ATRAVESAR EL DUELO
La muerte de alguien a quien amamos es uno de los momentos más duros de nuestra vida; pero curar las heridas no solo es posible, sino que es el camino hacia una existencia más plena. Por Agustina Rabaini, Cecilia Mosconi y Marta García Terán. Ilustración de Vero Gatti.
«¿Por qué a mí?”. “Creo que no fui tan mala persona como para que la vida me haga esto”. “Él merecía seguir viviendo”. “¿Por qué tuvo que morirse?”. “El dolor es insoportable”. “No voy a poder seguir viviendo sin él”. “Ya no me importa nada más”. “Nunca más voy a ser la misma”. “Siento bronca, impotencia, tristeza”. “Necesito verlo, abrazarlo, al menos por última vez…”.
Algunas entendemos el significado de estas palabras. Otras habremos oído a alguien cercano a nosotras pronunciarlas. Son muy duras, muy tristes… Es que el dolor por la muerte de un marido, de una mujer, de un hijo, de un padre, de un hermano o de una amiga íntima nos destruye, nos parte en dos. Dicen todos los que han perdido a alguien muy querido que la muerte los hunde en una tristeza tan profunda que es casi imposible describirla con palabras… Les duele el cuerpo, les duele el alma; no hay nada ni nadie en que puedan encontrar consuelo.
La muerte de un ser querido debe de ser uno de los momentos más dolorosos a los que puede enfrentarse una persona en su vida. Muchos dicen que es como si el mundo se oscureciera, como si su vida se apagara, y en medio de la más triste oscuridad, es muy difícil tener una mirada esperanzadora para darse cuenta de que hay luz al final del camino. Pero sí la hay; y eso es lo que intentaremos que nos cuenten los especialistas en esta nota. “Cada muerte de alguien que amamos es también nuestra propia muerte –dice la psicóloga Diana Liberman–; morimos con quien amamos y resucitamos como sobrevivientes”.
El duelo es un proceso y, aunque nos duela terriblemente, hay que atravesarlo. El psiquiatra francés Christophe Fauré usa una imagen muy clara para explicarlo; dice que cuando muere un ser querido, entramos en una suerte de túnel oscuro que debemos recorrer para salir de él y encontrar la luz que hay al final. Si nos quedamos quietos, sumidos en el dolor; o si nos negamos a ver que estamos dentro de ese túnel, no saldremos verdaderamente de él.
Podemos evitar el duelo, negarlo o huir de él, pero los especialistas coinciden en que para renacer hay que enfrentarlo, vivirlo y atravesarlo. “La única manera de salir del túnel es entrar en él”, dice Fauré, autor del libro Vivir el duelo.
Pero ¿por qué nos cuesta tanto enfrentar este proceso? Las psicólogas Anne Ancelin Schützenberger y Evelyne Bissone Jeufroy, autoras del libro Salir del duelo, dicen que el miedo a lo desconocido es uno de los principales inconvenientes y que, aunque no mitiga el dolor, es importante tener una idea de lo que nos puede llegar a suceder. Fauré coincide con ellas: “Ningún libro del mundo, ninguna explicación, por más sabia que sea, bastará para atemperar la angustia y aliviar el sufrimiento. Cuando duele, duele… Pero una mejor comprensión de lo que se está viviendo puede ayudar, aunque sea levemente, a sobrellevarlo”.
Y a los miedos frente a lo desconocido se suma la idea, equivocada, de que hacer el duelo equivale a olvidarse de esa persona que tanto amamos, cuando, en realidad, es todo lo contrario: el duelo nos lleva a hacerla cada vez más nuestra, a que se instale en nuestro corazón para siempre. Así lo explica Fauré: “El duelo es la garantía de que no volverás a perder al ser querido. En efecto, con el trabajo de duelo creas las condiciones para acogerlo permanentemente en ti. Esa persona estará siempre contigo. El duelo es la garantía de que no olvidaremos”.
