Inspiración
3 octubre, 2018
De vidas y letras silvestres
Las plumas de algunos escritores se encienden en el bosque, con el canto de los pájaros o en la espesura de la selva. Quiénes son, cómo viven y qué escriben.
Por: Marina Do Pico.
Aunque nunca se alejó de la civilización para sumergirse en la vida silvestre, la poeta norteamericana Emily Dickinson (1830-1886) recorrió días tras día las siete hectáreas que rodeaban su casa para entregarse a dos actividades que la fascinaban: observar pájaros y recolectar muestras de plantas autóctonas para su herbario. “Espero que a ti también te gusten los pájaros. Es económico. Te ahorra ir al paraíso”, supo escribir. Emily Dickinson fue una poeta norteamericana destacada, así como una más entre muchos escritores y poetas naturalistas que, al igual que Walt Whitman, H. D. Thoreau y Annie Dillard, por mencionar solo algunos, vivieron, respiraron y se alimentaron (o viven, respiran y se alimentan) de ese mundo salvaje al que honran con palabras.
El inglés David Whyte empezó su carrera como biólogo marino. Pero terminó escribiendo poesía porque sentía que el lenguaje científico “no era suficientemente preciso” para describir las experiencias que surgían de su investigación en las islas Galápagos. “La ciencia, con lógica, está siempre tratando de sacar al ‘Yo’. Pero a mí me interesaba mucho la forma en que el ‘Yo’ se profundizaba cuanto más prestaba atención (…). Empecé a darme cuenta de que, en estados de profunda atención, observando hora tras hora los animales y los pájaros y los paisajes, mi identidad no descansaba en las creencias que tenía, las heredadas o las manufacturadas, sino en cuánta atención yo prestaba a cosas que eran distintas a mí”.
Cada mañana, el poeta de la generación beat Gary Snyder se despierta en su predio de cincuenta hectáreas al pie de Sierra Nevada y medita. A sus 87 años, usa plumas de buitre para lograr una caligrafía pulcra y cena ranas de su estanque; algunas noches se lleva una manta, un termo con sake y un mapa estelar, camina y, bajo la luz de su antorcha, juega a identificar las constelaciones. Otra adoratriz del verde es la norteamericana ganadora del Premio Pulitzer Mary Oliver, de 81 años, quien ha dedicado odas hasta a las hojitas de pasto. En uno de sus poemas confiesa que le gusta ir al bosque sola porque prefiere no ser vista hablando con los pájaros o abrazando a un viejo roble. “Yo tengo mi forma de rezar, sin duda tú tienes la tuya”, dice.
En la otra punta del continente, Horacio Quiroga pisó la selva misionera por primera vez en 1903 vestido de blanco y exasperó a los lugareños con sus conductas citadinas. El escritor uruguayo no tardó en reconocer las virtudes del paisaje y, en 1906, se asentó definitivamente en medio de la espesura, donde trabajaría la tierra y se haría un hogar. En sus 185 hectáreas sobre el río Paraná, pasó los días fabricando carbón, destilando vino de naranjas o cultivando yerba. En ese entorno, Quiroga aprendería a cultivar tanto la tierra como la palabra.
El río Paraná también enamoró a Diana Bellessi, poeta argentina nacida en 1946. Santafesina de origen, Bellessi eligió la exuberante belleza del delta paranaense para construir su hogar. Hoy alterna sus días entre su residencia en Buenos Aires y la del delta. En la isla madruga y garabatea poemas en cuadernos o escribe en la computadora. Se siente a gusto en el medio de la naturaleza, con sus esfuerzos y recompensas: hay que hachar, quitar maleza, juntar provisiones y ocuparse de los árboles caídos tras una tormenta, pero asegura que en la isla encontró su propio “continente africano”, con el que soñaba de niña y que le parecía inalcanzable.
Te compartimos algunas bellas poesías y fragmentos de escritores que se inspiraron o se inspiran en entornos naturales:
Lo que vemos
Una garza blanca cruza
el cielo del anochecer
con su relámpago naranja
que se incendia y se apaga
reflejándose un momento
sobre el espejo del río
para hundirse en sus aguas
como en la noche la garza.
— Diana Bellessi
En bosques de agua negra
Mira, los árboles
están convirtiendo
sus cuerpos
en pilares
de luz,
desprenden una honda
fragancia de canela
y plenitud
los largos estambres
de las totoras
se abren y se van flotando
por las márgenes azules
de las lagunas
y cada laguna,
sin importar cuál sea su nombre,
no tiene nombre
ya.
