Theresa Varela*
La hermana Theresa Varela supo desde joven que quería estar al lado de los pobres, y esa entrega la trajo hasta el interior de Córdoba, lejos de su tierra natal, pero muy cerca de quienes la necesitan. Por Agustina Rabaini. Fotos: Sofía García Castellanos y Fundación Misionera María de la Esperanza.
La hermana Theresa Varela es como un ángel que abre sus alas y quisiera abarcar a todos los que necesitan”, dice Betty Furrel, una de las colaboradoras de la Fundación Misionera María de la Esperanza, que queda en la entrada del pueblito de San Marcos Sierra, a 24 kilómetros de la ciudad de Cruz del Eje, en la provincia de Córdoba.
El reloj todavía no marcó las diez de la mañana y al llegar a la aldea La Esperanza, el complejo educativo donde vive Theresa, se nota que ella ya lleva varias horas trabajando. Nos saluda desde lejos mientras suelta a un grupo de animales de un corral y después se acerca para recibirnos con los brazos abiertos y una sonrisa contagiosa, como su entusiasmo que abre camino al andar.
Ella, que tiene 70 años y nació en Cabo Verde, África, como la quinta hija de diez hermanos, supo temprano que quería vivir cerca de los pobres aunque eso la llevara lejos de su isla natal. En los años sesenta vivió en Portugal, más tarde se instaló en Roma y terminó sus estudios en Estados Unidos. Con los años, la religiosa llegó a ser superiora dentro de la congregación de las Hermanas de San Pedro Claver y pasó por conventos de Colombia, Brasil y la Argentina. Hasta que el destino –y lo que hoy recuerda como “un segundo llamado de Dios”– la trajo al pueblito de San Marcos Sierra en 1997. Aquí, viendo a los chicos que vivían en los vagones del ferrocarril del pueblo, se prometió trabajar por ellos y empezó por conseguirles una copa de leche que luego se multiplicó en varias comidas al día.
Así, año tras año, llegó a levantar siete comedores que funcionan en los barrios más postergados de Cruz del Eje y sus alrededores. En la actualidad dirige una escuela de artes y oficios a la que asisten chicas del interior de Córdoba y Chaco que viven en una de las casas de la aldea. Hoy, que Sophia llegó hasta aquí, Theresa saldrá como todos los meses con un camión sanitario para visitar a los chicos y las familias de la región junto a un grupo de médicos voluntarios.
–Theresa, desde que llegó ha estado cuidando a muchos chicos. ¿Qué recuerda de su infancia en Cabo Verde?
–Mi infancia fue bellísima. Todo lo que viví le dio fuerza al árbol que después fue creciendo adentro… A mí lo que me mantiene fuerte hasta hoy es mi infancia. Éramos diez hermanos, y además de no faltarnos las cosas materiales, no nos faltó lo más importante: el amor, la contención de nuestros padres y la vida comunitaria. En aquella época, la isla de Cabo Verde tenía 500.000 habitantes y era un lugar pequeño, muy lindo.
–¿Qué recuerda de sus padres?
–De mamá recuerdo las enseñanzas que nos daba con palabras y también con los chas chas. Cuando nos portábamos mal, a veces nos daba, pero también nos amaba muchísimo. Me parece escucharla diciéndome: “Lo que usted tiene que hacer es amar profundamente lo que hace” o “Hay que hacer el bien bien hecho porque un bien mal hecho es un mal bien hecho”. De papá recuerdo su honestidad. Nosotros fuimos aprendiendo de su ejemplo, de lo que veíamos. Siempre nos decía: “Una mentira es una falla para la vida”.
–¿A qué se dedicaban sus padres?
–Mi papá era terrateniente y alquilaba casas. Mamá se ocupaba de sus diez hijos, que éramos muy seguidos.
–¿Y cómo fue que, viniendo de una familia de buen pasar, decidió dedicarse a trabajar con la gente humilde y resignó otras cosas?
