7 agosto, 2018 | Por Sophia
María Negroni: «Todo arte es femenino»
La poeta, ensayista y narradora argentina es también la apasionada traductora de Emily Dickinson. Viene de publicar dos libros que se suman a una producción de títulos de géneros muy variados. Sobre el oficio de escribir, su afición por las preguntas y su distancia de las modas y encasillamientos, habla en esta nota.
Por Agustina Rabaini. Foto: Gustavo Sancricca.
«Huye en el lugar. Invéntate fábulas”, dice uno de los versos del libro Archivo Dickinson y bien podría estar hablando de las dos: de la poeta a la que homenajea el texto, Emily, y de la autora, la argentina María Negroni. Más allá, en el poema “Circunferencia”, se lee: “Yo misma, algún día, emitiré luz y volaré, no con alas sino con muchas cintas, y cambiar de lugar será, para mí, cambiar de mundo suavemente”.
Libro exquisito como pocos, en Archivo Dickinson (La Bestia Equilátera), María Negroni rescata la figura de la poeta norteamericana como una especie de médium, se pone en su piel, la evoca, la comprende, la homenajea, la interpela, se emociona y se asusta con ella. Se inspira con ella. Se mete en su cuarto y en su jardín hasta su muerte y celebra –como apunta la periodista Esther Peñas en un texto de presentación– “la hondura del alma”.
Son las tres de la tarde de un jueves y en el living de la casa de Negroni en Buenos Aires, hay café recién hecho y también objetos, libros y señales que nos abren a una vida entera de vínculo estrecho con las más diversas formas del arte. Luego de vivir en Nueva York durante veinticinco años, la ensayista, poeta y traductora acaba de publicar dos libros: el mencionado sobre Dickinson y el flamante Objeto Satie (Caja Negra). En 2013 volvió a Buenos Aires para dirigir la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad de Tres de Febrero (UNTREF), una oportunidad anhelada por muchos estudiantes y amantes de la literatura para los cuales la carrera de Letras no estaba siendo –en extensión y contenido– el lugar indicado para encauzar el deseo de leer, escribir y llegar a ser literatos.
María Negroni publicó ensayos, novelas, libros de poesía y otros inclasificables, como Elegía Joseph Cornell y Cartas extraordinarias. Algunos títulos de su autoría son La jaula bajo el trapo, El viaje de la noche, Ciudad Gótica, Museo Negro, El sueño de Úrsula, La Anunciación y Pequeño mundo ilustrado.
Una anécdota recuerda que, en 2012, la escritora estaba en un evento cultural y buscó persuadir a Aníbal Jozami –rector de la UNTREF– de abrir la mencionada maestría en esa universidad pública. Él le preguntó: “¿Se puede enseñar a ser escritor?”. María respondió: “¿Se puede enseñar a vivir?”.
“El tiempo vuela”, dice ahora, mirando los estantes de su biblioteca, y cuenta que partió a los Estados Unidos cuando tenía 30 años, que primero estuvo diez años en Nueva York mientras realizaba su doctorado en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Columbia, luego regresó dos años a Buenos Aires, y más tarde volvió a residir en la ciudad del Empire State durante otros trece. Allá crecieron y viven todavía sus dos hijos argentinos, un periodista de 31 y una pintora de 34, la mamá de los dos nietos de María.
–¿Y tu propia infancia? ¿Hasta qué edad viviste en Rosario, tu ciudad natal?
–En realidad, mis padres se conocieron ahí y se casaron. Mi papá era un abogado joven y en un momento lo mandaron a Mendoza, así que mi infancia transcurrió ahí hasta los 11 años. A Rosario solo iba de vacaciones a ver a mis abuelos. Después, justo antes de la adolescencia, nos vinimos a Buenos Aires y me quedé aquí hasta que me fui a vivir afuera. No estudié Letras porque, aunque me gustara, al ser la hija mayor de un abogado, era una obligación estudiar Derecho, y así lo hice. Empecé Letras también, pero no pude seguir. Cuando estudiaba comencé con la política, vino la dictadura y en los ochenta, cuando asumió Alfonsín, decidimos irnos. Se abrió la oportunidad de seguir los estudios allá, y así fueron pasando los años.
–Si tuvieras que buscar un momento iniciático con la escritura y la lectura, ¿desde cuándo leés y escribís?
–En la adolescencia empecé a garabatear cosas, pero lo que más recuerdo es que leía mucho. Nos habíamos venido de Mendoza, que para mí era un lugar paradisíaco, y el cambio de ciudad fue duro. Me pareció una ciudad hostil, empezaba la secundaria y mis padres se separaron justo en esa época. Vivíamos en un departamento chiquito y la lectura era mi refugio. En especial, recuerdo los libros de mi madre y un poco en homenaje a eso, cuando empecé a escribir y a publicar, tomé el apellido materno, Negroni. Mamá se llamaba Isabel y le gustaban la literatura, los libros de arte y la música clásica.
