Sophia - Despliega el Alma

27 febrero, 2015

«El primer mandato es que la mujer se calle»


 

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Ivonne Bordelois

La poeta y lingüista cree que, aunque estamos mejor que antes, todavía faltan espacios donde se escuche a las mujeres. Por Marta García Terán. Fotos de Agustina Resta.

Amar las palabras es entender que son como personas que nos asisten y presencian día y noche, que están alrededor de nosotros como seres atentos, siguiendo nuestro propósitos afectivos o comunicativos; apuntando nuestras carencias, pero también deseando reciprocidad, que las escuchemos y las interpretemos. Las palabras son puertas; cuando uno descubre esa energía oculta que está en su raíz, se ponen a hablarnos de una manera reveladora, magnética. Y cuando forman esos coros, esas danzas que suscitan los grandes novelistas, los grandes poetas, uno percibe realmente cómo las palabras crean el mundo”.

Una escucha a Ivonne Bordelois y no le queda más que rendirse ante la evidencia: para amar las palabras de esa manera, hay que tener una profunda dimensión del impacto que ellas pueden producir en nuestras vidas.Ivonne la tiene. Desde muy chiquita sintió una conexión íntima con el lenguaje y a los 5 años ya caminaba recitando versos por las avenidas formadas por arboledas en el campo que la vio crecer, en Juan Bautista Alberdi, en el límite entre Buenos Aires y Santa Fe. No recuerda qué versos repetía o armaba, pero sí que un día se puso furiosa porque su hermano mayor seguía tratando de averiguar qué hacía caminando sola entre los árboles. Ella se enojó porque no quería que nadie la espiara mientras establecía ese vínculo que más tarde se transformaría en una fuerte relación que marcaría el rumbo de su vida.

Porque así fue; Ivonne dedicó su vida a la palabra, a bucear en sus orígenes, en sus raíces, a descubrir esa esencia, ese significado profundo que hace que nos constituyan: “Estudié lingüística porque lo que quería era trabajar conjuntos de palabras y mostrar cómo ciertos sentidos se van entreverando. Es apasionante, porque descubrís cosas maravillosas que ni los psicoanalistas, ni los etimólogos suponen ni adivinan y que forman parte de la historia de la cultura”.

Esa fascinación, y esa intimidad, que de chica sintió por la palabra son las que Ivonne recuerda día tras día en el estudio de su casa, donde montó una gigantografía de esas avenidas que recorría en Alberdi y donde escribe libros como La palabra amenazada, Etimología de las pasiones, A la escucha del cuerpo o Del silencio como porvenir, entre otros.

A esta lingüista, poeta y ensayista no le interesa la corrección; lo que ella quiere es que entendamos que lo importante es el vínculo entre la palabra y nuestro mundo, que la palabra tiene que ser una vía para expresar lo que sentimos, lo que vivimos y pensamos: “Me aburre cuando me preguntan si una palabra se dice de una manera o de otra; si se dice ‘apreto’ o ‘aprieto’. No se trata de la corrección del lenguaje, se trata de la conexión con el lenguaje”. Así como le interesa la palabra, le interesa el silencio; ese que es necesario para encontrarnos con los otros y para establecer un diálogo interior. Pero también ese silencio que, durante siglos, se le atribuyó a la mujer como constitutivo de su identidad. “El mandato de que la mujer sea madre es inferior en fuerza al mandato de que la mujer se calle”, dice antes de comenzar la entrevista con Sophia, sentada cómodamente en el estudio de su casa.

–Usted dice que siente pasión por el rescate de la palabra. ¿Rescatarla de qué? ¿De quién? ¿Se ha perdido la palabra en su sentido más esencial?

–Yo creo que el rescate de la palabra es también el rescate del alma, y ésta es una sociedad que, de alguna manera, nos está presionando cada vez más y nos está aturdiendo, atolondrando con una especie de alud avasallador de información, de consumo, de vértigo, de actividad… Poco a poco, vamos retrocediendo en las defensas personales que tenemos: la vida interior y el relato de quién somos, ese relato que antes nos constituía. La gente escribía diarios, cartas, se refería a sí mismo en pasado, en presente y en los proyectos que tenía. Hoy en día todo eso está disperso y estallando en las redes sociales en las que los chicos muestran fotos, hacen citas, van a discos donde no hablan y después se acuestan, pero no hay un monólogo interior. La vida es el alma y es la palabra, y éstas se van arrinconando, marchitando. Pero me parece que, de todas maneras, la palabra sigue siendo –y va a seguir siendo– lo que nos distingue como especie frente a todas las especies animales. Lo que tenemos que rescatar es el placer y el sentido de lo sagrado que tiene la palabra. Es lo mismo que el sexo: cuando el sexo se trivializa, se pierde gran parte del placer y de la intensidad de la experiencia sexual.