Otro de los problemas con los que nos encontramos es que las sociedades modernas han ido perdiendo varios ritos que son fundamentales para despedirse de los seres queridos, según las autoras de Salir del duelo: “Antes teníamos ritos reparadores de la separación y del duelo: los padres, amigos o vecinos acudían a velar al muerto y a decirle adiós (…) Luego había ocasiones de reunirse, en buena convivencia; una comida familiar, un simple almuerzo en la casa o un café cerca del cementerio. Se trataba de un momento importante que permitía recuperar las fuerzas para no irse del lugar solo, embargado de tristeza. Se elogiaba al difunto, se visitaba a los deudos, se enviaban cartas de condolencia y agradecimiento, se cumplían los tiempos del luto y tenían lugar misas de aniversario. Se hablaba del que ya no estaba, se recordaban los buenos momentos pasados junto con esa persona …”.
Schützemberger y Bissone Jeufroy explican que ese hecho de compartir con los demás, de estar juntos, rodeados de la gente que nos quiere, puede aliviar la tensión del adiós y traernos algún tipo de consuelo. Además, Diana Liberman, la directora del Centro de Recuperación Emocional de la Pérdida, Duelum, y autora del libro Es hora de hablar del duelo, dice que los funerales honran la memoria de quien murió y reafirman los vínculos entre los sobrevivientes: “El funeral permite que los deudos se enfrenten con la realidad y la contundencia de la pérdida. Además, ofrece la oportunidad para expresar públicamente el dolor y la gratitud”.
Los tiempos del duelo
Hay tantos duelos como personas existen y como circunstancias en las que el ser querido haya muerto. No es lo mismo el duelo por la muerte de un hijo que por la muerte de un marido; tampoco es lo mismo llorar a una persona de la que hemos podido irnos despidiendo durante el transcurso de una larga enfermedad, que de una que ha muerto de manera repentina y no nos dio tiempo de reaccionar.
Tampoco es igual el duelo de una persona que tiene una visión trascendente, y que ve a la muerte como el paso hacia otra vida, que el duelo de una persona que cree que la muerte es el fin de la existencia. “Si entendemos a la muerte como parte de la vida, no hay espacio para despedidas –explica Liberman–. Ausencia y presencia se transforman en caminos de ida y vuelta: de la presencia a la ausencia; de la ausencia a una presencia distinta, sin cuerpo tangible, solo íntimo encuentro. No se trata de un corte definitivo, sino de un hondo cambio de estado, una profunda modificación del vínculo”.
Aunque cada persona siente y vive el duelo de diferente manera, Schützenberger y Bissone Jeufroy coinciden en que pueden reconocerse algunas etapas, que no se cumplen necesariamente en todos los casos ni con los mismos tiempos:
• Shock y parálisis: La pérdida inesperada (por ejemplo, la causada por un accidente, un asesinato o una muerte súbita) deja a las personas como inmovilizadas, anestesiadas, con los músculos contraídos.
• Negación y rechazo: “No puede estar muerto, no es verdad” y frases como estas son las que dicen las personas que no pueden o no quieren ver o reconocer la muerte de un ser querido.
• Enojo y rebelión: El o los deudos necesitan un chivo expiatorio: los médicos, la Justicia, Dios o la vida, entre otros, son responsables por la muerte. Dicen cosas como: “No es justo”, “Esto es inaceptable” o “No me lo merezco”.
• Miedo y depresión: Hacer el duelo implica sentir un miedo puntual o una angustia generalizada, como un sentimiento de abandono o de incapacidad para enfrentar el hecho. El mundo cambia; y cambia la situación personal del sobreviviente.
• Tristeza: La etapa de la tristeza es decisiva, aunque difícil de vivir. Además, son pocas las personas del entorno que suelen aceptar al que está triste. La tristeza es molesta, incómoda, cansadora, para los demás. Aunque dolorosa, es importante vivir la pena hasta el final, porque permite asumir que la pérdida es definitiva. Es entonces cuando comienza el ascenso en la curva del duelo.
• Aceptación: La aceptación no es resignación, sino progresión; es atravesar un umbral nuevo y totalmente desconocido. La aceptación es la puerta de salida del duelo.
