Inspiración
19 julio, 2021 | Por María Eugenia Sidoti
Esos nobles intentos que nos salieron mal
Si alguna vez tuviste la buena intención de hacer algo para mejorar un poquito tu vida o darles felicidad a otros, pero tus planes fallaron rotundamente, te damos la bienvenida al vasto universo de los "mete pata". ¡Sumá tu relato a estas historias!

Foto: Pexels.
Era una mañana de sol y ella había decidido que era tiempo de preparar el primer pan casero de su vida para compartirlo en familia. Todo le parecía hermoso: la masa levaba al abrigo del resplandor que se colaba, tibio, por el ventanal, mientras que el aroma sutil de esa mezcla en movimiento era la promesa de una merienda saludable y hogareña, ideal para un día de invierno. La receta iba bien y era una tentación, de tanto en tanto, espiar la burbujeante preparación. Ah. ¿Qué podía fallar? Así que cuando el recipiente –tapado con un trapo limpio– cayó desparramando todo su contenido pegajoso por el piso de parquet, luego de que su pequeño hijo de 9 años se sentó, distraído, sobre él, dicen que la autora de esta nota perdió la compostura. Que gritó, pataleó y hasta le desconectó la Play Station al niño quien, encogiéndose de hombros, solo atinó a preguntar: “¿Y tanto lío por un pan?”. Así son las cosas: un día uno decide que por fin hará algo con las mejores intenciones del mundo y el sueño se desmorona rápidamente, como un castillo de cartas al viento. ¿A quién no le pasó, por más bienintencionado que haya sido el motor que lo llevó a intentarlo?
Pues, bien, he aquí el relato de otros héroes anónimos de nobles causas perdidas:

Foto: Pxfuel.
Carolina y su intento de compost
Cuando todavía vivía con su madre tenía un enorme jardín y en un rincón alejado de la casa había un pozo donde solía funcionar la bomba de una pileta antigua que ya no estaba. Como se encontraba oculto, en ese hueco tiraban los restos de la poda, el pasto que cortaban, cáscaras de huevo y de frutas… «Al aire libre, esos deshechos se compostaban solos y después se convertían en tierra», recuerda Carolina, que tiempo más tarde se mudó sola a un departamento. Como aquella experiencia quedó en su memoria y siempre había estado interesada en cuestiones ambientales, decidió repetirla en su balcón para compostar sus residuos orgánicos y comenzó a tirar lo mismo que desechaban con su madre en el parque en una maceta grande. «Pero a la maceta no le daban ni la lluvia ni el sol, es decir que las buenas condiciones para lograr un compost no estaban dadas», señala Carolina, quien reconoce que tampoco sabía del todo bien qué debía tirar allí… y qué no. Al poco tiempo, un día de lluvia, vio que de la maceta salían unos extraños insectos en fila que no parecían hormigas ni arañas y a los cuales no se le veían siquiera algunos pares de patas o antenas. «Caminaban tipo ejército hacia el balcón de la vecina y me empecé a desesperar porque no había manera de pararlos», describe. Solo salían los días de lluvia y era imposible detener su avance, señala y agradece que, por suerte, la vecina nunca se quejó del desagradable suceso. Tiempo más tarde, en un curso de jardinería, comprendió que el error fue no haber removido el compost correctamente y supo por fin cuál era el nombre de aquellos bichos: larvas de moscas soldado.
Mariela y las fallidas clases de meditación
No habían sido meses sencillos: separarse en medio de la pandemia con una hija de dos años y un home office exigente socavó toda su energía. Pero, poco a poco, el tiempo fue pasando y ella recuperó la alegría y las ganas de sentirse mejor en cuerpo y alma. En medio de ese proceso de renovación, fue una amiga la que le recomendó meditar online. Le pareció una gran idea: los días que su ex se llevara a la nena, esas tardes en las que por primera vez pasarían horas separadas y sabía que iba a extrañarla demasiado, ella se conectaría a clases para alejar las tensiones y la pena, o al menos para intentar reconectar con su interioridad. El profe era un encanto y, en la ajetreada maternidad, por fin podía disponer de un largo momento de silencio; el plan no podía ser mejor. Lo puso todo: un mat nuevo, un par de medias decentes (revolvió con paciencia el cajón hasta encontrar por fin unas sanas porque, aunque no se vieran a través de la pantalla, eso la hacía sentir mejor), eligió ropa de textura suave y sacó a relucir, por primera vez en mucho tiempo, su sonrisa pre-separación. ¿El resultado? Estresante: la conexión a Internet fue inestable toda la clase y en cuanto intentaba relajar sus músculos y apagar sus pensamientos, el profesor quedaba congelado en el Zoom y tenía que levantarse a reiniciar el módem. Así fue su frustrado debut en esta técnica milenaria todo el primer mes, hasta que decidió que era un buen momento para salir a buscar a su nuevo amor: un proveedor que le garantizara muchos gigas.
«Intentar, intentar, intentar y seguir intentando es la regla que debe seguir para convertirse en un experto en cualquier cosa».
William Clement Stone

Foto: Pexels.
Cecilia y las inclemencias de la vida natural
Si iba a empezar a llevar una vida saludable, lo mejor sería hacerlo cuanto antes. Bingo: era lunes, día ideal para que nacieran en ella unas ganas tremendas de comenzar a cuidar su alimentación. Sin pensarlo dos veces fue hasta la dietética, compró frutos secos y hasta se dio el lujo de probar algo que hasta el momento no conocía: las bayas de goji. Probó un par, le parecieron exóticas y muy sabrosas, así que no dudó en comprar también una bolsita. Al llegar a su casa, y como si fueran pasas de uva, se comió los cien gramos maridando las bayas con mate mientras terminaba uno de sus trabajos de diseño. Cuantas más coma mejor, pensó. ¿O acaso no le había dicho la vendedora que eran tan saludables? De hecho, también había googleado algunas de sus propiedades: eran antioxidantes, reforzaban el sistema inmune, ayudaban a bajar el colesterol… Entonces todo pasó muy rápido: al rato sintió los labios un poco tirantes y después los ojos hinchados, como salidos de las órbitas. Nunca había tenido esa sensación antes, así que se acercó rápidamente a un espejo para comprobar eso que tanto temía: parecía la víctima de una mala praxis de aplicación de bótox y su rostro se había hinchado tanto que tuvo que llamar al servicio emergencias. Una inyección de antihistamínico le dio a esta historia su final feliz. Y a ella una lección: ya no parecía tan mala idea volver a matear con unos inofensivos bizcochitos.