–¿Qué pasa cuando la palabra se trivializa o desaparece?

–Ésta es una sociedad que nos quiere quitar las palabras porque las palabras son objeto de deseo: deseo de vida, deseo de amor, de vincularse, de cimentar nuestras relaciones. Cuando ese deseo es obturado, aparece el deseo por los objetos; y los objetos son rompibles, no se pueden reemplazar sino a un cierto costo, mientras que las palabras fluyen, las palabras siempre son generosas, se procrean, se recrean, se transforman, son un bien que nos reúne a todos; un bien absolutamente gratuito, dinámico y solidario. Entonces, todo este sistema que nos atiborra de cosas nos deja ciegos con respecto a ese enorme mar de posibilidades del lenguaje, ese mar de poesía que tenemos a nuestra disposición. Eso se ve en los colegios, en las universidades, en la carencia de grandes escritores teatrales, en darles las palmas de oro a ciertas telenovelas que son paupérrimas, en el discurso político, poético o novelístico. Se pierde noción del poder de la palabra.

–La palabra es poderosísima, sin duda. ¿Dónde reside su fuerza vital?

–El poder de la palabra está en que la palabra te interpela. Te sentís llamado a partir de una voz, y la voz tiene resonancias muy importantes. Hay muchos estudios psicológicos que demuestran que para el bebé conocer las voces y las palabras que le dirigen los adultos es algo fundamental para la constitución de su psiquis y de su núcleo afectivo. Ciertas palabras, como “mamá” o “comé”, se van cargando de sedimentaciones afectivas que van conformando la vida anímica de los niños. Con el tiempo, esa vida se va  enriqueciendo con diferentes experiencias y vibraciones.Las palabras tienen un influjo muy fuerte y son las que les dan forma a las percepciones y las entroncan en nuestro mundo emocional. Por eso tienen tanto poder.

–Tanto que, así como pueden llegar a lastimar muchísimo, también pueden llegar a sanar heridas profundas. ¿Somos conscientes de eso?

–Me parece que los chicos jóvenes, sobre todo, pierden la dimensión y el alcance que tienen las palabras y, de alguna manera, no las “cotizan en la bolsa afectiva”. No se dan cuenta del peso que tienen. Por ejemplo, los chicos se dedican ahora al bullying –el acoso moral en el colegio– y se les ha dado por decir “gordo”, que es un adjetivo despectivo muy fuerte. No se dan cuenta de hasta qué punto eso puede herir, discriminar y destruir una personalidad que está en pleno crecimiento. Es necesario mostrarles que hay ciertas palabras que nos hacen crecer y ciertas palabras que nos mortifican, nos matan. Ha habido casos graves, como el de este chico –al que lo cargaban y le decían “Pan Triste”– que mató a algunos de sus compañeros que lo cargaban. Me parece que tiene que haber una reflexión de la sociedad y de la gente que está alrededor de estos adolescentes, para mostrarles la fuerza de la palabra y que tomen conciencia de lo que pueden producir.

–También pueden tener un impacto positivo…

–Sí, a mí me gusta mucho esa escena del Evangelio cuando Cristo ha muerto y María Magdalena va a la tumba y encuentra que no está el cuerpo. Aparece una persona y ella cree que es un jardinero y le dice: “¿Sabes dónde han puesto el cuerpo del Señor? Porque yo no lo veo acá, alguien se lo tiene que haber llevado”. El diálogo es precioso, porque ella se lanza a un discurso a borbotones por la desesperación: “¿Qué pasó? ¿Dónde está? ¿Quién es? ¿Que sabés…?”. Es tal la desesperación que no se da cuenta de que está delante de Jesucristo. Él sólo le dice: “María”. Le dice su nombre nada más y la tranquiliza. No le dice: “Che, tranquila, calmate, bajá un cambio, loca de miércoles…”. Ahí te das cuenta de cómo la palabra más sencilla, el nombre de una persona, puede tener un impacto inmenso, porque María se tranquiliza, reacciona y lo reconoce.

–Poner en palabras lo que nos pasa también puede ayudarnos a aliviar la pena.

