15 febrero, 2023 | Por Sophia
Ana María Luengo: “Los sueños se madrugan, se estudian, se trabajan y se comparten”
"A veces solo necesitás empezar para ver la magia hecha realidad", dice Ana María Luengo (54), vecina del barrio 15 y creadora del emprendimiento gastronómico “Delicias Ocultas”. Y que todos tenemos derecho a soñar, trabajar, desarrollar habilidades y progresar.
En un momento difícil, Ana María Luengo pidió dos termos prestados y se lanzó a vender café. Hoy dirige el emprendimiento gastronómico Delicias ocultas.
Por Agustina Rabaini
“Si la vida es buena conmigo y me permite levantarme todos los días, ¿cómo no voy a empatizar y acercarme a otros seres humanos como yo; entender que lo que yo tengo también lo pueden tener otros?”. La dueña de estas palabras es Ana María Luengo, una emprendedora con residencia en el barrio 15 —antes Ciudad Oculta— que lleva adelante una propuesta llena de color y cosas ricas, y nos trae una historia para escuchar con atención, un ejemplo de resiliencia y sobre todo, de valentía, cariño, persistencia.
“Soy Anita. Todo casero & saludable”, se lee en su cuenta de Instagram y en charla con Sophia, cuenta que lleva más de diez años capacitándose en gastronomía, y siete al frente de su emprendimiento, “Delicias Ocultas”, desde donde ofrece desayunos y otros servicios de catering.
“Yo nací hace 54 años en este mismo barrio y dentro de un contexto difícil. Somos seis hermanos de una mamá que vino de Tucumán y bueno, fueron años de lucha, hubo que transitarlo. Poder tener para alimentarnos a todos, ir a la escuela, capacitarnos, trabajar… siempre faltaba algo, había que salir y traer algo, había que sostenerse”, comparte.
De chica, Ana vivió en situación de calle y hay circunstancias que ya no quiere mencionar, a las que no quiere volver. “Cuando era más joven, yo no pensaba en casarme y tener hijos, con todo lo que había vivido…”, dice y en lo que calla, hay dolor, pero también aceptación y dignidad. En los últimos años, tuvo que someterse a tres operaciones y superó etapas de una enfermedad, pero nunca, nunca, bajó los brazos. Fue atravesando obstáculos y vaivenes hasta hacerse de una vida propia, buscó sanar, seguir y “ser busca”, como dice de ella y de las otras “chicas” del barrio (cuando recibe pedidos o encargos grandes, suma a otras mujeres, trabaja en equipo, van apoyándose unas a otras).
«¿Te cuento algo bueno? El otro día nos juntamos con un par de emprendedoras y dijimos, «che, nadie nos dice algo lindo». Entonces decidimos hacerlo nosotras. Ahora, cuando nos vemos por la calle nos decimos: ‘Adiós bella, adiós, linda, adiós luchadora, vamos que ganamos’”.
Ana sigue saliendo casi todos los días, pero ahora para ofrecer lo que fabrica con sus propias manos: manjares y bellezas, todos frutos de un sueño que, además, comparte con otros. Por eso hay una frase que repite y regala adonde vaya: “Los sueños se madrugan, se estudian, se trabajan y se comparten; para mí eso es todo, lo llevo como a mi nombre y mi apellido”, dice.
A cuatro cuadras del barrio, casi en la orilla, Ana vive con Hipólito, su esposo y compañero de vida desde hace 28 años. “Él era mi vecino, nos conocíamos y un día me dijo: vos estás sola y yo también… Ahí empezamos y no nos separamos más”, cuenta. En el 99 llegó a sus vidas Gabi, la primera hija del matrimonio, que nació con un problema genético. “Estuve seis años fomentando su estimulación, en todo momento, y así fuimos saliendo… Pudo terminar su primario y secundario”. Ana e Hipólito tuvieron dos hijas más, María Victoria y Ángela Abigail, y Cristina, su hija del corazón, la mayor de las “nenas”. “De ella tengo tres nietas, la casa está siempre llena…”.
El momento bisagra, el antes y el después de esta “nueva” vida de cocinar para otros, ocurrió hace siete años. Se entusiasma cuando recuerda: “Mi esposo estaba enfermo con un problema de salud muy serio, había quedado sin trabajo después de apostar con un socio, estaba muy desilusionado. Yo venía de tres operaciones de las que fui saliendo, y un día vengo de mi trabajo, de hacer una changa y lo veo acostado, mal. Ese día tenía dos opciones: me sentaba con él a llorar, o tomaba las riendas de mi familia y levantaba la casa. No había tiempo y le dije: ‘Vamos a la calle a vender café'».
