Por Laura Ponce*. Ilustración: Maite Ortiz.
Una de las figuras más conocidas de la mitología griega es Ícaro. Su padre, Dédalo, era un famoso arquitecto y gran artesano, pero Ícaro no heredó sus habilidades.
Mientras crecía, Ícaro vio a su padre realizar importantes trabajos para el rey Minos; se interesaba en ellos, pero no se le permitía participar demasiado. Dédalo era muy orgulloso, no deseaba verse superado por nadie, y tampoco puso gran empeño en transmitirle a su hijo sus conocimientos. Sin embargo, Ícaro logró convencerlo de trabajar con él y uno de los encargos en los que colaboró fue la construcción de un magnífico laberinto, con incontables pasillos y calles sinuosas abriéndose unos a otras. El propósito de tal construcción era encerrar allí al Minotauro, un ser monstruoso con cuerpo de hombre y cabeza de toro. Pero una vez terminada la obra, para asegurarse de que no revelaran los secretos de sus complejos pasajes, el rey Minos encerró a padre e hijo en una torre.
Dédalo sabía que la única forma de escapar de allí era volando, por lo que se propuso fabricar alas. Junto con su hijo, enlazó plumas entre sí; aseguró las más grandes con hilo y las más pequeñas con cera. Cuando por fin terminó, batió sus alas y se halló subiendo y suspendido en el aire. Equipó entonces a Ícaro de la misma manera, pero le advirtió que no volase demasiado alto porque el calor del sol derretiría la cera, ni demasiado bajo porque la espuma del mar mojaría las alas. Y alzaron vuelo.
Al ver que lograban alejarse de la isla, Ícaro se sintió cada vez más confiado y comenzó a ascender desoyendo las advertencias de su padre. Se aventuró más y más arriba. Hasta que el ardiente sol ablandó la cera que mantenía unidas las plumas de sus alas y se despegaron. Ícaro agitó sus brazos, pero no quedaban suficientes plumas para sostenerlo, cayó al mar y murió.
Durante mucho tiempo, hubo un sitio en el que se aseguraba que descansaban sus restos. Y los griegos lo tuvieron presente como figura cuasihistórica, parte de su pasado épico.
Incluso hoy, el de Ícaro es uno de los mitos más conocidos y de mayor fuerza, y eso quizá se deba a que nos es fácil identificarnos con él y su deseo de ir más alto, en esa irreflexiva ambición que a veces nos empuja más allá, desoyendo toda advertencia.
El mito está relacionado con la idea de desmesura, de hubris o hybris, que podría compararse con el pecado de orgullo: ese exceso de confianza, esa arrogancia que conduce a la propia destrucción. Para los griegos no existía el pecado tal como lo concibe el cristianismo, pero el hubris era la peor falta. Estaba relacionada con el concepto de moira, que en griego significa ‘destino’, ‘parte’, ‘lote’ y ‘porción’ simultáneamente. El destino es el lote, la parte de felicidad o desgracia, de vida o muerte, que corresponde a cada persona en función de su posición social y de su relación con los dioses y los demás humanos. Ahora bien, la persona que cometía hubris era culpable de querer más que la parte que le fue asignada en la división del destino. El castigo de los dioses era la némesis, que tenía como efecto devolver al individuo dentro de los límites que cruzó.
En la sociedad en que vivimos, son otros los valores; este mundo moderno tan competitivo parece empujarnos a la ambición desmedida, pero la historia de Ícaro nos alerta. Puede tomarse como una lección de humildad. O como la sugerencia de revisar el realismo de nuestras metas. O quizá como el simple recordatorio de que debemos tener cuidado en nuestra ascensión. Pero que, si tenemos alas, es para usarlas.
*Escritora, especialista en mitología y ciencia ficción.
ETIQUETAS mitología
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