–En el libro A la escucha del cuerpo, cuento la anécdota de un señor que tiene una enfermedad por la que la piel se le cae en escamas, una cosa muy fea. Va a ver al médico y éste le dice: “Lo que usted tiene es psoriasis multidiforme multilipídica”. Entonces, el pobre paciente le contesta: “Discúlpeme, doctor, lo que yo tengo no se llama así, se llama ‘humillación’”. Es una persona que está tirando “caspa” de todo su cuerpo por donde camina y hasta en su casa le tienen asco, miedo, molestia, fastidio, porque es una cosa horrorosa. Pero, encima, el médico le encaja ese nombre imposible en lugar de decirle: “Me doy cuenta de su situación, sé que está sufriendo” y de darle un apoyo psíquico y social, o lo que fuera, para ayudarlo. Para ese hombre fue muy importante encarar al médico y al mismo tiempo expresarse él; eso ya es una cosa terapéutica, aliviadora.

–Poder decirle: “No me estás entendiendo, yo necesito otro tipo de ayuda”.

–Sí, es decirle: “Yo busco una cura más integral que la que me estás ofreciendo”. Hay que tener cierta presencia de ánimo y cierta lucidez para decir una cosa así. No es sólo que los médicos hablan así, sino que muchas veces los pacientes no se animan a decir lo que sienten y esto pasa porque la figura del médico es todavía demasiado grande en esta sociedad y su palabra tiene demasiado peso.

–El peso de la palabra… Antes, cuando uno daba su palabra de honor, se jugaba su identidad, su ser, asumía un compromiso ineludible. Pero ya no se escucha tanto eso de la palabra de honor.

–Toda esta historia, que a mí me pone muy nerviosa, ha entrado con el posmodernismo: no existen las sustancias ni las categorías fijas; es todo relativo, no podés presumir lo que vas a hacer mañana porque vas a ser una persona distinta de la que sos hoy. Cómo vas a comprometerte hoy si las cosas cambian; no te querés atar a alguna cosa que después se va a volver un atolladero para vos misma. Entonces, el honor se evapora. Lo mismo pasa hoy con el secreto. La gente te dice: “Te voy a contar un secreto” y es la mejor manera de difundir lo que vos querías que quedara callado. La palabra “certeza” es una palabra muy criticada también: hay que vivir en la duda, siempre cuestionando… Todo eso ha motivado un gran afloje de la vida moral y de la vida política, y provocado ciertas contradicciones.

–Hablando de contradicciones… Usted marca una bien interesante: las mujeres somos, de alguna manera, las dadoras de la palabra, en tanto madres,  maestras, educadoras… y después somos las que “no somos escuchadas”.

–Sí. Viví mucho tiempo en Holanda y en esa época –ahora ya no tanto–, había mucha inmigración turca y marroquí y era impresionante ver cómo las mujeres chaporreaban muy mal, pero chaporreaban el holandés porque tenían terror de que se les enfermaran los chicos y que tuvieran que ir al hospital y no tuvieran las palabras para explicar lo que les pasaba. Lo mismo ocurría con la escuela. Para ellas era una cuestión vital aprender el idioma y no eran de clase preparada, eran de clase obrera. Así que la mujer tiene esa capacidad: no sólo amamanta al hijo, sino que también le enseña a hablar, y la transmisión de esa palabra es fundamental para que el chico se ubique a sí mismo en su núcleo familiar, en su propia esfera. Pero luego le  quitan la palabra a la mujer. El hombre agarra la palabra de la madre y se va con ella. Es eso de la palabra del padre. Entonces, él tiene el discurso de la política, el discurso del fútbol, el discurso deportivo, el discurso comercial… Tenemos una sociedad muy masculinizada donde a las mujeres nos falta apoyarnos en nosotras mismas y reclamar el espacio para que se nos escuche.

–Acerca del silencio de la mujer, es muy interesante el análisis que hace del mito de Orfeo, que muestra al silencio como algo constitutivo de las mujeres.

