Sophia - Despliega el Alma

17 agosto, 2022 | Por

Constanza Michelson: «Cuando no hay nadie que nos escuche, viene la locura»

Una conversación honda y llena de matices con la psicoanalista y escritora chilena para bucear a través de aquello que nos hace humanos: las palabras, el amor, el dolor, el deseo y la necesidad de encontrarnos con el otro.


La psicoanalista y escritora chilena Constanza Michelson nos presenta su libro Hacer la noche. Foto: Mónica Molina. 

Por Lucía Vázquez Ger

Es posible que el lector del libro Hacer la noche, de la psicoanalista y escritora chilena Constanza Michelson, reciba un mensaje de esperanza: a veces la vida puede ser «eterna en cinco minutos», como dijera el cantautor Víctor Jara en su canción Te recuerdo Amanda, idea que también se menciona en este libro. Pareciera que sí es posible amortiguar la conciencia de la inevitabilidad de la muerte, o hacerle un truco al tiempo y conocer el misterio, dando lugar a que la paciencia abra paso a la vida con todos sus matices. Esta paciencia es una distancia decisiva, como explica Michelson, entre una necesidad y su satisfacción, una distancia que transforma lo tosco de la necesidad en la complejidad del deseo, dice.

Desde su título metafórico, el libro invita al lector a buscar un lenguaje que interpele, que abra espacio, que deje respirar, haciendo lugar a la vida creativa, al amor, o la democracia. Porque, como dice la autora, lo que no se simboliza se repite. Pero con el lenguaje es posible narrar, pronunciar una palabra o entonar una canción y retornar, pero no a lo mismo, sino a algo distinto, a algo nuevo. “Las palabras pueden convertirse en piedras que estrechan el mundo, pero también servir de vigas para sostener el caos sin colmar el espacio”, sostiene Michelson.

Con «hacer la noche», la autora alude no sólo a dormir, sino también a cierta relación con la luz, con el pensamiento. Hacer la noche implica un trabajo simbólico que da sostén, orienta. La noche de Michelson no es una noche totalmente oscura, sino con una luz intermedia, que vela, que es hospitalaria porque cobija, consuela y ampara. En ella es posible transitar y permanecer cuando el mundo se pierde, sea por dolor, espera, pérdida, incertidumbre o crisis. Se puede decir algo, contar una historia que convoque a hacerse responsable de la propia vida. En esa línea, la melancolía también puede ser feliz y ser un puente a otro tiempo si se la escucha con atención y se hace algo con ella. En este campo hay un amanecer, hay esperanza.

Algo distinto sucede en el paradigma del día, cuando se vive sin sombras o insomnes a pleno mediodía, con una luz que encandila, que todo lo muestra, sin holgura para otra cosa, para un más allá de la linealidad visible. Aquí puede sobrevenir la ansiedad que no suelta, o el sueño telepático de instantaneidad. La vida allí se vuelve literal, delimitada, se acorta esa distancia psíquica y no hay sostén, porque la realidad queda develada.

Entre sus líneas y a lo largo de veintitrés ensayos, la psicoanalista dialoga con otros autores que la inspiran, como Natalia Ginzburg, Clarice Lispector o Hannah Arendt, por mencionar algunos, logrando un tejido de una cadencia, poesía y riqueza literaria que puede envolver al lector en palabras que sombrean y a la vez ensanchan un poco el mundo.

—¿A qué te referís con la bajada de libro cuando decís “En un mundo que se pierde”?

—Tiene varias resonancias. Hay algo de la época. Esa sensación un poco insidiosa que cada vez nos infiltra más, como de no comprender el mundo. Esto creo que tiene que ver con la digitalización, la crisis política, o el cambio de ciclo. Una serie de cosas que empiezan a dar esa sensación cada vez a más personas. Seguramente, la idea de un mundo que se pierde para ciertas poblaciones es algo que ya era vivido desde mucho antes. Sin ir más lejos, por quienes creo que son las víctimas del siglo XXI, de las crisis migratorias. Toda esa gente claramente podría dar testimonio de lo que significa perder un mundo: romper con su historia, con su lugar, con su linaje.

«Hay algo de la época. Esa sensación un poco insidiosa que cada vez nos infiltra más, como de no comprender el mundo. Esto creo que tiene que ver con la digitalización, la crisis política, o el cambio de ciclo».