Ni negar, ni perpetuarse en el dolor
Los especialistas están de acuerdo en que si bien es importante darse un tiempo y un espacio para llorar, también lo es pasar a la acción y no quedarse hundido en la tristeza. Por eso, pasado un tiempo, hay que volver al trabajo o a retomar las actividades de antes.
En este punto, los psicólogos explican que existe una gran diferencia entre usar al trabajo como una “vía de escape” para tapar el dolor y entender que debemos volver a nuestra vida y cumplir con nuestras obligaciones; entre ellas, nuestro trabajo. Si bien no se puede generalizar, los expertos distinguen el duelo de los varones del de las mujeres. Es más común ver que los hombres vuelven enseguida a trabajar y a conectarse con sus responsabilidades, mientras que a ellas les cuesta mucho más retomar sus actividades.
Ninguno de los dos extremos es bueno. Tapar el dolor con trabajo es equivalente a negar el duelo y disociarse; e instalarse eternamente en el llanto y la pena es tomar la decisión de no salir adelante.
Salir adelante
Del dolor no se sale solo, sino que es muy importante aceptar la ayuda y el amor que nos pueden dar quienes nos quieren, buscar formas creativas de superar el dolor, y procurar apoyo terapéutico y espiritual. “Es válido hacer una psicoterapia individual o grupal con personas formadas, integrar un grupo de autoayuda, donde se hable y se comparta y, además, frecuentar amigos y parientes elegidos por nosotros”, dicen las autoras de Salir del duelo.
También se pueden empezar nuevas tareas, lo que algunos llaman “laborterapia”. O buscar actividades que nos permitan nutrir nuestra alma y nuestro cuerpo, como yoga, gimnasia, labores manuales o grupos de voluntariado.
Diana Liberman recomienda seguir la vida de la manera más creativa posible: “En lugar de instalarse en tareas que alejen de las emociones, resulta mucho más saludable mantenerse ocupado en actividades que ofrezcan espacio para transformar el dolor en amor (…) Contar la historia (de la persona que ya no está o la propia), relatar una biografía o crear un álbum de fotos son algunas posibilidades que ayudan en esta etapa”.
Así, si nos permitimos transitar el dolor respetando nuestros tiempos y nuestra tristeza, si empezamos a aceptar la muerte del otro, si entendemos que siempre lo tendremos cerca, y nos proponemos salir adelante, iremos acercándonos cada vez más a esa luz que está al final del túnel. Y un día nos daremos cuenta de que hemos podido renacer y que hay una vida distinta después del duelo.
“Si amamos a alguien con sinceridad, si alguien fue significativo en nuestra vida, si alguien nos importó, la muerte no borra aquello que esa persona despertó en nosotros –dice Diana Liberman–. El recuerdo es la única posibilidad de mantener viva la memoria. Y el amor”.
¿Qué podemos hacer?
Anne Anceline Schützenberger y Evelyne Bissone Jeufroy sugieren estrategias para los que están atravesando un duelo y otras útiles para quienes los acompañan.
Los que están atravesando el duelo
- Cuidar la salud física. Quienes están angustiados y perturbados por el dolor pueden caerse, lastimarse y tener accidentes con mayor frecuencia. Además, también es bueno hacer terapia o buscar un consejero para poder acompañarse durante esta etapa.
- Crearse una red de apoyo. Es importante que familiares, amigos, vecinos y compañeros de trabajo puedan acompañar al que sufre y sostenerlo, con visitas o llamadas, incluso bastante tiempo después de la pérdida.
- Crearse rituales que tengan significado. Nuestra cultura tiende a borrar cada vez más los rituales, pero hay que crear ceremonias reparadoras (como hacer un proyecto de arte en memoria), que permiten decir adiós de una manera significativa y personal.
- Involucrarse a largo plazo en actividades que sirvan para nutrir el alma. Hacer algo artístico o aprender un idioma, entre otras. El trabajo formal no está incluido en este tipo de actividades, porque se corre el riesgo de evadirse o extenuarse trabajando.