–Esto que yo siento es una vocación hermosa y eso viene con uno. A medida que fui creciendo, sólo reafirmé mi vocación. Ya desde chiquita tenía una inclinación por la gente humilde. Las chicas que jugaban conmigo eran las más pobres y yo siempre estaba buscando algo para darles. Cuando jugábamos, hacía de sacerdote, de maestra o de reina porque eran personas que podían ayudar o proteger a los demás. Una vez, en la escuela, leí que en Portugal la reina Isabel metía cosas en su delantal y se las llevaba a los pobres. Un día el marido la descubrió y le dijo: “¿Qué llevas ahí?”. Ella contestó que llevaba rosas, y por un milagro que se conoce como “el milagro de las rosas”, en lugar de alimentos, de su falda cayeron flores. Yo también robaba cosas del pequeño supermercado que teníamos para llevárselas a mis amigos. Pero cuando mamá me descubrió, y le dije que llevaba “rosas”, no tuve la suerte de Santa Isabel y se me cayeron un montón de latas y alimentos.
–¿Cómo decidió abrazar el cristianismo?
–Cuando era pequeña en Cabo Verde, el 96% de los habitantes éramos católicos y el 4% restante, luteranos y evangelistas, y con el tiempo fueron entrando otras creencias. Yo siempre fui muy abierta hacia otras religiones y solía participar de las celebraciones de los evangélicos y los luteranos. En ese tiempo, esa apertura mía era sólo una inclinación, pero hoy tengo claro que Dios no tiene religión; Él es la religión. Cuando estás con Dios, no despreciás a nadie, no te sentís superior al otro, y a Él se puede llegar por diferentes caminos. Lo importante es saber que hay un ser superior a nosotros que conduce nuestras vidas hacia el bien.
–Usted siente a Dios como su superior, pero también dice que Él camina siempre a su lado…
–Sí, porque si fuera adelante, no sabría si puedo seguirlo y si viniera atrás, yo no sabría si viene, así que Dios va siempre a mi lado. Dentro de mí y a mi lado.
–Entonces, luego de hacer la escuela primaria y secundaria en Cabo Verde, ¿cómo siguió la vida?
–Yo hice la mitad de la escuela secundaria en Cabo Verde, porque para terminar tenía que irme de la isla y mi madre no nos dejaba salir hasta que fuéramos mayores. En aquella época yo quería ser médica, no pensaba ser religiosa; pero a los 18 años, después de hablar con un sacerdote, sentí con mucha claridad que quería entrar en el convento, y ése fue otro tema… En aquel tiempo, en mi tierra, que una chica fuera al convento significaba que no había encontrado a su príncipe azul… Mis padres estaban desilusionados. Yo era la mimada de mi padre y un día me preguntó: “¿En qué te hemos fallado? Si querés estudiar Medicina, andá a Portugal a estudiar”. Pero yo ya estaba decidida y le dije que la Medicina que iba a estudiar era la del alma.
–¿Cómo supo que quería trabajar para los pobres?
–A los 18 años fui al casamiento de una amiga. Cuando tiró la corona, que es como el ramo aquí, me cayó en la cabeza y, como yo tenía novio, todos decían: “Miren a Theresa, se va a casar y no dice nada”. Yo ahí dije: “No me voy a casar” y, entonces, después de eso me llevaron a ver a un sacerdote. Él me miró y dijo: “Ella no va a casarse porque es la novia del cielo”. “¿Yo, monja?”, le contesté. No quería saber nada, agarré mis cosas y salí volando. Pero tres días después volví a hablar con el padre y empecé a leer sobre la vida de las monjas y conocí a Santa Teresita, que era chiquita como yo, y así pude tomar la decisión. Me costó mucho convencer a mis padres, pero ellos entendieron que no dejarme ir al convento era como cortarme las alas. Estuve quince años sin verlos.
–Cuando empezó a pensar en ser monja, ¿analizó qué dejaba, qué resignaba y qué ganaba con la elección?
–Lo medité mucho, porque siempre había soñado con casarme y tener muchos hijos; me atraía la idea de ser madre. Poco a poco vi que no iba a poder tener hijos y otras cosas… En esa época fumaba mucho, y vi que iba a tener que dejar. Y la moda, ¡que me encantaba! No me gustaba la idea de tener que usar siempre la misma ropa. También me encantaba la equitación y tuve que alejarme. Pero a la hora de poner cosas en la balanza, la idea de trabajar con los más pobres fue mucho más fuerte que tener que vestir la misma ropa larga y no poder ir más al baile o salir con los chicos.
–¿Atravesó muchas dudas en el camino?