Foto: Pexels.
Alejandro y esa ayuda que nadie le pidió
Al ver la escena, no pudo evitarlo: era de noche y una mujer intentaba cambiar un neumático pinchado de su vehículo, haciendo malabares (y sin demasiada destreza) con el criquet. Aunque volvía agotado de una extensa jornada laboral y el tránsito estaba infernal, Alejandro sintió que era su deber detener el coche en cuanto pudiera para acercarse a darle una mano a aquella intrépida conductora que había decidido no esperar al auxilio mecánico. De hecho, él mismo no había cambiado muchas llantas en su vida, pero no podía dejarla sola a esa hora, mucho menos en ese barrio. Dice que fue su instinto de protección lo que lo movió a estacionar unos metros más adelante y acudir a darle una mano. Y recuerda que, por si llegaba a hacer falta, bajó una caja llena de herramientas que siempre llevaba en el baúl, unos trapos, una botella con agua y toallitas desinfectantes para las manos. Además, claro, su teléfono, no fuera que ella no tuviera el suyo y eso no le hubiera permitido llamar al seguro. Al acercarse, vio que era una chica muy joven, prácticamente de la edad de su propia hija, lo que le dio todavía una mayor responsabilidad a la hora de ayudarla. Sin dudarlo, la saludó y le ofreció cambiar el neumático por ella, quitándose el saco del traje y arremangando los puños de su camisa. Pero la respuesta no fue la que esperaba: «¿Vos te pensás que las minas no somos capaces de cambiar una rueda, machirulo?», le preguntó la joven con las manos engrasadas mientras sacaba una tuerca. Aturdido, solo atinó a disculparse por su atrevimiento y a volver al coche para emprender, por fin, el ansiado regreso a casa.
“Soy como todo el mundo: débil, capaz de cualquier metedura de pata, pero básicamente buena gente”.
Junot Díaz
Victoria y un regalito… con vida interior
En una conocida tienda de productos naturales había encontrado un tipo de arroz yamaní que le encantó. Era exquisito y se vendía en bolsas grandes, de tres kilos. Feliz con el descubrimiento, decidió llevarle de regalo una bolsa a su mamá para que lo probara también. “Ella justo estaba por irse de vacaciones”, recuerda Victoria y cuenta que había ido a saludarla porque no se verían por algo más de tres semanas. Le entregó el paquete muy sonriente y su mamá le agradeció, también sonriente, prometiéndole que a la vuelta prepararía con él alguna receta para invitarla a comer. Luego se dieron un abrazo largo de esos que cobran un enorme sentido antes de una despedida. El tiempo transcurrió manso, entre mensajes y llamados en los que su mamá le contaba que ella y su padre estaban bien y que había estado recorriendo distintos lugares. Al llegar la fecha de regreso, Victoria decidió ir a recibirlos para que le compartieran los relatos de la aventura y las fotos. La alegría de la vuelta fue plena, pero duró hasta que su madre fue a prepararle un té y abrió la alacena: en su ausencia, una colonia de de gorgojos había saltado desde arroz yamaní para plantar bandera en todas las harinas y legumbres que guardaba. A fuerza de trapo húmedo y limpieza exhaustiva, entre las dos libraron una dura batalla contra los pequeños ocupas. Pero, por las dudas, Victoria decidió nunca más volver a regalarle cereales.

Foto: Pexels.
Lucía y aquella (no tan fantástica) fiesta
Algo sencillo, pero significativo. Con esa idea se lanzó junto a su mamá y su hermana a la gesta de una fiesta sorpresa para su papá. Todavía no existía el coronavirus, el número era redondo (¡no siempre se cumplen 60 años en la vida!), el resto de los familiares estaban entusiasmados y dispuestos, y habían encontrado el lugar indicado: una cantina muy canchera que seguro le iba a encantar. Cada vez que él se iba a trabajar o a encontrarse con sus amigos, ellas ajustaban a sus espaldas cada uno de los detalles: un abundante tapeo para la cena, buenos vinos (la condición sine qua non para que su “viejito” pasara un gran momento), una mesa dulce llena de cosas ricas y música para los que tuvieran ganas de mover el cuerpo. Evitarían aquellos momentos que, sabían, podría incomodar a “Carlitos”: nada de carnaval carioca, tampoco videos emotivos ni shows. Sí a la simpleza del papel picado. Cuando el día por fin llegó, no podían más de los nervios. Lo engañaron piadosamente con la excusa de llevarlo a cenar en familia. “Solo los cuatro”, mintieron en complicidad. Pero al llegar y ver a los invitados, su papá quedó petrificado y Lucía pudo reconocer en su rostro un gesto de estupor devenido en enojo. La misión no podía ser más noble: querían hacerlo sentir querido y acompañado en su día. Pero no habían tenido en cuenta el “pequeño detalle” de que su padre odiaba las sorpresas.
A continuación te invitamos a compartirnos ese noble intento que a vos también te salió mal. ¡Te leemos!
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