- Soltar amarras a través de una carta u otra forma de despedida personal. “Una creencia tibetana enseña que estamos vinculados al cielo por una cuerda de plata que hay que soltar para que el difunto sea libre de subir hacia la luz”, dicen las autoras. “Este trabajo de ‘soltar amarras’ es importante para poder salir del duelo”.
- Combatir “las noches terribles”. El insomnio y los pensamientos recurrentes y dolorosos son parte del duelo. Asegurarse un buen descanso es fundamental.
Los que acompañan
- No dar consejos que el otro no pidió. Evitar las frases hechas, como “Ya lo vas a superar” o “El tiempo cura todas las heridas”. Es mejor una compañía silenciosa.
- Ayudar al otro sin extenuarse. Es importante dejar que el otro sea autónomo en sus decisiones. No hay que suponer que uno sabe mejor “lo que le hace bien”.
- Abrazar y cualquier gesto de amor que podamos tener con la persona que está sufriendo.
«Encontrarme con Dios me ayudó a salir”
Graciela Viale de Petracchi
En el verano de 1989, la vida de Graciela Viale de Petracchi cambió para siempre. Corría el mes de enero, y en plenas vacaciones en Brasil, su hijo mayor, Luciano, que tenía 17 años, salió a bailar junto a cuatro amigos y ocurrió lo que todo padre teme alguna vez: el chico murió en un accidente de auto y su mamá no volvió a verlo con vida. A veintitrés años de aquella noche, Graciela, que hoy tiene 65 años, recuerda lo vivido con una mirada clara y celeste que se llena de agua cuando llora, y su voz expresa desde el fondo del corazón todo lo que vivió, pero también lo que pudo aprender a lo largo de los años.
“Si tuviera que decir qué fue lo que más marcó mi vida y mi manera de ser, diría que fue la muerte de Luciano, porque ese acontecimiento cambió mi camino para siempre. Cuando te enterás, la sensación es que se te rompe la vida y no sabes cómo vas a hacer para juntar esos pedazos y seguir. Poco a poco, vas atravesando las diferentes etapas del duelo, desde la negación hasta la tristeza, la culpa, el enojo y la aceptación. En mi caso, siempre de la mano de Dios, con los años puedo decir que he aprendido a vivir de una manera diferente, más libre, más confiada y menos estructurada”, dice Graciela, con la mirada fija en el cielo, desde un piso alto del barrio de Palermo, en Buenos Aires.
Llorar, enojarse, sentirse culpable, profundamente triste y aceptar, por fin, lo ocurrido fue lo que Graciela pudo hacer con la ayuda de Elizabeth Basabilbaso, una mamá que también había perdido a su hijita y se convirtió en su acompañante espiritual. Ambas mujeres empezaron a encontrarse en los grupos de oración y ayuda mutua del Centro de Espiritualidad Santa María, sobre la calle Fray Justo Santa María de Oro, en Buenos Aires, y ya no se separaron más. Al tiempo, en ese mismo centro, Graciela, que ya trabajaba como asistente social, se formó como acompañante espiritual y terminó guiando a muchas otras personas que vivieron pérdidas de seres queridos.
En compañía de muchos otros hombres y mujeres, en el silencio profundo de los retiros espirituales y en la intimidad de su casa, Graciela pudo llorar la muerte de su hijo y atravesó el dolor hasta poder decir que ha logrado sobreponerse y sobrellevar –no superar– la ausencia de Luciano. Cuando recuerda a su hijo, Graciela aún llora, pero a los pocos segundos también es capaz de sonreír grande cuando muestra una fotografía en la que aparece junto a su marido y sus cinco hijos en los años ochenta, para luego mostrar otros bellos retratos familiares más recientes y las caritas de sus dos grandes amores: sus nietos, Cala y Ciro, de 3 y 6 años.
