11 noviembre, 2019 | Por Sophia
Edith Eger, sobreviviente del Holocasuto: “Si yo viviera en el enojo y el dolor, no sería tan feliz»
Cuando era adolescente la condujeron junto a su familia a Auschwitz, el mayor centro de exterminio nazi, donde mataron a sus padres en la cámara de gas. Fue víctima de abusos y le quitaron todo. Pero ella vivió, salió adelante y hoy, a los 92 años, asegura con una sonrisa que siempre se pude sanar, aun en los peores escenarios.
Por Carolina Cattaneo. Fotos: Gentileza Edith Eger.
Tenía 16 años, un novio y una pasión, el ballet. Vivía en Hungría con su madre y su padre costurero en una casa en la que siempre sonaba la música que interpretaban sus hermanas Magda y Klara, dos prodigios al piano y al violín. Tenía también toda su juventud por delante y el deseo vivo de convertirse en una gran bailarina clásica. Pero una madrugada fría de abril, un grupo de soldados irrumpió con violencia en su casa y la capturó a ella y a su familia, obligándolas a subir a un tren abarrotado de personas. Solo les dijeron que irían a trabajar al campo, pero en cambio los enviaron a Auschwitz, Polonia, el mayor centro de exterminio nazi.
Era 1944, Adolf Hitler todavía ejercía el poder en Alemania y la Segunda Guerra Mundial aún no había terminado cuando a Edith Eger le arrebataron todo cuanto amaba, excepto a sus hermanas y a la persistente voluntad de sobrevivir a la que se mantuvo aferrada durante un año.
Hoy, con 92 años recién cumplidos, sigue tan sujeta a la vida como lo hizo en medio del horror. Renacida de esas cenizas, escribió el libro La bailarina de Auschwitz (Planeta, 2019), en el que cuenta su experiencia, detalla las curvas y contracurvas que fue tomando el espíritu invencible que la mantuvo de pie y el difícil camino que supuso rearmarse después de que su universo de afectos fuese convertido, de un día para otro, a recuerdos.
La mujer mira fijo a la pantalla y saluda con su voz anciana y una sonrisa serena. Tiene rasgos angulosos, está cuidadosamente peinada, maquillada y lleva un suéter celeste sobre los hombros que combina con el color de sus ojos. La imagen que devuelve el monitor de la computadora proviene de La Jolla, California, Estados Unidos, donde Edith Eger sentó las bases de un hogar y se dispuso a vivir una nueva vida, que consistiría en tener tres hijos con su marido Bela, a quien conoció tras la liberación, y formarse como una prestigiosa psicóloga especializada en el tratamiento de militares estadounidenses y sus familias.
En Buenos Aires son las tres de la tarde y en la Jolla, las 11 de la mañana. Edith Eger responde que hoy se siente muy bien y que esta mañana trabajó. “Yo no me retiro, no creo en el retiro”, dice en un inglés que pronuncia con acento extranjero. Algo del orden de la convicción, la alegría y la satisfacción se hacen evidentes a través de su sonrisa, que durante la entrevista solo tomará un tono más grave cuando responda preguntas sobre su cautiverio en Auschwitz.
–Usted en el libro cuenta que su madre le dijo una frase poco antes de llegar al campo de concentración: “No sabemos adónde vamos, no sabemos qué va a pasar, pero nadie puede quitarte lo que pones en tu mente”. ¿Cómo la ayudó esa afirmación a lo largo de su vida?
–Fue exactamente lo que pasó: todo me fue quitado, excepto lo que tenía en mi mente. También tenía a mi hermana, Magda (N.deR: Klara estaba de viaje al momento de la captura). Con mi hermana nos teníamos la una para la otra, al igual que con el resto de los prisioneros. Los pensamientos cambian la química del cuerpo; ahora lo sabemos, es ciencia: la forma en que te levantás a la mañana, vas al baño, te mirás al espejo y te hablás a vos misma, determina tu día.
–¿Quiere decir que tenemos que estar muy conscientes de nuestros pensamientos?
–Una vez que sos consciente de ellos, dejás de estar en estado de negación. Como mecanismo de defensa, a veces negamos que algo ocurrió, entonces es muy importante pensar en tus propios pensamientos, prestar atención a lo que estás prestando atención. Hace poco me hicieron una mamografía y estoy muy enfocada en pensar positivamente, en tener esperanza de que no tengo cáncer, en vivir el presente y tratar de no preocuparme por lo que puede llegar a pasar.
