A cincuenta años del Concilio Vaticano II, que flexibilizó algunas prácticas del catolicismo, la hermana “Maga” Oyol cuenta cómo pasó de joven agnóstica a la luminosa austeridad de su vida actual. Por Agustina Rabaini.
Imagínense a una joven madrileña de espíritu inquieto que sueña con ser atleta, viajar por el mundo, encontrar un amor y seguir una carrera tradicional para tener un buen pasar y hasta conseguir una casa quinta donde poder andar a caballo, leer los fines de semana y, en un futuro, agrandar la familia. Palabras más, palabras menos, así era la vida de María Luisa Oyol, más conocida por todos como “Maga”, cuando apenas asomaba a la adultez y empezaba a hacerse preguntas, a buscar en otros paisajes más allá de su Madrid natal…
Un día, un evento clave y doloroso la llevó a replantearse el sentido de su vida. A los 18 años, Maga sufrió un accidente en moto y poco a poco comenzó a preguntarse cómo sería tener una vida con la cual pudiera dejar una huella y hacer una diferencia. Así se animó a emprender un viaje que la transformaría para siempre.
Hoy, veintitrés años más tarde, esta española de sonrisa luminosa lleva dos décadas abriendo caminos como misionera dentro de la congregación Verbum Dei y esta mañana nos recibe con un abrazo en su casa de la ciudad bonaerense de Pergamino. Está vestida con pantalones, camisa blanca, y tiene una manera de hablar suave, teñida de modismos españoles que mezcla con la más pura argentinidad (a veces habla de vos, otras veces de tú): “El camino –dirá– es uno y el mismo: amarnos unos a los otros, cuidarnos unos a los otros, ayudarnos, perdonarnos, caminar juntos, como hacían Jesús o San Francisco y tantos otros santos –católicos o no– de este mundo. Jesús nos está diciendo que somos iguales, humanos, hermanos”, cuenta. Y no se detiene. A puro entusiasmo, agrega: “Lo que me fascina de la vida que llevo es esta posibilidad de que Dios, a través de mí y de la palabra, pueda alcanzar el corazón de algún hombre. La injusticia o la violencia en sí no existen, lo que existe son los hombres injustos o violentos, y si Dios llega a tocarlos, hay muchas cosas que pueden cambiar”.
Mientras habla, Maga sostiene una cruz de madera simple y bella que cuelga sobre su pecho y ese pequeño objeto representa para ella lo mismo que el hábito para otras religiosas, porque las hermanas de la congregación Verbum Dei –nacida en tiempos del Concilio Vaticano II– no usan cofia ni llevan el pelo cortísimo; ellas no optaron por vivir su religiosidad en conventos o lugares de retiro y hace tiempo que prometieron dedicar su vida a los más necesitados. Según ellas, su misión pasa por estar entre la gente, por vivir con ellos y para ellos. Si queremos constatarlo, bastará con mirar a Maga en minutos más, bajo el sol pleno de la siesta, abrazada a dos adolescentes en el barrio donde trabaja, o ver cómo los adultos y los jóvenes llegan a su casa y se sienten cómodos para preparar un mate antes de las clases de oración de las tardes. En diferentes momentos del día, Maga, Alejandra y Susana (sus compañeras en esta casa), enseñan a vivir la palabra de Dios y no solo a repetirla o aprenderla de memoria.
“Cuando empecé este camino, durante el curso de formación –en otras comunidades lo llaman ‘noviciado’–, supe que la congregación Verbum Dei había nacido en 1963, a un año del comienzo del Concilio Vaticano II (N. de la R.: un encuentro histórico que modernizó gran parte de la Iglesia católica). Desde entonces, fueron muchas las cosas que cambiaron, y el uso del hábito se replanteó en una búsqueda de adaptación de la Iglesia al pueblo de Dios. Muchos creemos que el hábito marca una distancia, y el hecho de no llevarlo es como decir que sí, que estamos en el mundo y queremos ser como la gente sencilla del lugar, aunque hayamos tomado esta opción de entrega radical y consagración a Dios”, dice.
–¿Recordás cómo fue que te acercaste a Dios?
–Nací en Madrid y pertenezco a una familia católica no practicante. Mis hermanos y yo fuimos bautizados e hicimos la confirmación, pero no íbamos a misa, y cuando salí de la adolescencia yo me definía más bien como atea o agnóstica; tenía mis rebeldías con Dios (sonríe). Cuando ocurrió lo del accidente, empecé a sentir muy fuerte que en mi vida podía haber más que lo que hasta ese momento imaginaba. Un día surgió la posibilidad de ir a una peregrinación a Polonia con el papa Juan Pablo II y hacia allá partimos con un grupo de jóvenes.