Todavía era de noche cuando salieron con dos termos prestados por amigos. Una amiga le trajo un frasco de café y azúcar, otra le enseñó a hacer las tortas fritas y ella compró la harina. “Arrancamos a las tres y media, en el mes de marzo. Salimos con un carrito de supermercado, y había unos chicos de una empresa tercerizada y uno me dice: ‘¿Qué vende, doñita?’. En ese momento, uno que pasó le volcó el café. Y como le ofrecí otro, porque había sido un accidente, se quedaron mirando y dijeron: ‘Doñita, venga que queremos que esté con nosotros’. La mayoría de los que trabajaba en la fábrica era de la comunidad boliviana o paraguaya, ¿y qué hacía yo? Les cocinaba lo que les gusta a ellos, el api, el tojorí, los buñuelos con queso. Me puse a investigar las recetas y lo que hacía les gustaba, me decían ‘Doñita, usted es una boliviana camuflada…’. Por ahí nos corría la policía, hasta que un día hablé con uno de los jefes y le dije que éramos mayores, que necesitábamos seguir y nos dejó vender con la condición de que la vereda estuviera siempre limpia…”.
“Ya de chica pensaba que la pobreza no era una condición sino una decisión. Por eso siempre fomenté el tema del estudio, y ser perseverante, madrugar, trabajar, no parar. No podemos depender de que siempre nos ayuden y acompañen, tenemos que poder hacer”.
Desde entonces, Hipólito, su marido, sigue saliendo a vender a las cinco de la mañana y regresa a las nueve porque hace diálisis a diario. Su mujer, Anita, no se detiene: la invitaron a capacitarse en un comedor del barrio, Los Pochitos, y pudo perfeccionarse en panadería, pastelería y catering. Luego pudo contactar con organizaciones y empresas que le tendieron una mano y supieron ver su impulso emprendedor.
Hay una anécdota que les trajo una gran oportunidad: en medio del aislamiento por la pandemia por Covid 19, Ana venía de hacer un curso de capacitación organizado por el Banco Santander, y le ofrecieron un mentor para ayudarla a mejorar su emprendimiento. «Se llama Juan, nos conocimos y un día me dice: ‘Qué rico lo que hacés’, y me cuenta que le gustaría que le vendiera desayunos para su equipo, pero que no iba a poder, porque no se podían juntar…” Ahí nomás le dije que yo podía mandárselos. ‘Cada uno lo recibe en su casa y lo comparten mientras hacen las reuniones por Zoom…’. Así fue, Santander nos compró los primeros cincuenta desayunos y con eso pude tener la primera heladera”.
Ana nunca dejó de capacitarse y hace tiempo que transmite lo que fue aprendiendo a otros: antes de fin de 2022, por ejemplo, viajó a Río Gallegos a dar una charla a un grupo de adolescentes, chicas que, en muchos casos, atraviesan situaciones de vulnerabilidad, dificultades económicas o violencia. “Ustedes tienen que cocinar, hacer las recetas, y van a conquistar este pueblo. Son dieciséis, hagan redes, trabajen en conjunto, si alguna tiene un bebé, se ayudan y van saliendo entre todas”, les dijo mientras les compartía recetas de masa para elaborar alfajores, pastafrolas y otros alimentos.
A través de su trabajo, Ana busca empoderar a otras mujeres para que también se animen a cocinar y logren sacar su economía adelante.
—Ana, ¿es cierto que algunos no estaban muy de acuerdo con que el emprendimiento se llamara Delicias ocultas?
—Sí, al principio mis compañeras me decían “no nos van a comprar porque somos de la villa». Pero yo tengo otro pensamiento, amo mi barrio. Les dije que quería que el país entero conozca que acá estamos, y desde acá trabajamos. Nos tenemos que incluir: que sepan que en todos lados se hacen cosas ricas y buenas. A mí me gusta mucho la cocina nuestra, argentina, uso quinoa, maíz, ingredientes de acá.
Las delicias de Anita
El emprendimiento y sus colaboradores empezaron a tener cada vez más identidad y fue abriéndose, de boca en boca. “Hicimos logos, tarjetas, y me puse a dar clases de cocina. También voy a un centro cultural algunos días a la semana. La vida me dio una oportunidad para levantar la economía de nuestra familia, y otras mujeres y otros hombres también pueden lograrlo. Una de las chicas acá del barrio, tenía un almacén y lo quería cerrar porque ya no tenía clientes, pero no lo cerró nada… Y tengo una amiga que tiene otro emprendimiento, ‘Dulce Merengue’. Ella tuvo una nena a los 42 años, un día se quedó sin trabajo y me decía: ‘¿Y ahora qué?’ Empezó a venir al curso de pastelería, y de a poco, empezó a crecer, vamos avanzando entre todas».