Cada año
cada cosa
que he aprendido
en esta vida
me devuelve a esto: los fuegos
y el negro río de la pérdida
cuya otra orilla
es salvación,
cuyo significado
nunca sabrá ninguno de nosotros.
Para vivir en este mundo
debes poder hacer
tres cosas:
amar lo que es mortal
abrazarlo
contra tus huesos sabiendo
que tu propia vida depende de ello;
y, cuando llegue el tiempo de dejarlo ir,
dejarlo ir.
— Mary Oliver
Para hacer una pradera
Para hacer una pradera se necesitan un trébol y una abeja,
un trébol y una abeja
y ensueño.
Bastará con el ensueño
si las abejas son pocas.
— Emily Dickinson
Cuando, en la época de las migraciones, pasan los patos o los gansos salvajes, sobre los territorios que dominan, se eleva una extraña marea. Las aves domésticas, como hipnotizadas por el gran vuelo triangular, intentan dar un torpe salto y caen y se estrellan a pocos pasos. El llamado salvaje ha golpeado en ellos, con el rigor de un arpón, no sé qué vestigio salvaje. Y los patos de la granja se han convertido por un instante en pájaros migratorios. En esa cabecita dura, donde circulan humildes imágenes de charcas, de gusanos, de gallineros, se desarrollan las extensiones continentales, y el gusto de los vientos de alta mar y la geografía de los mares. Y el pato vacila de derecha a izquierda en su cerco de alambre, presa de esa pasión repentina de la que no sabe a dónde lo lleva y de ese vasto amor cuyo objeto ignorará siempre.
— Antoine de Saint-Exupéry, fragmento extraído de Madrid.
Caracol poema
Nada hay más hermoso que la danza de un macizo de bambúes en la brisa. Ninguna coreografía humana tiene la euritmia de una rama que se dibuja sobre el cielo.
Llego a preguntarme a veces si las formas superiores de la emoción estética no consistirán, simplemente, en un supremo entendimiento de lo creado.
Un día los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema.
— Alejo Carpentier, fragmento de la novela Los pasos perdidos.
Sigue tu destino, riega tus plantas, ama tus rosas. El resto es sombra de árboles ajenos.
— Fernando Pessoa, fragmento de un poema de Odas de Ricardo Reis
Mi yo espontáneo (fragmento)
Mi yo espontáneo, la Naturaleza,
El día amoroso, el sol que asciende, el amigo con el que soy feliz,
El brazo de mi amigo que me rodea perezosamente el cuello,
La colina, blanca con la blancura de las flores de los serbales,
O, hacia el fin del otoño, matizada de rojo, amarillo, gris, púrpura, verde claro y oscuro,
El cobertor opulento de la hierba, animales y pájaros, la ribera íntima y descuidada, las manzanas primitivas, los guijarros,
Pensamiento de amor, jugo de amor, olor de amor, consentimiento de amor, hiedra de amor y savia trepadora,
Tierra del amor casto, vida que solo es vida con el amor,
Suaves brisas matinales que soplan del sudoeste (…)
— Walt Whitman
“La naturaleza es la que produce con mayor simplicidad, porque, a pesar de todo, está todavía al abrigo de nuestros descubrimientos y de nuestra curiosidad, que la persigue sin alcanzarla en su inagotable secreto (…)”.
— Rainer María Rilke, fragmento de Cartas en torno a un jardín.
“Soy la superviviente raída y mordisqueada de un mundo caído y me las arreglo bien. Envejezco y me comen, aunque yo también he comido. No estoy limpia ni soy bella ni tengo el control de un mundo brillante donde todo encaja, pero en cambio estoy deambulando sorprendida sobre un fragmento de madera, vestigio de un naufragio, al que he venido a cuidar, cuyos árboles roídos exhalan un aire delicado, cuyas criaturas ensangrentadas y llenas de cicatrices son mis compañeras queridas, y cuya belleza palpita y brilla no en sus imperfecciones, sino a pesar de ellas, de un modo sobrecogedor, bajo las nubes rasgadas por el viento, aguas arriba y abajo”.
— Annie Dillard, fragmento de Una temporada en Tinker Creek.
“Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra. Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo carolina se comunicaba a través de aquel húmedo corazón. Al Este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los árboles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aquella dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad. ¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus hermanos, noche a noche. Esta y muchas otras, porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de pájaros a la tardecita”.
— Haroldo Conti, fragmento de La balada del álamo carolina.
Esta nota fue publicada en la edición Primavera de 2017, revista papel N°166.
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