–¿A qué se dedicaba tu madre?
–Era una mujer muy inteligente y capaz a la que le tocó crecer en otra generación. Cuando era chiquita había sido asmática y no pudo ir a la escuela. Por eso, cuando mi hermana y yo fuimos creciendo, mamá puso toda la energía en formarnos; nos exigía mucho y las dos salimos exigentes. Yo me dedico a escribir y mi hermana también se inclinó por las letras: es lingüista e hizo un doctorado en Francia (N. de la R.: María Marta García Negroni). Mamá quiso que fuéramos mujeres autónomas. Ella había padecido el hecho de que mi padre fuera el que proveía económicamente.
–¿Recordás qué leías de aquella biblioteca?
–Sí, la biblioteca de mi madre no tenía ningún orden. Podías tener una obra de teatro y al lado Désirée y después Cien años de soledad, y Stefan Sweig y el Fausto de Goethe. Todos así, uno atrás del otro, y yo los leía de esa manera. Después de la primera adolescencia, vino el descubrimiento de la literatura francesa, con autores como Beckett, Ionesco, Sartre, Camus. Fue un deslumbramiento y seguí con las dos Marguerite (N. de la R.: Yourcenar y Duras), y toda la poesía francesa, el surrealismo. Después, a los 18, los latinoamericanos, los autores del boom. Más tarde, en la época de la militancia política, me interesé por las lecturas relacionadas con la economía y las ciencias políticas. Cuando me fui a Estados Unidos, en el doctorado tuve que leer todos los clásicos.
–A lo largo de la vida tuviste también una relación intensa con lo poético y te interesaron las mujeres. ¿Cómo fue vivir rodeada de poetas como Lispector, Pizarnik, Dickinson, intensas, vulnerables, hipersensibles?
–En principio, tendría que pensar por qué me fasciné con las poetas norteamericanas a las que traduje y sobre las que escribí largamente, y por qué casi me obsesionaron. Retomé todas las poetas estadounidenses más importantes del siglo XX, y creo que lo que estaba tratando de hacer era entenderlas. Pensé que la mejor manera de entender sus poemas era traducirlos, pero sobre todo me interesaba saber cómo habían sido sus vidas. Tomaba, por ejemplo, a Marianne Moore, esa viejita excéntrica que se murió soltera y vivió con su madre hasta el final de su vida. Elizabeth Bishop se fue a vivir a Brasil, tuvo una relación allí, y después se volvió y vivió sola, no tuvo hijos. Silvia Plath se enamoró de este buen mozo, un poeta inglés. Se fue a vivir con él, tuvo dos hijos, el tipo la dejó por otra mujer, y ella preparó el desayuno para los chiquitos y se suicidó. Eran unos casos… Todas tuvieron vidas trágicas y yo me preguntaba qué debieron pagar estas mujeres y por qué son tan terribles las historias. Es raro encontrar poetas o escritoras en general que hayan tenido una vida equilibrada.
Pactos
Hagamos una cosa: yo me presento de pronto en el jardín con nada y, por una vez, soy más grande que yo, soy casi un no soy, un eco impracticable, a punto de alcanzar su manifiesto impersonal, sin despertar a las abejas, sin perder envión, sin dejar de sostenerme como sombra que llegó hasta aquí–aunque desmejorada– a bendecir la vida, no a escribirla.
(María Negroni, en Archivo Dickinson).
–En libros como Ciudad Gótica, se ve reflejada tu inquietud por los obstáculos que tuvieron que enfrentar las mujeres. Algo de eso aparece también en la carta imaginaria que le escribe Louise Alcott, la autora de Mujercitas, a Emily Dickinson en otro de tus libros, Cartas extraordinarias. ¿Cuánto cambió la vida desde entonces?
–Sí, he escrito libros sobre las mujeres y me lo sigo preguntando, pero quiero creer que algo está cambiando por fin. No es fácil para las mujeres artistas o escritoras tener una vida porque la escritura requiere tiempo, disposición y cierto grado de soledad. ¿Y cómo hacés para integrar eso con el trabajo, con salir adelante en lo económico y convivir con una pareja, tener hijos? En la vida uno ocupa diferentes roles y a veces cuesta integrar los distintos aspectos. Yo soy la misma cuando me siento a escribir que cuando alzo a mi nietito, cuando voy al gimnasio o voy a trabajar a la maestría y doy clase, pero no sé si esos aspectos se juntan internamente de manera armónica (se ríe). Las personas que me conocen en otro rol no tienen acceso a verme como escritora, saben que escribo, pero hay algo en mí que está en otro plano. No sabría muy bien cómo explicarlo o decirlo mejor.
