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10 marzo, 2008 | Por

Elogio de la rutina


El milagro del amor está en el hecho de que las cosas se reiteren, no tanto en que cambien.

La rutina ha tenido mala prensa desde que alguien dijo que la felicidad está en el cambio y que las emociones fuertes y espectaculares son lo único que nos permiten sentirnos vivos y plenos.

A partir de la idea impuesta, que dice que aquello que se repite con ritmo y previsibilidad es, por lo menos, aburrido y propio de las personalidades mediocres, entramos en una confusión bastante profunda y extendida, que ha ayudado a que bajara significativamente nuestra calidad de vida y se acrecentaran las ganancias de los vendedores de objetos descartables. Por eso es que hoy estas líneas se dedican a elogiar, ennoblecer y agradecer la existencia de la rutina nuestra de cada día.

Busquemos aliados a la hora de ahondar en esta apología. El Sol, por ejemplo. El Astro Rey sigue rutinas muy precisas que hacen que cada día salga en el diario la hora exacta en que aparecerá en el horizonte. Siempre es así, nunca falla.

Todos contamos con que rutinariamente salga el sol a cierta hora: a la mañana, para ser más precisos. Nadie ha dicho aún, al menos que yo sepa, que bajo su imperio, y por culpa de esa previsibilidad rítmica, se producen el hastío y la falta de vitalidad aburrida que muchos dicen sentir en su existencia.

Sobre el ritmo rutinario de los amaneceres se da la creatividad del día, si se me permite cierto toque poético. Sin esa certeza y esa confianza que dan el ritmo y la conciencia de que hay cosas ordenadas que ocurren en la base de los acontecimientos, la desorganización nos dejaría sin libertad y haría que la vida se tornara imposible. Bien saben esto aquellos que crían hijos. Con buen tino siguen los consejos de su propio sentido común y el de los pediatras, y ofrecen a los hijos rutinas de alimento y de sueño que permiten el mejor desarrollo de los chicos, quienes, si esto no fuera así, sentirían una zozobra que en nada beneficiaría su saludable desarrollo.

Si la rutina no existiera, deberíamos dedicar tanto tiempo a detalles nimios que no podríamos siquiera pensar en algo que estuviera más allá del horizonte de nuestras narices. Cada detalle de la vida, desde encender la luz del baño hasta organizar la hora del almuerzo, sería como descubrir todo de nuevo, y no habría energía para otra cosa.

Lo mismo ocurre con los enamorados. Vivir siempre los amores con el fuego del primer día haría, simplemente, que nos consumiéramos rápido, muy rápido. Quizá por eso, en la linda película llamada Antes del amanecer, de Richard Linklater, la jovencita le dice a su también joven acompañante que, en lo que amores respecta, siente que ella amaría más el conocer cada movimiento de su amado, sus gestos previsibles, sus costumbres… justamente porque los conoce, los descifra, los tiene allí para disfrutarlos con la confianza que surge del contar con la existencia del otro. El milagro del amor está en el hecho de que las cosas se reiteren, no tanto en que cambien.

Es claro que se le echó a la rutina la culpa de una vida automática y sin encanto, que intenta a veces homologar nuestro acontecer diario a una secuencia industrial que tenga por fin único la productividad; vernos como objetos y no como sujetos de la vida. Pero eso no es culpa de la rutina, sino de ese deporte en el que nuestra cultura se ha embarcado al tratar de quitarle el alma a todo para poder dominarlo.

Lo que da vida a las cosas no son tanto los hechos como nuestra mirada sobre ellos. Por eso, es cuestión de ver las cosas como una maravilla, justamente, porque se reiteran (mejor dicho, las reiteramos) cada día.

Recordemos lo del Sol, que no por aparecer diariamente en el horizonte sin fallarnos, impide que miremos el día como milagro, y no como una sucesión muerta de minutos.

ETIQUETAS amor pareja rutina Vínculos

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