—¿Cuándo empezaste a escribir el libro?

—Empecé en la pandemia. También la pandemia fue una experiencia radical para la ciudadanía del siglo XXI, algo inédito de qué es que se te vaya un mundo y quedar como colgando. Desde el punto de vista de la historia pequeña, es decir, de la historia de cada quien, a veces se nos cae el mundo. En las crisis existenciales, en la enfermedad, en las pérdidas. A todo eso que hoy en día se agrupa en el concepto de “salud mental”, concepto con el cual discuto, porque me parece que al menos en mi país —creo que en Argentina es distinto—, todo el tema de lo existencial que podría haber en los malestares, es abordado desde un concepto de salud mental, lo cual tiene una cualidad sanitaria. Por ahí va la bajada.

Según nos dice la reconocida terapeuta, las palabras pueden convertirse en vigas capaces de sostener el caos. Foto: Mónica Molina. 

—En el libro mencionás distintos tipos de insomnios. Uno más literal y otro más existencial como cuando, por ejemplo, mencionás la metáfora “cadáver despierto”, a la que recurre Fernando Pessoa en su poema Insomnio. ¿Qué tipo de insomnios podemos tener?

—Esta inquietud también partió en la pandemia, a partir de mi propio insomnio, un insomnio distinto al que le llamo “el insomnio preocupado o neurótico”, que es ese que no deja dormir tranquilo, en el que uno se pasa la cuenta. Era un insomnio distinto, sin lenguaje, sin recriminación. Un insomnio quieto, insoportable. Compruebo después que uno de los síntomas de los primeros meses de la pandemia fue precisamente el insomnio. En las tendencias de Google se disparó la búsqueda de “no puedo dormir”, “insomnio”.

Me pongo a leer y encuentro  esta expresión de Pessoa, “el cadáver despierto”. Él dice en un poema: no puedo escribir, no puedo fumar ni un cigarro. Esa situación existencial es una manera de estar en el mundo que ocurre a veces en la locura o en la desolación, cuando estamos fuera del lenguaje. Es la descripción del campo de concentración, de esa vida sin existencia, sin nombre. Pero mucho más acá de la guerra o de las catástrofes gigantes, en la vida en la ciudad a veces también existe esa condición existencial. Por ejemplo, en las depresiones más graves o en ciertos nihilismos. Mi pregunta en el libro es: ¿Qué hay de catástrofe también en la vida cotidiana? ¿Bajo qué relación al lenguaje hay catástrofe?

Hacer la noche se llama el libro donde Constanza Michelson describe un acontecer profundo y lleno de matices. 

—¿Cuáles son las posibilidades del lenguaje?

—Uno puede usar el lenguaje solamente como una herramienta de comunicación, que es llevar el lenguaje al grado cero, como un instrumento. Pero el lenguaje habitado de otra manera permite recogerse en las palabras; uno puede aún reparar el mundo. En el lenguaje, en la narración, nos hacemos. Nos constituimos en él. En el acto de hablar existimos, nos realizamos. Vamos construyendo, inventando, creando, como dice Lispector, lo que nos pasó. Hay algo de la dimensión de lo traumático, lo real —decimos en psicoanálisis—, que de alguna manera lo llevamos al campo de lo simbólico. Nunca todo eso real se absorbe por completo. Y menos mal que no es así, porque es el totalitarismo, el lenguaje totalitario que no deja espacio.

—¿Por qué hablamos?

—Nosotros hablamos porque creemos que alguien va a escuchar, sino no hablamos. Cuando no hay nadie que nos escuche, cuando no hay testigos, viene la locura. Porque ya no hay esa posibilidad. Somos simplemente lo que nos ocurre. No lo que podemos crear a partir de lo que nos ocurre. El me too tiene esa cualidad. Había algo que no se escuchaba, había alguien que de pronto dijo: “Esto parece que me pasó a mí”, “y a mí también”, “y a mí también”. Cuando algo no se escucha queda como locura individual. Pero de pronto cuando alguien escucha, cuando lo social escucha, eso se transforma en otra cosa. Ese es el asunto del lenguaje.

—¿Qué es el «amor aún»?

