Su partida dejó un gran hueco lleno de dolor. Él se llevó todo al irse, y ella quedó sola, infinitamente triste y, sobre todo, desierta.
Él era el espejo en el que ella se había reflejado y reconocido durante años, y ahora ese espejo ya no estaba.
Se veía a sí misma acariciando a sus hijos a la noche, diciéndoles palabras que no estaba segura de creer, yendo a trabajar en automático, mirando al mundo desde atrás de un vidrio frío. Todo, porque él no estaba, por más que ella quedó en la casa rodeada de los muebles y los objetos de siempre, que ahora parecían sin alma, al igual que ella.
Bien o mal, le había entregado lo que era, no sólo los frutos de lo que era. Le había dado hasta la identidad. Eligió ser predicado y no sujeto, no por tonta, sino porque así creía que debía hacer las cosas. De hecho, era ciertamente aliviante delegar el ser en el otro, y cumplir con los deberes, haciéndose eco, pero no fuente, del sonido.
Y sí, la historia de esta mujer es conocida. Es sólo una versión de las varias que grafican lo que ocurre en una generación de mujeres a las que les toca reequilibrar las cosas y redescubrir el amor de a dos, no como cuerpo y apéndice (en realidad, un solo cuerpo con extensión), sino como dos cuerpos que generan un tres: el vínculo amoroso que, sabemos, es el primer hijo de una pareja.
El día a día fue regando el desierto y las plantitas empezaron a aparecer. No dejaba de sorprenderla el verse viva y con emociones nuevas tras el marasmo inicial. Esas emociones surgían no ya del eco respecto de él, sino de una fuente interna que empezó a valorar y que otros también valoraron. No eran emociones “contra” él, sino emociones de esas que brotan de la propia tierra, sin pelea de por medio. La fuente de todo eso eran sus propios sueños y deseos, los que iban emergiendo una vez que el sol de cada día iluminaba terrenos que antes estaban bajo una sombra que ella misma permitió.
Se dio cuenta, por ejemplo, de que él no era el dueño de su femineidad ni de su deseo. Ella había compartido el fruto de su femineidad, pero él no era el dueño del árbol generador de ese fruto. Cuando se dio cuenta de eso, empezó a sonreír más, como lo hace la gente que está contenta al sentirse viva.
Al final, él no se había llevado todo, sino solo una parte de su historia.
Hoy los veo flirteando entre sí, aun separados (es que ésta es una historia real, no una imaginaria). No se cómo terminará la cuestión, pero es interesante ver el desarrollo. Él ya le dijo que se había sentido agobiado por lo mismo que, al principio de la relación, lo había atraído. Ser “todo” para ella le había pesado, aunque reconocía que al comienzo lo había seducido. Tanto como a ella la había seducido delegar su existencia en ese hombre aplomado que un día se había ido, rompiendo las reglas de un juego que no iba más, diciendo que se sentía solo y que se había dado cuenta de que quería una voz que lo acompañara, no un eco de la suya.
Pienso que vuelvan o no a estar juntos, han hecho su aporte al amor. No hay villanos en esta historia porque tuvieron la suerte de entender de qué se trata la cuestión: de crecer, y no de buscar a los malos de la película para lapidarlos sin mirar lo escrito en el suelo respecto de lo que cada uno hizo.
Así son las cosas. Él pareció haberse llevado todo, pero lo que dejó fue aprovechado por ella y era lo esencial: la posibilidad de despertar y abrir la puerta para ir a jugar.
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