–¿Por qué quisiste peregrinar a pesar de no ser creyente?
–Sentía una inquietud, buscaba algo más y me llamaba la atención ver que algunos amigos que peregrinaban volvían agotados, pero felices. Traían una alegría que yo no había saboreado y, como me gustaba tanto viajar, quise seguirlos. Ya en el viaje a Polonia empecé a conocer a misioneras y misioneros cuyas vidas me interrogaron mucho porque en sus ojos veía una mirada transparente y alegre. Y pensaba: “¿Qué tiene esta gente que no tengo yo? ¿Dónde está la clave de su felicidad?”.
–¿Y dónde estaba la clave?
–A medida que pasaron los días, supe que su plenitud tenía que ver con Dios. En Alemania, durante el viaje, decidí confesarme después de un tiempo y al terminar ocurrió algo muy especial. Cuando regresaba a la capilla, había un cartel muy grande del profeta Ezequiel que decía: “Les haré un corazón nuevo”. En ese momento, creí que Dios me estaba diciendo: “Te regalo una historia nueva por estrenar”. Así, mi vida empezó a dar un giro porque comencé mi camino de conocer a Jesús y fui aprendiendo a orar con la palabra de Dios. Desde entonces, en lugar de ir los fines de semana a los boliches o viajar, empecé a compartir con otras personas y me fui acercando a los más carenciados. Al principio, tuve un tiempo de crisis, me entró un susto tremendo… Quería huir y, como Jonás, decir: “No, no, de acá yo me voy” (risas).
–¿Tuviste ese llamado del que hablan otras religiosas?
–Sí, experimenté un llamado de Dios que me decía: “Si esta alegría que estás viviendo ahora todos los días fuera para toda la vida, lo aceptarías?”. En ese momento, sentía esta atracción irresistible de seguir, pero por otro lado me daba miedo dejar a mi familia, a mis amigos y los sueños que tenía hasta ese momento. Incluso había un chico con el que estaba saliendo y me hacía dudar (sonríe), pero nada se comparaba a la plenitud que llegué a sentir en el corazón cuando pensaba en consagrar mi vida a Dios… Hoy pienso que esa insatisfacción que sentía respondía a un corazón hecho a su medida. Cuando te pasa algo así, no hay nada ni nadie que pueda llenarte como Él.
–¿Y entonces?
–Pude dejar a mi familia y los sueños de los que te hablaba. Cuando era chica, quería ser atleta y mi mayor sueño era llegar a ser campeona de atletismo. Eso es algo que tuve que dejar atrás, pero puedo decir que, en realidad, no renuncias al sueño, sino que empiezas un camino… Hay otro momento que recuerdo especialmente: durante un viaje que hicimos con la comunidad por Europa, había un campamento con hijos de prostitutas y muchos eran niños maltratados, drogadictos, con muchos problemas. Entonces, ocurrió algo que me marcó mucho: un niño agarró unos cuchillos y amenazó a una de las coordinadoras. Yo empecé a preguntarme: “¿Qué culpa tienen estos niños de cargar con todo esto? ¿Dónde está Dios acá?”. Poco a poco entendí que Dios me decía: “Maga, te he hecho a ti”. Hoy sé que no es que Dios se desentienda del mundo, sino que nos ha hecho a nosotras y a otros tantos para poder ayudarlo.
–¿Cómo tomó tu decisión tu familia?
–Al principio le costó mucho. Yo tenía 20 años, nadie se imaginaba que pudiera dejar todo para irme quién sabe dónde. Gracias a Dios, con el tiempo fue muy bonito porque la reacción de mi mamá fue muy positiva. En lugar de enojarse y tomar distancia, quiso conocer mejor la comunidad y quiso participar… En un primer momento, hubo mucha revolución, mi hermano estaba muy sorprendido, pero después de un año y medio, él también empezó a interrogarse por qué yo había decidido dejar nuestros sueños compartidos y al tiempo decidió ordenarse como sacerdote. A mí, al comienzo, la distancia también me costó. Durante el curso de formación, me peleaba con Dios y le decía: “¿Por qué, si se supone que estoy entregando la vida para ayudar a los demás, tengo que irme lejos de mi familia y no puedo estar cerca para ayudarlos también a ellos?”. Llegué a sentir que Él me decía: “Maga, tú ocúpate de los míos, que yo me ocupo de los tuyos”. Pasaron unos días y llegó una carta de mi mamá donde me contaba que estaba rezando y desde entonces hemos estado, a la distancia, siempre cerca.