—Amor aún lo pienso como a pesar de todo. A pesar de todo, la gente se sigue enamorando, sigue pidiendo más amor, nos sigue importando algo que uno podría decir ¿qué relevancia tiene, para qué? Parece que es el hambre humana. Hay algo del amor que no tiene ningún fundamento. Yo hago un juego con el asunto de la democracia. Nadie podría decir “la democracia es esto”, como nadie podría decir “el amor es esto”. Si yo te digo “dime que me quieres” y tu me dices, “Te lo dije ayer”, no vale. Es volver a comenzar todo el tiempo. Con la democracia pasa lo mismo. En el sentido de que hay algo que no acaba nunca, que hay que comenzar todo el tiempo. Todo el tiempo hay que ir mejorando la democracia, preguntándose por eso, volver a insistir en ello, una y otra vez. Ese es el “aún”, esa es esa insistencia.

«Nosotros hablamos porque creemos que alguien va a escuchar, sino no hablamos. Cuando no hay nadie que nos escuche, cuando no hay testigos, viene la locura. Porque ya no hay esa posibilidad. Somos simplemente lo que nos ocurre. No lo que podemos crear a partir de lo que nos ocurre».

—¿Y el deseo?

—El deseo es una distancia. En el lenguaje común confundimos el deseo con el querer algo. Pero el deseo es precisamente algo que puede incomodar, porque es algo que está escrito en falta. El punto es que de todas maneras hay un motor en el deseo. Siempre podemos comprobar que cuando alcanzamos el objeto, no era, era otra cosa, nunca era. Es algo que nos mueve. Eso se puede experimentar de muchas maneras.

También el deseo tiene esta cualidad de separarnos de las cosas del mundo, del grado cero material. No necesariamente puede vivirse en clave de una falta negativa, sino que como una esperanza de algo más. Ese es el campo del deseo. Cuando hay hundimiento de lenguaje, ¿qué es lo que encontramos? El campo de la ansiedad, de la adicción, o bien las melancolías graves, donde no vale la pena desear, porque es como si se tuviera a la muerte de frente, sin velo. Al menos en el campo del deseo es verdad que sufrimos, nos pasan cosas, nos decepcionamos. Pero a veces nos va bien, a veces lo disfrutamos.

—¿Cómo juega la distancia psíquica de la que hablás en el libro en el contexto de la instantaneidad digital del mundo contemporáneo, donde cada vez se acortan más las distancias?

—Es lo que decía Hannah Arendt en cuanto al problema del lenguaje técnico. El problema no es la ciencia, sino el tipo de pensamiento que implica la técnica, que nos lleva a un mundo donde ya no podamos ser responsables por nuestros inventos. Uno podría decir, “voy a dejar el teléfono, no voy a tener más WhatsApp”. Eso podría resultarles a unos cuantos, pero la cosa va por algo mucho más pequeño y  tiene que ver con la ética. ¿Cómo respondo a lo que me llama? ¿Cómo respondo a mis cosas? ¿Prendo o no prendo la cámara de Zoom? Algo parece muy sencillo: hace o no hace mundo. Te quedas fuera o armas un mundo. Te compromete de otro modo. El tema pasa por si acaso hay lugar para responder de manera ética, es decir, poniendo algo de sí, jugando algo de sí. Aunque sea un clic.

—En el libro decís que hay palabras que interpelan, que ensanchan el mundo y que dejan decir, y  hay otras palabras que lo estrechan. ¿Qué palabras ensancha y cuáles no?

—Las palabras que matan son las categorías. Es decir, cuando alguien arroja la autoridad de interpretar sin que se lo hayas pedido, cuando alguien dice, “eso eres”, no te permite crear lo que te pasó, es decir, poder decir algo, inventar lo que eres en cierto punto. Por el contrario, lo que ensancha es justamente esa cualidad del respeto, de la proximidad, que no es ni muy cerca ni muy lejos, que te permite estar con otro, pero sin caerle encima. Ese gesto es magnífico porque cambia lo que toca, esa distancia te dignifica. Cuando  ocurre, uno sabe que ahí algo pasó. Hay muchos tipos de amor, pero hay uno que tiene que ver con la distancia de la proximidad. Lo suficientemente cerca para que te interpele y te sientas responsable de aquello; lo suficientemente lejos para no apropiártelo, para que sepas que no es tuyo.

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