“Hoy vivo la vida intensamente porque una vez estuve muy mal y supe lo que era la nada –dice Graciela–. En un primer momento, estaba muy triste. La primera frase que me salió fue: ‘Tengo que sacar a mi familia adelante’. En casa habían quedado cuatro chicos más y mi hija menor tenía 4 años. Lo otro que pensé fue que aquel gran dolor que estaba sintiendo tenía que servir para algo. En aquel momento, no sabía bien qué quería decir con eso, pero hoy le voy encontrando una respuesta a esos dos pensamientos… Hace pocos días se casó uno de mis hijos y los vi tan felices a él y a sus hermanos que sentí que todo eso que deseé –verlos crecer bien y salir adelante–, de alguna manera, se está cumpliendo”.
Graciela muestra ahora su mejor rostro, el de la fe y la esperanza, pero no deja de recordar que ya pasaron veintitrés años desde la muerte de su hijo, y busca las palabras para expresar el cambio profundo que hizo. “Antes de la muerte de mi hijo, era más insegura y todos en mi familia vivíamos de una manera más superficial… Siempre tuve una fuerte vocación de servicio y trabajaba como asistente social, pero cuando pasó lo que pasó, durante un tiempo no pude seguir. Si tenía algo de resto, se lo dedicaba a mi familia y a mis oraciones; lo que hacíamos en los grupos era oración contemplativa”, cuenta.
Graciela recuerda que al principio no podía recibir nada de afuera, que no podía escuchar, ni salir, ni seguir. “Me costaba concentrarme para ver televisión o leer un libro, y aun así trataba de hacer lo posible para que mi marido y mis hijos siguieran con la vida de siempre. Luciano fue el mayor de mis chicos, con todo lo que eso significa, y perderlo fue tan duro que me preguntaba si algún día iba a poder recordarlo solo con alegría… Eso es lo que puedo decir hoy (la voz se quiebra otra vez), luego de mucho trabajo interior, de largas horas de dolor compartido y de mucha fe en Dios, de apoyarme en su brazos. Hoy por hoy, ya no recuerdo la muerte de mi hijo con sufrimiento.
–¿En qué más te apoyaste para salir?
–Desde el comienzo, pude pedir ayuda y agradezco a los grupos de oración del Centro, un lugar del cual no me alejé nunca más. Esta tarde, por ejemplo, voy a dar clases de una materia que se llama Acompañamiento con la palabra, y en estos años pude coordinar grupos de viudos, de madres, de separados… Siempre digo que mi hijo me regaló este camino de servicio, esta posibilidad de acompañar a muchos otros. Desde el comienzo, yo tuve una acompañante, mi maestra, la persona que me rescató… En los grupos, decimos que en este camino de sufrimiento hay una “partera” que nos ayuda a salir, a renacer, y en mi caso, esa persona fue Elizabeth Basabilbaso, una mujer que estaba en mi grupo de oración. Hay diferentes caminos. Mi experiencia la hice en la oración, en silencio; a Dios lo encontré en mi interioridad, en lo más profundo de mí; ahí era donde yo encontraba la paz, pero hay muchas maneras de intentar sobrellevarlo mejor. Conversar con otros ayuda mucho; es importante poner en palabras lo que vas sintiendo. Al dolor no lo podés pensar, porque el pensamiento no te resuelve el duelo. Lo tenés que llevar a los sentimientos, a las palabras, buscarle un sentido a todo esto.
–¿Qué más hiciste para sentirte mejor y seguir adelante?
–Durante los primeros meses, me recomendaban que hiciera algo con las manos y así aprendí a pintar sobre porcelana y a bordar petit point. También me puse a hacer actividad física. Cualquier cosa que te permita sacar la bronca y el dolor a través del cuerpo es bienvenida. En pocas palabras, lo que hice fue apoyarme en mis afectos, buscar ayuda espiritual, física y terapéutica…
–¿Cómo lo vivió tu marido?