–El mito de Orfeo pone en escena, entre otras fisuras, el abismo entre los no escuchantes y los hablantes. En su variante brasileña, Orfeo desciende a los infiernos a salvar a Eurídice. La condición de su rescate es que hasta su salida del Hades, Orfeo, que va adelante, no se dé vuelta para mirar a Eurídice. Pero Orfeo no puede resistir la tentación de verla, se da vuelta y la pierde definitivamente. Eurídice le dice: “Si pudieras escucharme en vez de verme”. Hay una imposibilidad del varón de escuchar a la mujer, que para él es, ante todo, presencia visible, física o sexual, antes que una palabra portadora de sentido. El gesto de Orfeo no es único, se replica en toda la tradición lírica occidental, que expresa que el silencio no sólo le es necesario a la mujer, sino que también constituye uno de sus rasgos eróticos fundamentales. Pablo Neruda,  por ejemplo, dice: “Me gustas cuando callás  porque estás como ausente / y me oyes desde lejos y mi voz no te toca. / Parece que los ojos se te hubieran volado / y parece que un beso te cerrara la boca”.

–Eso lo vamos recibiendo como herencia cultural, pero algo ha cambiado.

–Sí, estamos mucho mejor que hace cientos de años, eso nadie lo desconoce, pero de todas maneras falta mucho. Porque yo creo que el mandato de que la mujer sea madre es inferior en fuerza al mandato de que la mujer se calle. Ése es el primer mandato: que la mujer se calle y obedezca. Obedecer viene de ob audire, que quiere decir “oír con complacencia”. Quieren que seamos obedientes, que escuchemos, no que hablemos, porque hablar es una especie de prerrogativa del patrimonio del hombre. Lo que ocurre todavía es que cuando las mujeres llegan a una posición de poder, muchas veces se masculinizan, es decir, toman el mismo discurso que el hombre y no cuestionan el discurso del poder, que es lo que nos tiene a veces atrancadas.

–¿El poder es masculino?

–El poder es masculino, se expresa masculinamente. Es un poder que tiene una retórica de ironías, mucho de desprecios. En la vida política hemos visto un deterioro: se permite el insulto, se permiten los agravios, se permiten los vejámenes. Entonces, hay que buscar cierto tipo de palabra que te apacigüe, que te ayude a pensar, que te ayude a reincorporarte a vos misma. Hoy se dicen muchas palabras agresivas… Además, hay como una voluntad de que vos no hables, que no tengas un espacio tranquilo, de silencio, donde haya lugar para la conversación, donde cada uno de nosotros llegue al otro…

–Ése es un silencio necesario, pero hay otros perjudiciales. Luther King decía que no le preocupaban los gritos de los corruptos, sino el silencio de los inocentes. ¿Cuál es la diferencia entre el silencio positivo y el negativo?

–Claro, está el silencio cobarde, el silencio permisivo, que deja hacer; el silencio de la pasividad, el de cruzarse de brazos, desentenderse de lo que ocurre, no animarse a salir con la palabra al ruedo. Ése es negativo, como decíamos del silencio de las mujeres. El silencio positivo es el que escucha, el que guarda esa palabra que está enterrada pero que de adentro va pronunciándose con mucha fuerza. Hacia arriba. Yo creo que necesitamos mucho de ese silencio para nutrir una verdadera palabra, necesitamos el silencio de la vida interior para construir ese relato que nos identifica como personas a través de nuestras vidas, ese que escribimos en el diario, ese que le escribimos a un amigo.

–Ivonne, ¿cómo ve el futuro de la palabra?

–El destino de la palabra es, de alguna forma, el destino de la humanidad. Yo creo que estamos como en una crisis; hay una cultura hipercapitalista e hiperconsumista. Pero hay señales de que la gente busca otra cosa, que estamos todos hartos de esta especie de invasión de objetos y de propagandas y de mandatos comerciales y consumistas de toda la vida; hay como un punto de saturación. Yo creo que lo que me dice la historia es que las lenguas sobreviven a todas las crisis, el inglés de Shakespeare se prolonga en el inglés de Beckett, y el español de Cervantes, en el español de Vargas Llosa. Así que el problema somos nosotros, qué vamos a hacer con nuestra vida, con nuestra economía, con nuestros hermanos. La palabra por sí sola nos acompaña y nos conduce. Cuando nos entregamos a la riqueza, a la bondad de la palabra, encontramos en nosotros al aliado más importante; eso yo lo creo firmemente. Siempre digo que la crisis de 2002 no la solucionó Lavagna ni Kirchner, la solucionó la gente hablando, conversando y empujando juntos.

–La palabra como unión, como comunidad.

–Como sello de unión; creer en la palabra de honor del grupo, que dice: “No te voy a fallar, no te voy a dejar morir de hambre, no te voy a dejar sin empleo, no te voy a dejar sin familia, sin casa…”. Creo que hay un filo de futuro en la confianza en la palabra, que me parece que es muy bueno y esperanzador.

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