Edith Eger dice que, así como no debemos preocuparnos por el futuro, debemos asegurarnos de no vivir en el pasado. “Si yo viviera en el enojo y el dolor, no sería tan feliz a mis 92 años. Me siento joven y llena de esperanza de que sigo por aquí para un segundo libro y, quién sabe, un tercero. Mi hija quiere que escriba ‘Las recetas de Edith’, porque soy muy buena con la cocina húngara. Ahora cuénteme de usted”, dice, y su asistente Katie, la mujer de unos cuarenta o cincuenta años que la acompaña al lado de la computadora, ríe y dice: “Es una entrevista, no una sesión”.
Su libro está repleto de frases que no parecen escritas por una persona que fue sometida a los abusos más aberrantes, alguien que a los 16 años pasó hambre y llegó a pesar 32 kilos, que se desvaneció al límite de sus fuerzas en las llamadas Escaleras de la Muerte y que durante un año, al despertar cada día en un barracón frío, sucio y oloroso, no supo qué le iba a deparar el humor del siniestro personaje Josef Mengele. Durante el tiempo que pasó en Auschwitz-Birkenau, el horizonte que tenía por delatante era un cuadro yermo y gris recortado por las chimeneas de los hornos crematorios.
El reverso de esas imágenes que aún recuerda está en su libro: “Cuando mi madre me decía: ‘Me alegro de que tengas cerebro, porque no tienes planta’, aquellas palabras despertaban en mí el miedo a no ser digna, a no valer nada. Pero En Auschwitz, la voz de mi madre resonaba en mis oídos con un sentido diferente. ‘Tengo cerebro. Soy lista. Voy a solucionar las cosas’. Las palabras que oía en mi cabeza marcaron una enorme diferencia en mi capacidad de mantener la esperanza. Esto también les sucedió a otras presas. Descubrimos una fuerza que podíamos extraer de nuestro interior; una manera de hablar con nosotras mismas que nos ayudaba a sentirnos libres, que nos mantenía asentadas en nuestra moral, que nos proporcionaba una base y una seguridad, incluso cuando las fuerzas externas trataban de controlarnos y destruirnos”.
–Hay un pasaje en su libro en el que usted afirma que no existe jerarquía para el sufrimiento, que no hay nada que haga que su dolor sea peor que el de otra persona. ¿Qué quiere decir?
–Cuando una mujer viene a mí y me dice “Fui abusada sexualmente, pero no sé cómo decírselo, porque usted estuvo en Auschwitz”, mi respuesta es: “Tal vez usted estuvo en Auschwitz más que yo, porque yo conocía al enemigo”. No debemos compararnos, ver quién sufre más, tu sufrimiento es tu sufrimiento y yo no tengo derecho a juzgarlo. A las emociones hay que sentirlas, porque no se puede curar lo que no se siente.
En las 412 páginas de la edición en español de La bailarina de Auschwitz, luces y sombras se alternan en la descripción de los años anteriores a la captura; del noviazgo con Eric, su primer amor de juventud; la devoción con la que se entregaba a la danza; los avatares de una familia judía en cuya nuca respiraba constantemente la amena de la persecución nazi. También, de su arribo a Auschwitz y del recuerdo de un cartel en alemán en el ingreso: “Arbeit macht frei”, “El trabajo os hará libres”.
«Cuando una mujer viene a mí y me dice “Fui abusada sexualmente, pero no sé cómo decírselo, porque usted estuvo en Auschwitz”, mi respuesta es: “Tal vez usted estuvo en Auschwitz más que yo, porque yo conocía al enemigo”. No debemos compararnos, ver quién sufre más, tu sufrimiento es tu sufrimiento y yo no tengo derecho a juzgarlo. A las emociones hay que sentirlas, porque no se puede curar lo que no se siente».
Capítulo a capítulo, su obra enumera los abusos a los que fue sometida y recuerda el lazo inquebrantable con su hermana Magda, cautiva junto con ella, que la mantuvo firme en su deseo de vivir pese a todo y contra todo. En uno de los pasajes, lo describe así: “Toda mi atención se centra en sobrevivir hasta el minuto siguiente, hasta el aliento siguiente. Sobreviviré si mi hermana está aquí. Sobreviré pegándome a ella como si fuera su sombra”.