–Mi marido lo vivió de una manera diferente a la mía, porque él no podía expresar demasiado; pero viéndolo con el tiempo, su fortaleza me ayudó mucho porque él y mi hermana, mi querida hermana, fueron las personas en las que más pude apoyarme. A mis hijos también les costaba mucho hablar del tema, y yo, en lugar de llorar con ellos, me encerraba. Por supuesto que ellos igual me veían. Mi hija Milagros, que ya tiene 28 años, me contó que el recuerdo que tiene de mí en esa época era triste o llorando. Aunque hiciera lo posible por disimularlo, yo era la imagen de la tristeza. Desde un primer momento, trataba de cargar sola con el dolor, pero con el tiempo comprendí mi error porque cada uno tenía que hacer su propio proceso y en casa había pasado un ciclón. Ahora les aconsejo a las madres que puedan llorar junto a sus hijos y puedan expresar lo que están sintiendo porque, de esa manera, los invitan a expresarse y sacar lo que tienen adentro. Es importante que los chicos sepan que sufrir no es tabú, que se puede llorar, que todo se puede conversar.
–¿Pudiste tener una buena conexión con tus hijos y cumplir tu rol de mamá en esos primeros tiempos?
–Sí, yo trataba de sobreponerme. Al mes de la muerte de mi hijo, ya le estaba festejando el cumpleaños a uno de mis hijos, y así fue siempre… la vida continuaba. Con el tiempo pude ver que otra de las características de la etapa del duelo es el miedo y en estos años vi a muchas mujeres mostrarse temerosas frente a la vida del resto de los hijos, de los hijos que quedan. En mi caso, después de la muerte de Luciano, cada vez que mis hijos salían, yo vivía pegada a la ventana esperando que llegaran, pero ellos no veían eso. Por supuesto que tenía miedo, pero no se los transmitía y, en ese sentido, crecieron muy sanos. Con los hijos, lo que uno quiere es que sean libres, y yo hoy, después de muchos años, también puedo decir que lo soy. A mis hijos se los entregué a Dios; siempre voy a estar abrazándolos y cuidándolos, pero a ellos los solté, los entregué.
–¿Cómo viviste vos las etapas del duelo?
–Hay tantos duelos como personas existen. Solo puedo hablar del mío. Al comienzo, el dolor es impotencia, desesperanza, y te atraviesa de una forma impresionante. Al principio, lo que se da es la negación, no podés creer lo que te está pasando. Yo decía: “Luciano va a volver, esto es un sueño, no puede ser”. Tardás un tiempo en asumir lo que pasa y después está en vos decidir si lo atravesás y seguís adelante con tu vida o te quedás en el sufrimiento. En los grupos, muchas veces ves que las personas se distraen o se marean y se llenan de actividades; en fin, tratan de tapar el dolor… Yo elegí atravesarlo y me permití sentir todo lo que tuviera que sentir, a cada momento. Después de la etapa de la negación, sentía culpa. Me decía: “Si no hubiésemos ido a Brasil, si no le hubiese prestado el auto”. Después, vino el momento de la bronca y el enojo… “¿Por qué todos tienen a sus hijos y yo no?”. “¿Por qué todos pueden disfrutar y yo no?”. Por fin, después mucho trabajo, sola o acompañada, para mí también llegó la etapa de la aceptación.
–¿Cuánto tiempo dirías que te llevó salir del duelo y sobreponerte?
–Para esto no hay un tiempo cronológico… Al principio, estás siempre mal, triste. Después, los tiempos de tristeza se van espaciando y tenés algunos momentos buenos. En mi caso, el primer respiro llegó al año. Una vez que pasás las diferentes etapas y llegás a la aceptación, te sentís resucitada… Yo pude sentir un respiro cuando le encontré un sentido a mi sufrimiento y a ese sentido lo encontré en Dios, en el amor, en poder ayudar a otros y en poder crecer como persona. Toda esa inseguridad que tenía ya no la tengo porque pude aprender a amarme a mí misma. Realmente aprendí a quererme con mis defectos y virtudes, algo que me ayudó mucho a amar a los otros, a no juzgarlos, a comprenderlos. También me ayudó mucho salir al servicio. Cuando lo necesité, hubo personas que estuvieron por mí, y más tarde, cuando pude fortalecerme un poco, salí a acompañar a otros.
–¿El día que te pusiste de pie fue como si despertaras, como un nuevo despertar?