–Antes mencionabas el Concilio Vaticano Segundo. Desde entonces, millones de personas buscan vivir el cristianismo de una manera actual y ven en Cristo a un compañero. ¿Cambió la percepción de Jesús en estos años?
–Si me preguntás a mí, como decía Santa Teresa, si me llegan a quitar la humanidad de Dios y la humanidad de Cristo, me muero. Jesús fue un hombre que caminaba por las calles y al que todos podían ver y acceder. Y qué importante es poder ver que, siendo hombre como nosotros, pasó por muchas cosas por las que han pasado muchos otros. Lo que ocurre es que en Jesús también está concentrado todo el misterio del Dios que se hizo amor. Y, entonces, el desafío es no hacerlo a nuestra medida, pero tampoco elevarlo tanto que al final ya nadie lo encuentre.
–Maga, ¿cuánto cambió la Iglesia a cincuenta años de lo enunciado en el Concilio Vaticano Segundo?
–Eso depende mucho de los países y de las diócesis. Durante el Concilio, lo que se propuso fue que existiera la igualdad en dignidad para todos los cristianos, seas laico, sacerdote, monja u obispo. En nuestra comunidad, los laicos son mayoría y tienen mucho por decir, pero a veces en las Iglesias ves que ocupan un lugar pasivo. En la medida en que puedan sentir que están en un mismo nivel, todo puede cambiar. ¿Por qué, como comunidad, no hacemos un consenso y buscamos juntos, por qué no escuchamos más lo que todos tienen para decir? Y lo mismo vale para el papel de la mujer en la Iglesia. En las Iglesias siempre encuentras a un montón de mujeres y unos pocos hombres, pero a veces igual se las arrincona. El machismo persiste dentro de la Iglesia. A mí me gustaría poder ver que un día los hombres y las mujeres, cada uno con sus funciones, puedan estar a la par. Ni los laicos ni las mujeres deberían ocupar un lugar inferior, apartado.
–A lo largo del camino, ¿hubo también personas a las que admiraste especialmente?
–Sí, tengo lo que llamo mis “santos” y sus fotos siempre me acompañan. Me refiero a personas como Ignacio Ellacuría, el jesuita que fue asesinado en El Salvador, o monseñor Romero, que nos han dejado un testimonio impresionante. Romero, por ejemplo, a lo largo de su vida religiosa, fue atravesando un cambio muy fuerte. Pasó de ser un hombre más centrado en los libros y en lo que ya estaba establecido a abrirse para escuchar al pueblo. Terminó siendo asesinado, dio su vida por la gente. También admiro a Aung San Suu Kyi, que recibió el Premio Nobel de la Paz tras quince años de arresto domiciliario en su país, Birmania, y fue capaz de atravesar mucho sufrimiento por defender los derechos de la gente. Admiro además a Martin Luther King, a Nelson Mandela, a Gandhi… Como Jesús de Nazareth, ellos creyeron que el amor era posible… Algunos no han sido canonizados ni beatificados, y muchos de ellos no eran católicos, pero no eran diferentes a Jesús.
–¿Y si yo te preguntara qué le dice hoy Dios al mundo?
–Creo que una parte sería: “Si nos dejáramos amar, muchas cosas cambiarían en nuestra vida y a nuestro alrededor”. Nuestra tristeza se transformaría en alegría, nuestros miedos en seguridad, nuestras angustias en paz, nuestros egoísmos en ganas de compartir. Por eso, digo que la idea es poder llegar al corazón de otras personas y no diciéndoles lo que tienen que hacer, sino solo acompañándolos, porque desde ahí no cambias nada. El cambio radical nace de la transformación interior, y si no hay voluntad de cambio, la norma dura un tiempito, pero llega un momento en el que te cansas y ya no sigues.
–Por último, ¿por qué te dicen “Maga” y de dónde viene esa alegría que llevás acá y allá?
–Me llamo María Luisa, pero cuando era chiquita mis hermanos me decían “Maga Luisa” y desde entonces, salvo en los papeles oficiales, toda la vida me llamé Maga. En cuanto a la alegría… la verdad es que, al haber encontrado una vocación, me siento plena y disfruto mucho e intento compartir esa dicha. Creo que cada uno manifiesta a Dios de diferentes maneras. Hay quien expresa a Dios con su ternura, su paz o su verdad. Si yo no tuviera mi corazón lleno, a lo mejor sería una monja amargada, como otras tantas (se ríe). Dios me ha dado una gran libertad interior, anchura interior, y no puedo más que sentirme dichosa.
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