El avance incierto de los días, la liberación, que llegó cuando sus fuerzas físicas estaban desechas y su espalda rota, la lenta recuperación después de caminar sobre el filo que separa la vida y la muerte, el momento en que conoció a quien sería su futuro marido y padre de sus tres hijos. La partida hacia Estados Unidos, los flashbacks y los ataques de pánico por estrés post traumático. Su brillante carrera universitaria, su encuentro con Víctor Frankl, otro sobreviviente como ella, mentor y guía en su profesión. La visita a Alemania y Auschwitz, donde asegura que pudo perdonar al mismísimo Adolf Hitler. Todo es parte de un relato honesto, crudo y luminoso.
–En el libro usted asegura que los sobrevivientes del Holocausto no tienen tiempo de preguntarse “¿Por qué a mí?” y que, para ellos, la única pregunta relevante es: «¿Y ahora, qué?”. ¿De dónde proviene la respuesta a esa pregunta?
–Yo me di cuenta de que la única cosa que puedo controlar es el presente. Yo atravesé el Valle de los Sombras de la Muerte: está en la Biblia, Salmo 23. A ese valle se lo atraviesa, no te quedás atascado ahí. Mucha gente queda atascada en el enojo y, cuando eso pasa, tenés que mirar el dolor y el miedo que están por debajo.
“El doctor Mengele es un asesino refinado y un amante de las bellas artes”, escribe Edith Eger en el capítulo 2 de La bailarina de Auschwitz, y comienza así a narrar el episodio que le da al libro su título en español. A poco de llegar al campo de concentración, Edith fue escogida por Josef Mengele para que bailara delante de él el vals El Danubio Azul. Médico y oficial de las SS responsable de decidir qué prisioneros sobrevivirían y cuáles iban a ser ejecutados, famoso por haber hecho experimentos genéticos con personas detenidas, Mengele recorría cada noche los barracones del campo para encontrar “presas con talento”, según cuenta la autora, que pudieran entretenerlo. Sin esperarlo, aquel episodio determinó su futuro en Auschwitz: “Mientras bailo -relata-, se me ocurre un razonamiento que nunca he olvidado. Nunca sabré qué milagro me proporciona ese conocimiento (…) Veo que el doctor Mengele, el avezado asesino que esta misma mañana ha asesinado a mi madre, da más lástima que yo. Él tendrá que vivir con esto para siempre con lo que ha hecho. Está más prisionero que yo. Cuando concluyo mi coreografía (…) rezo por él. Para que no sienta la necesidad de matarme”.
–Usted vio lo peor y también lo mejor de las personas en el campo de concentración, en esos gestos que, incluso en su caso, a veces salvaban vidas. ¿Qué aprendió sobre la naturaleza humana?
-Aprendí que hay un Hitler en cada uno de nosotros, y que hay bondad y amabilidad y Madres Teresa en cada uno de nosotros. Por eso creo que es importante que, antes de decir algo, te preguntes si es amable lo que estás por decir, y si no lo es, no lo digas. No digas “Sí, sos linda, pero…”. Yo le digo a la gente “Dénme un pero y yo les doy un y”. Nacemos con amor, el amor está dentro de nosotros. En Auschwitz teníamos que ser amorosos, amar la esperanza de que podríamos superarlo, de que era temporario y que podíamos sobrevivir. Tuve ese sentimiento, a pesar de que me habían dicho que no iba a salir viva. No permití que se metieran con mi espíritu.
–En una entrevista con Oprah, usted dijo que en el campo había encontrado a Dios. ¿Cómo fue esa experiencia?
-Creo que fue un tiempo de descubrimiento, y Dios me dio la fuerza de convertir el odio en compasión. Empecé a sentir pena por los guardias, porque les hubieran lavado la cabeza para que me odiaran o para matar niños en el horno, con o sin gas. De alguna manera, yo pude evitar que mataran mi espíritu, del que estoy tan agradecida. Dios me dio una segunda oportunidad, no solo de sobrevivir, sino de poder ser una guía para otras personas a ser sobrevivientes y no víctimas. Yo no soy una víctima, fui victimizada pero no es lo que soy.
–A los 16 años le quitaron todo lo que tenía que ver con sus afectos. ¿Qué la mantuvo viva?
–Yo me dije a mí misma: “Si hoy sobrevivo, mañana seré libre”. Un día a la vez. E incluso hoy, hago lo que puedo HOY. Pienso en la vida como un solo día. Estoy en el ocaso de la vida, y vos estás todavía en la mañana. Sos dueña de tus pensamientos y de tus sentimientos. Y yo espero ser un buen modelo de madre para vos, me siento joven a los 92, no me importan los números. Es mi actitud, mis pensamientos, lo que me mantiene. Me siento joven y vivo el presente.