–Para mí no fue un día, sino un tiempo que no sé muy bien cuánto duró, en el que me fui fortaleciendo y pude ponerme de pie. Recuerdo especialmente un día en el que sentí que estaba transfigurada. Me miré y tenía otra cara, ya no tenía esa cara de dolor. Había asistido a un retiro espiritual en el que lloré mucho y pude hacer una oración que llamamos “desahogo del corazón”. Ese día me animé a recriminarle a Dios lo que nos había pasado… Como había ido a un colegio religioso, me costaba mucho enojarme con Él, hacer reclamos, recriminarlo. Cada vez que me surgía ese sentimiento de “¿Cómo Dios me hizo esto?”, lo tapaba, lo alejaba, hasta que me permití sacarlo. “¿Por qué no lo cuidaste?”, le pregunté, y solo cuando tuve ese desahogo de mi corazón, pude empezar a encontrar un poco de paz. En estos años, siento realmente que crecí como persona, como mujer, como mamá… Con los años pude potenciar mi capacidad para disfrutar la vida, la familia, la naturaleza, la amistad. Hoy siento que tengo una gran libertad, una alegría interior.
–¿Pudiste retomar tu trabajo como asistente social?
–Después de la muerte de Luciano, me dieron licencia y más tarde decidí renunciar a ese puesto, pero al tiempo comencé a trabajar como voluntaria en el Equipo de Adopción San José. Luego con un grupo de amigas formamos un programa solidario en Radio Municipal, llamado Corazón solidario, que duró cuatro años. En 2001, ante la crisis que atravesaba el país, quisimos darles trabajo a personas carenciadas y creamos el Taller San José, que consistía en enseñarles a bordar petit point a dos personas que, a su vez, enseñaban a otras; les ofrecíamos los materiales, el diseño y la posibilidad de comercializarlo. Al tiempo, llegaron los planes de jefes y jefas de familia, las convocaron a los piquetes y ya no pudieron seguir, pero mientras duró fue muy positivo.
–¿Qué le dirías hoy a alguien que está atravesando un duelo?
–Le pediría que no intente tapar el dolor. Aunque es importante tener momentos de distracción, ayuda mucho tener momentos de soledad y silencio para meterte dentro de vos misma, ir a esa profundidad y ver lo que sentís. Esa interiorización, esa búsqueda hacia adentro y ese encuentro que tuve con Dios fue lo que me ayudó a salir. Cada uno tiene sus tiempos, pero en los grupos, cuando a los dos años la persona sigue sumida en la tristeza y el sufrimiento, tratamos de confrontarlo y le pedimos que se pregunte cómo quiere vivir su vida de ahí en más. Después de ese tiempo, consideramos que ya es tiempo de salir. A todos ellos trato de llevarles con humildad el mensaje de que se puede salir. Más que con las palabras, se sale con abrazos, con un apretón fuerte de manos, acercándonos a otros que hayan vivido situaciones parecidas.
–¿Qué puede hacer una persona que intenta acompañar a otra que está sufriendo?
–La mejor forma de acompañarlo es a través de la escucha. Cualquiera sea la problemática que traiga, esa persona necesita ser escuchada y merece ser acogida con amor y respeto. En los grupos, cuando alguien comparte su testimonio o su experiencia, nadie opina ni juzga… Tenés que vaciarte de vos mismo para poder recibir al otro y es importante no estar pensando en la respuesta que vas a dar, sino simplemente en recibirlo. Desde mi experiencia, lo único que puedo decir es que te salva el amor, el sentirte querido, escuchado, y poder, a la vez, brindar amor.
Lecturas recomendadas
- Es hora de hablar del duelo, de Diana Liberman.
- Salir del duelo, de Anne Ancelin Schützenberger y Evelyne Bissone Jeufroy.
- Sanar la muerte de un ser querido, de Mateo Bautista y Cecilia Bazzino.
- El duelo, de Arnaldo Pangrazzi.
- Orar nuestros adioses, de Joyce Rupp.
- No dejes de vivir aunque tengas que sufrir, de René J. Trossero.
- No te mueras con tus muertos, de René J. Trossero.
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