–Esas búsquedas de sentido y belleza en medio del día, ese modo de estar poco práctico que tienen los que miran de manera poética, esto de estar acá, pero buscando otros mundos y refugios posibles…
–Sí, tal cual. Te ensoñás, te vas para cualquier lado y ahí está la riqueza mayor porque es ahí donde salen los poemas. La poesía no es solo una manera de escribir sino una manera de ver y estar en el mundo. Y un espacio de resistencia. Mirá el caso de Emily Dickinson, que hizo su obra un poco a contramano, sola. Ella era una orfebre, vivía medio encerrada y lo que hacía con el lenguaje era impresionante. Era coleccionista también, pasaba tiempo en el jardín y tenía un herbario que pude ver, entre otros objetos, en la biblioteca de Harvard.
–Por lo que pude ver entre tus libros, te interesa leer a hombres y mujeres, indistintamente; no hay una predilección por las mujeres…
–No. Leo tanto a hombres como a mujeres, siempre que sean interesantes. No hago diferencia como tampoco me interesa hablar de si hay o no una escritura femenina. Discutir eso me aburre porque creo que en realidad toda escritura y todo arte son femeninos, en el sentido de la interpretación cultural que se le da a lo femenino: lo que tiene que ver con los sueños, el deseo, el cuerpo, los fluidos, la emocionalidad. Eso es el arte en general, no importa quién lo haga. Así como culturalmente se ha atribuido al hombre la razón, la organización y la practicidad, a la mujer se le ha atribuido lo que tiene que ver con las emociones.
–¿Las lecturas que abordan lo espiritual te interesan? ¿Venís de una familia creyente?
–Todo se toca: la poesía, la filosofía, la espiritualidad. Vengo de una familia tradicional católica pero no practicante. La religión venía de parte de mi madre, y a mí no me interesa en particular la religión, pero sí las religiones. Ese me parece un archivo interesante: las
religiones místicas, la judía, la árabe o la cristiana con San Juan de la Cruz y Santa Teresa, entre otros.
–La propia Dickinson tenía un diálogo muy intenso con Dios. En el último poema del libro que escribiste, titulado “Pactos” (ver recuadro), asoma algo de lo sagrado de la vida más allá de la escritura…
–Sí, creo que hay algo en estar presente en el ahora, y eso para mí tiene que ver con la búsqueda espiritual, pero también con los años y el paso del tiempo. La vida se encarga de que aprendas ciertas cosas y que te intereses en particular por algunas preguntas.
–Entonces, ¿para escribir hay que haber vivido?
–Es interesante pensar eso, porque uno escribe además a partir de lo que vive. Y lo que vive no es solamente la cotidianidad, los viajes de vacaciones, los hijos. Lo que vive es también lo que sueña, lo que lee, ama, odia, y la imaginación. Igual, estoy de acuerdo con esa idea, y me viene una frase que me dijo Juan Gelman, el poeta, una vez: “La poesía es la ceniza que cae del pucho”. Es una metáfora muy masculina, pero transmite que para que algo se pueda caer, primero se tiene que consumir. Por eso, a los jóvenes les digo que vivan, que escriban y lean. Pero no solo eso: que vayan al cine, que viajen. En la maestría hay docentes especializados en cine, teatro, música, pintura: la literatura debe expandirse a otras artes.
–Al ser la escritura un arte más accesible que otros, ¿qué le dirías a otras mujeres para animarlas a escribir cuando lo tienen como un deseo postergado?
–No tengo muchos consejos, pero diría que hay que poder escucharse. Hay personas que tienen el deseo de escribir y no lo escuchan o no lo legitiman. Si tienen el interés, les diría que leer y escribir te sumerge en viajes extraordinarios y no entrar ahí es perderse mundos enteros. Los buenos libros son una especie de multiplicación y de enriquecimiento de nuestra vida, que, en general, es bastante limitada o difícil.
–Sí, pero hay que tener una disposición para cierta introspección, poder pasar tiempo solo. De los 40 a los 50, para algunas mujeres podría llegar el momento de reinventarse….
–Sí, depende de cada caso, de cada vida. Yo, por ejemplo, el otro día le decía a una amiga que la década de mis 50 fue la mejor de mi vida. Todo depende de lo que cada uno vaya viviendo. Nunca es tarde, hay que seguir intentando.
María y los otros
Una MacBook, el Popol Vuh, Pizarnik, Borges, anteojos, muñecas y máquinas de escribir. João Guimarães Rosa y un teatro de marionetas. Peter Pan, un retrato de Rimbaud, un arlequín, imágenes de arte enmarcadas y una taza con mariposas. Proust, Nabokov, Alicia en el País de las Maravillas y una edición en inglés de Mujercitas… Esos son solo algunos de los tesoros con los que convive María Negroni en su casa.
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