura. La palabra “wabi”, si bien tiene la raíz “wa” (armonía), en su uso antiguo significaba la desolación o la soledad melancólica, y también lo austero y simple. Y “sabi” (literalmente “flor o brote del tiempo”) puede referir “óxido”; en la estética habla de los indicios de desgaste que se hacen visibles a lo largo del tiempo, la pátina de antigüedad y humilde perseverancia que demuestran las cosas utilizadas durante muchos años sin ser reemplazadas.
¿Cómo puede ser que estos términos, relacionados con la desolación y el desgaste, sean las elegidas para referir la belleza? ¿Y qué en ellos atrae ahora a tantos diseñadores y artistas occidentales?
La respuesta a la primera pregunta está en el pensamiento espiritual japonés, y la respuesta a la segunda también. Es decir, la clave de wabi-sabi no es lo que indicaría sobre qué cosa es bella o no, sino cómo cultivar la sensibilidad de apreciar lo bello que puede estar en todas partes, no sólo en situaciones ideales. Sin contradecir la definición occidental, wabi-sabi ve mayor belleza en lo que es modesto, efímero e imperfecto. Aquellos atributos, en la espiritualidad japonesa, son las verdades de nuestra naturaleza, y por eso, representar una armonía con ellas produce un efecto serenamente elegante.
En el budismo, la vida es regida por la ley de la impermanencia: nada perdura, todo cambia constantemente. A partir de esta creencia se cultiva el desapego y la suspensión de prejuicios subjetivos en el ser humano, como manera de aquietar los deseos personales y dar paso a un encuentro más pleno y más claro con la realidad que se vive en cada momento. El término “wabi” data del año 500 para referir la pobreza desolada, pero adquiere una connotación positiva cuando las enseñanzas del budismo zen –en Japón a partir del siglo XII– dan énfasis a la liberación de apegos materialistas y falsas necesidades, que llevan a un ciclo vicioso de deseo superficial e insatisfacción, y por ende al sufrimiento. En lugar de la búsqueda por premios y entretenimientos, el budismo incita a gozar de la simpleza de la vida.
En ese sentido, un cuenco para el té que es sencillo, hecho a mano, del color del barro natural, y con un barniz poco brilloso se considera elegante, mientras un tazón blanquísimo con toques de dorado y un complejo dibujo de flores en colores estridentes, no. Y el aspecto más espiritual de “wabi” se hace presente si uno puede notar la huella dejada por la mano del artesano al darle forma redonda al barro. Así, lo que otro calificaría como un “desperfecto”, se valora por ser el eco, pequeño y aún sensible, del calor humano que estuvo presente en el momento del proceso de creación. Esta sensibilidad enseña a reconocer la belleza en algo común e imperfecto que además expresa lo efímero.
La segunda parte del compuesto es “sabi” (lo oxidado, lo desgastado); puede resultar más accesible que el anterior si uno apela a la idea familiar en Occidente que las antigüedades se valoran por sobre los muebles recién fabricados. Pero a diferencia de un escritorio Luis XIV comprado por miles de dólares, la cualidad de belleza señalada por “sabi” estará igual o más intensamente sensible en la pipa vieja, olvidada, que le pertenecía al abuelo. Sólo faltaría apreciarlo: la boquilla marcada, el bol sándalo que aún huele apenas a tabaco, y el recuerdo infantil, borroso pero genuino, de cómo la mano de él acunaba la pipa en las noches de invierno luego de la cena.
“Sabi” tal vez sea más cerca de “añejo”, por enfatizar cómo el tiempo actúa positivamente sobre el objeto y contribuye a su valor. Es cierto que desgasta la primera línea o composición, y apaga el brillo o el sabor original, pero también los años de perdurar y de ser atravesado por cambios orgánicos en un proceso natural crean un nuevo semblante. En la espiritualidad, allí se hace evidente la impermanencia de todas las cosas, y se aprende a aceptar, hasta a apreciar, esa realidad y sus efectos naturales con tranquilidad. En vez de idealizar o añorar una sola etapa de la vida, uno es motivado a vivir todo y cualquier momento con gratitud y con goce.
Fusionar los términos en wabi-sabi fue una medida, desde el terreno de los artes, contra el materialismo ostentoso de las clases adineradas en la era feudal. Su primer propulsor fue el gran maestro de la ceremonia del té, Sen no Rikyu, que durante el siglo XVI hizo del té un acto tanto estético como espiritual, plenamente wabi-sabi. En Occidente, es un concepto recién llegado, difundido en la década del 90. Hoy en día, tal vez se escuche el término wabi-sabi en la misma oración que alguna referencia al movimiento Slow Food o al concepto Fluir, pues todos estos conceptos apuntan a cambiar una vida esclavizada por el materialismo y el “exitismo” por otra que aprecia cada experiencia como si fuera una expresión de la belleza wabi-sabi, y valorar el individuo por lo que es, no por lo que tiene.
Por otro lado, tampoco da paso a una permisividad generalizada. Wabi-sabi implica reducir las cosas materiales, darles cuidados de limpieza y pulcritud, y usarlas con conciencia activa. Una ley budista reza: no es sano poseer más de lo que se usa realmente.
¿Cómo encuentro ejemplos en mi vida actual de wabi-sabi? No es obligatorio ir a un templo zen. Al contrario. Aquella camisa favorita de hace añares, la que usabas en la facultad para estudiar, cuando hiciste tu primera mudanza, cuando dabas de amamantar a tu hijo, la que podés tener puesta todo el domingo y es como si no vistieras nada por lo cómoda que es. Sí, esa que está desteñida y tiene los botones cambiados y los puños deshilachados es un buen ejemplo, porque el uso la hizo más suave que una nueva blusa de seda, y sobre todo porque te representa y cada vez que te la ponés, sentís algo así como el abrazo efímero de los momentos vividos.
¿Quién no tiene guardado el vestido de novia, o el de la comunión, o el conjuntito ínfimo y lleno de anti-polillas del bautismo? El wabi-sabi está en estas cosas y en otras aún más simples que a veces olvidamos valorar: un mensaje escrito a mano, la luz de una vela. Un detalle clave en wabi-sabi es poder percibir la imperfección sin sentir insatisfacción. Lo austero no debería implicar privarse, al contrario –como bien dice el refrán español– no es rico el que mucho tiene, sino el que poco necesita. Y ahí está el rasgo positivo, acaso la felicidad escondida, y por cierto la belleza, en wabi-sabi.
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