–Sí, pero mis crisis no duraban ni duran demasiado porque enseguida me pongo a pensar qué estoy haciendo y para qué vine a este lugar. Una vez que entendí que quería trabajar al lado de los pobres, decidí venir a Córdoba. Dejé atrás lo más querido de mi vida, mi familia, pero en el camino encontré todo.
–¿Cómo llegó a Córdoba?
–Cuando vivía en San Pablo tuve un segundo llamado de Dios. En las calles de Brasil vi que los chicos pasaban cosas muy feas y sentí que tenía que trabajar con esos niños y sus familias. Después vine para Buenos Aires y más tarde, por sugerencia del Cardenal Primatesta de Córdoba, decidí hacer una experiencia extracomunitaria aquí.
–Hermana, ¿qué cosas le dan fuerza para seguir adelante?
–En la Fundación tenemos un grupo de voluntarios muy grande que viene de Córdoba, algunos tienen sus trabajos y vienen los fines de semana para ayudar. Me emociona verlos. Después, lo que me da fuerza es este Dios que me ha llamado. Yo me levanto a las cinco de la mañana y hasta las seis me contacto con Él. Dios es el que me da fuerza.
–¿Se enoja con Dios alguna vez?
–¿Cómo que no? Me enojo mucho, pero no dejo disparar el enojo fácilmente. Lo maduro adentro y lo paso por el chocolate de la oración (sonríe). Cuando era más joven me enojaba mucho, tenía úlceras… Antes me guardaba todo, me daba rabia y me dolía la panza. Hoy puedo llegar a decir: “No quiero saber nada más”, pero me dura unos minutos. Si Cristo hubiera bajado los brazos, todavía no habríamos sido salvados. ¿Cómo voy a bajar los míos?
–En 2008 tuvo un golpe muy grande cuando se incendió un depósito de la aldea. ¿Cómo vivió todo aquello?
–Lo del incendio fue un golpe duro, se nos quemó un edificio donde estaban todas las donaciones y los colchones…. Por un momento pensé: “Hasta acá llegué”. Estaba muy desanimada y sentí que bajaba los brazos… Muy de a poco, con el apoyo de mi gente y con la solidaridad de los que se acercaron, esa sensación de cansancio fue desapareciendo. Otra vez recordé a mi madre, que me decía: “Nunca diga que está todo terminado porque entonces está todo por comenzar”. Con el incendio comprobé que cuando la realidad quema, la solidaridad brota con más fuerza.
– ¿A qué otras mujeres ha admirado a lo largo de la vida?
–Sigo admirando a mi madre, un ejemplo en la vida, que me decía: “Cuando alguien hace algo que no te gusta, escríbelo sobre la arena para que lo lleve el viento del olvido. Cuando, en cambio, hagas el bien, escríbelo sobre la roca para que quede grabado en tu memoria y en tu corazón”. También he admirado mucho a mis tocayas: Teresa de Calcuta, Santa Teresita y Teresa de Ávila.
–¿Qué sueños le quedan pendientes?
–Yo hago todo para saber que los chicos por los que hoy lucho van a poder convertirse en hombres y mujeres diferentes de sus padres. Me gustaría que ayudaran a sus padres a mejorar su calidad de vida. Si pudiera pedir, también quisiera que se acercaran personas con real vocación de servicio que quieran consagrar su vida a la misión y puedan instalarse acá.
–Theresa, ¿cómo se lleva con el paso del tiempo?
–Tengo 70 años y hasta hace poco, yo no pensaba en encontrar a alguien que me sustituyera, pero ahora lo pienso cada vez más… Pero en general me llevo muy bien con los cumpleaños; yo me quiero mucho (se ríe). Cuando uno no quiere lo que tiene, vive enojado, y yo no quiero eso para mí… Mis manos son las más lindas, mi color es el más bello, mis ojos, todo. No me comparo con los demás, lo mío es lo mío. Soy una agradecida de la vida y cuando me levanto cada mañana mi primera oración es: “Gracias, Dios mío, que puedo ver, puedo hablar contigo, levantarme, escuchar mi gallito que canta… Dame un hoy mejor que ayer”.
*Nació en Cabo Verde hace 70 años y vive en San Marcos Sierra, Córdoba, desde 1997. Aquí dirige una Fundación que brinda asistencia sanitaria, educación, y coordina siete comedores.
ETIQUETAS religión solidaridad
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