Contra el olvido, las mujeres son las encargadas de custodiar y de transmitir todas las historias familiares que conforman nuestras redes de afecto.
En mi familia, la que sabe es mi madre. A ella recurro cada vez que quiero saber de la vida de mis primos y tíos, a los que veo poco y nada, más allá del afecto que me une a ellos. “¿Qué es de la vida de Silvina, mamá?” o “¿Cuántos hijos tiene Fernando?” son el tipo de preguntas que ella responde sin dudar jamás, cada vez que me da por pasar revista a mis primos que, por cierto, son legión. Mi madre me cuenta de Silvina, de Fernando, de mis sobrinos segundos, de la mudanza de unos, de la enfermedad de otros. Es que, reitero, es mi madre la que sabe, y a ella recurro para que me cuente…
¿Quién sabría si no fuera mi madre? No sé, quizá nadie. Y quizá, si no hubiera quien guardara el saber sobre esa red de amor llamada “familia”, las historias y los vínculos se perderían en la vorágine en la que se han transformado nuestras vidas, dedicadas a producir y producir.
El ejemplo vale para decir que en las familias siempre hay quien custodia la red, la trama vincular, la pertenencia y el afecto que esa pertenencia permite. Cada familia tiene quien conserva lo que hay que conservar, y quien siempre tiene informaciones o historias para contarnos no bien le preguntamos: “¿Qué es de la vida de…?”.
Cuando era más joven pensaba que ésos eran chismes, maneras del ocio o simples noticieros que permitían tener tema para hablar durante una tarde aburrida. A medida que el tiempo fue pasando, ocupado por forjar una vida, empecé a darme cuenta de lo importante que es eso que habita en la iluminada capacidad de mi madre (que representa a tantas otras), esa misión de custodiar el afecto que sin dudas existe en la familia, vacunándonos contra la indiferencia y el olvido.
Alguna vez me dijeron que son las mujeres las que tejen los afectos de un pueblo. Son ellas las que se ocupan de que haya un afecto siempre presente en cada acto humano y que cada situación tenga la singularidad del nombre de quien la vive, custodiando el entramado emocional dentro del cual todos crecemos.
El gremio masculino gusta de solucionar problemas, generar nuevos territorios, abrir surcos en el terreno. Eso tiene lo suyo, por cierto. Pero en las familias y los pueblos siempre hay mujeres que, además de todo lo que puedan hacer a la hora de la labor y la producción de bienes y servicios, “por el mismo precio”, además tejen el mundo y lo mantienen unido.
De hecho, cada vez que le pregunto a mi madre por esos primos que veo sólo en casamientos, vuelvo a sentir (y para eso lo hago) aquel tiempo en el que todos jugábamos juntos, creciendo dentro de esa trama familiar que fue la plataforma de lo que luego supimos ser en la vida adulta.
En esas preguntas –y sobre todo en las respuestas– se unen, una y otra vez, el presente individual con la historia y la trama infinita de la familia, que siempre está allí, se vea o no se vea.
Todos tenemos ese sostén en nuestra vida, todos pertenecemos a una estirpe, todos somos más que nuestra frágil individualidad. Y están las madres, tías, abuelas… mujeres que tejen una y otra vez el universo, dándole forma de información, chisme, novedad o comentario a lo que es el milenario juego de los “asuntos de familia”.
Aunque no sepamos en qué andan los seres queridos, ellas sí lo saben, y lo cuentan para que podamos seguir queriendo a quienes queremos, sabiendo de ellos aunque no los veamos, fortaleciéndonos en la pertenencia que ellas, como quien no quiere la cosa, custodian, mientras mantienen unido al mundo llenándolo de historias con nombre y apellido que nos hacen bien.
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