—¿También tomaste cursos de finanzas?
—Sí, hice cursos para ver cómo manejar mejor la plata. Cuando sos ordenada con el dinero, podés hacer un ahorro y también fui a ver cómo se desarrolla una cooperativa… Hay que poder hacer un producto de excelencia y cuidar los detalles: le ponés un packaging y se puede vender, y hasta exportar. Desde el barrio aprendimos a ser unidad y a servir, cada uno desde su lugar, haciendo lo que nos apasiona: cocinar.
“Yo tuve la base de mi abuela materna que quedó viuda siendo joven y hacía empanadas y pan casero para vender, de ella mamé algunas cosas. Además, tenía un tío en Tucumán que trabajaba en una hostería de madrugada y en vacaciones iba a ayudarlo. Mis conocidas me decían que yo podía cocinar para afuera, para muchos. Un día les hice caso”.
—Y de paso contagiás a otras y a otros…
—Sí, me pone contenta, es lindo poder transmitir. El año pasado pude dar varias charlas y a fin de año, di una en Río Gallegos. Las chicas quedaron con la cabeza explotada de que sí se puede. Les comparto recetas y les digo que se puede porque me ha pasado a mí, y lo mismo con las abuelas de (Villa) Soldati, ahí también voy seguido. Eso es lo que “Delicias ocultas” sueña compartir: que sepan que sí se puede avanzar en la vida, que nos podemos superar de la forma que podamos o tengamos, con lo sencillo que tenemos en casa. Muchas veces del dolor nace la esperanza y una fuerza que, hasta que uno no hace, no sabe que tiene.
—¿Qué más te gustaría transmitir?
—A las mujeres de mi edad, me gustaría que sepan que todavía tenemos la capacidad de crear, de imaginar; todas tenemos capacidades para poder desarrollarnos. Creo que nosotros no tenemos tope, si queremos. También les digo que paguen el monotributo y piensen en su vejez, y que los chicos estudien, que los acompañen. Hay que poder celebrar cuando nuestros hijos nos superan, esa es la mayor satisfacción de nuestras vidas…. Yo voy a todos lados con toda la alegría, porque quiero poder ver vidas transformadas, todos tenemos derecho de poder progresar.
—¿Te queda algo pendiente o de lo que te arrepientas?
—Bueno, me hubiera querido casar un poco antes, porque yo no creía en el matrimonio, pero mi esposo me hizo creer…
—¿Y en los momentos difíciles, de qué te agarrás, qué los sostiene?
—Yo creo mucho en Dios y cuando digo «la vida», porque a veces hay personas resistentes a su palabra, recuerdo que él dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Jesús en mi vida fue muy real, muy auténtico. Cuando empezó la pandemia, dije ahora qué hacemos con el alquiler, los impuestos, las nenas… Mi esposo esperaba un trasplante, y un día sentí una mano en la cabeza que me decía: “todo va a estar bien”. Y me viene a la cabeza el Salmo 91, que ahora tenemos en el comedor de casa. Todos los días lo leíamos con las nenas y repetíamos: “nosotros decidimos vivir bajo la protección de Dios”. Él es refugio y fortaleza y siempre digo que si alguien pudo destruirme, nunca llegó a tocar mi corazón y mi mente, eso no lo ha permitido Dios. En estos años aprendí que el cerebro es un órgano muy delicado y que con cada trauma que uno tiene, el cerebro se va poniendo rígido. No hay que ponerse resistente a dar o recibir un abrazo, a extender la mano, y tomar la mano de otros. Hay que seguir y en casa al trasplante lo seguimos esperando.
—¿Hay algo más que desees o necesiten en este momento?
—En mi casa estoy armando una cocina grande para poder enseñarles a los chicos de Ciudad Oculta a que aprendan a hacer cosas para salir a vender. Me gustaría que eso sea un paso para que puedan alcanzar algo más grande, poder mejorar nuestro espacio, acondicionarlo mejor. Ya tengo las heladeras, las freidoras y me siento agradecida, la vida está siendo buena con nosotros.
Si querés comprar las exquisiteces de Delicias ocultas o apoyar la misión de Ana, conectá con ella a través de su cuenta de Instagram @delicias.ocultas
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