–Qué le diría a una persona que le confesara que no le encuentra sentido a la vida”.
–Después de mi liberación, yo estaba en un hospital y me di cuenta de que mis padres ya no volverían a buscarme. Al levantarme, no dije “¿Qué?”, sino que dije “¿Para qué?”. Eso es el sin sentido, el vacío existencial, algo sobre lo que Víctor Frankl tiene mucho para enseñarnos: él sostiene que hay que tener algo por lo que vivir con esperanza, con lo que comprometerse, sobre todo con otras personas, con alguna causa. Yo estaba acabada, no tenía nada por lo que vivir, pero creo que Dios me ayudó a ser algo para alguien, hoy guío a personas para que se muevan de la oscuridad a la luz, de la prisión a la libertad. Me gusta ser una buena guía.
–Usted dijo que había perdonado a Hitler. ¿Cómo se perdona a la persona que diseñó una de las mayores maquinarias de la muerte en la historia de la Humanidad?
–No tengo poderes divinos. Solo te puedo decir que una vez vino a verme una mujer con una gran cruz. La escuché, y ella me dijo: “Estoy feliz de haberla encontrado, usted es una buena cristiana”. Yo no dije nada, hasta que ella comentó: “No sé si puedo perdonar a mi marido por lo que me hizo”. Estaba muy enojada, entonces yo le pedí que repitiera después de mí: “Me perdono a mí misma por enjuiciar a mi marido”. Ella me quiso matar. Luego le pregunté: “¿Qué le dijo Jesús a la mujer que cometió adulterio?”. Recurro a Jesús como el modelo del amor incondicional: yo no tengo poderes para perdonar a los nazis, pero es necesario encontrar en mí lo que no me gusta de los demás. El perdón es un regalo para uno mismo. Dios será quien juzgue, yo hago lo que es humanamente posible y luego se lo entrego a Dios.
«No sabía que estábamos yendo a Auschwitz y el día que llegamos, mi padre y madre fueron llevados a la cámara de gas. Por eso, yo soy muy afortunada de hacer a los 92 años todo lo que esté a mi alcance para que las próximas generaciones no vivan jamás lo que yo viví. Cuando voy a la casa de mis bisnietos y mi libro, que tiene lágrimas en cada página, esté sobre la mesa del living, es lo mejor que me puede pasar”.
–Las personas suelen hablar poco del dolor y del sufrimiento. Usted mantuvo en secreto durante 20 años que había estado en un campo de concentración. Debe haberse sentido muy sola.
–Es muy importante compartir, porque lo opuesto a la depresión es expresión. Lo que logra salir no te enfermará. Y es importante ser consciente de que es muy duro perdonarse, el auto perdón para mí no fue nada fácil, nada fácil. Pero sigo trabajando en eso.
Al preguntarle sobre su vida actual, Edith Eger cuenta que maneja un auto, que sale a comer, que va al teatro y que tiene un compañero de baile. “¿Sabés lo que me mantiene viva y qué me mantuvo viva en Auschwitz?”, pregunta, y contesta: “La curiosidad. Soy muy curiosa, quiero saber qué pasará pronto, no considero la posibilidad de quitarme la vida. Uno de cada seis militares lo hacen. Quiero hacer prevención, porque ellos me dicen que fueron puestos en un lugar para el que no estaban preparados, les dijeron algo y después descubrieron otra cosa. Es exactamente lo que me pasó a mí. No sabía que estábamos yendo a Auschwitz y el día que llegamos, mi padre y madre fueron llevados a la cámara de gas. Por eso, yo soy muy afortunada de hacer a los 92 años todo lo que esté a mi alcance para que las próximas generaciones no vivan jamás lo que yo viví. Cuando voy a la casa de mis bisnietos y mi libro, que tiene lágrimas en cada página, esté sobre la mesa del living, es lo mejor que me puede pasar”.
Poco antes de terminar la entrevista, Edith Eger dirá que siente joven porque ya no tiene la necesidad de aprobación ajena, porque dejó de lado su perfeccionismo y porque vive cada día como viene, un día a la vez. Al despedirse, comparte una bendición: “God bless you”: Que Dios te bendiga.
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