Sociedad
16 julio, 2021 | Por María Eugenia Sidoti
Cuando los números duelen: 100.000 y mi mamá
Esta semana los medios dieron cuenta de una dura realidad, cuando las muertes por covid superaron una cifra récord. Este es el homenaje de una integrante de Sophia para todos aquellos que, al igual que su mamá, partieron a raíz de la pandemia.

Foto: Pexels
Somos un mundo que se rige por cifras. Y también somos parte de las cifras que mueven ese mundo. Los números nos dan la pauta del impacto o la liviandad de aquello que nos toca y nos ubican en el espacio y en el tiempo. Nos brindan seguridades (o no), nos desafían. Provocan emociones como la alegría, la curiosidad, el asombro. En el fondo, creo que los abrazamos para que nos regalen siempre un margen de esperanza. Como cuando 33 mineros chilenos sobrevivieron luego de aquel trágico derrumbe. O cuando leemos que nacen en nuestro planeta 300 bebés por minuto y que son más de 5 mil los libros que se publican cada día.
Nos inspiran, al celebrar aquello que hemos logrado sin detenernos en los resultados con signo menos de los fracasos.
Hasta que hace poco más de un año llegaron otros, los tristes números de la pandemia. Esos impensables que comenzaron a quitarnos los encuentros, los abrazos y, en tantos casos, también los sueños. Protagonistas lúgubres, solapados en la visibilidad que les daban los índices de contagios, de nuevas cepas y de muertes, y que esta semana, al quebrar un nuevo récord, terminaron doliendo más que nunca: 100.000 almas partieron de acá nomás, cerquita nuestro. De nuestras casas, del barrio, de cada rincón de la Argentina.
Y es así como, a veces, los números abren paso a los signos de pregunta. Formulando un interrogante que nos gustaría que al fin alguien respondiera con simpleza y sin reparos. Con más honestidad que lógica y más sensibilidad que ciencia. “¿Por qué?”, repetimos una y otra vez; misterios de una multiplicación infinita.
Detrás de las noticias
La crudeza de ver esos miles de rostros en la tapa de los diarios no nos proporciona ni de lejos, una respuesta. Pero nos acerca, amargamente, a un dato cierto: hay más de cien mil personas que ya no están entre nosotros. Lamentablemente, mi mamá forma parte de la cifra.
Para los que sufrimos esas muertes tan cercanas, restar sus nombres como si fuera una simple operación de cálculo matemático resulta demasiado doloroso y, por momentos, se siente además un poco injusto. En mi caso particular, que apenas soy un punto ínfimo en esta geografía al sur del mapa, podría caber además otra pregunta: ¿qué habría pasado si a mi mamá la hubieran vacunado a tiempo? O mejor dicho, ¿por qué no la vacunaron, cuando pertenecía a la población vulnerable al ser docente y de riesgo? Por esas cosas del destino (o de los desmanejos de la esfera pública) recién a mediados de abril, cuando ya llevaba varios días internada, por fin apareció en la aplicación de su teléfono la notificación de que le habían dado un turno.
Es que, cuando los seres humanos somos tomados como simples factores numéricos, parece que todo da igual, o que aquello que les ocurre tiene un poco menos importancia. Hasta que conocemos los rostros y las historias que habitan detrás de las frías métricas. Y de repente alcanzamos a vislumbrar un pedacito, apenas, del dolor que esas personas tuvieron que soportar o que dejaron, al irse, en todos aquellos que los amamos.

Elsa Irene Rodríguez, la madre de una integrante de Sophia que se fue en medio de la pandemia.
Cifras que son personas
Porque hay un universo detrás de cada foto, les presento a mi mamá, se llamaba Elsa. Divertida, independiente, malhumorada a veces; dueña de unas ganas de vivir y de una energía arrolladora. Nació en un hogar humilde de La Plata y ya de chiquita decidió que quería ser maestra. Se formó además como asistente social y trabajó toda la vida, sin descanso. No sé si es cosa mía, que siempre la miré con los ojos brillantes de la admiración y el orgullo, pero para mí que de verdad era capaz de lograr cualquier proeza digna de una heroína. Criar a sus hijas sola, tener dos y a veces tres empleos, ayudar a otros, salir en busca de sus anhelo más profundos y levantarse –con una dignidad enorme– de cada una de sus caídas.
Si hasta pudo sobrevivir a una internación de 44 días en terapia intensiva, donde permaneció intubada y en coma hasta que sus pulmones volvieron a responder luego de que el covid hiciera estragos en su cuerpo. “Crítico”, decían los médicos por teléfono, cuando llamaban para darnos por la tarde el único parte de cada día. Pero no se doblegó tampoco ante esa batalla y tuvo el privilegio de formar parte de ese pequeño, ínfimo 30%; el estrecho margen que logra salir de una internación prolongada con ventilación mecánica. (Otra vez, siempre, las cifras).
Aunque he aquí un dato humano: abrió los ojos, sonrió, dijo “los amo”.
Me habría gustado decir que la historia tiene otro final, pero no tuvimos esa suerte. Este virus traicionero le jugó una mala pasada hace apenas unas semanas. Es un consuelo saber que, frente a tantas pérdidas sin despedida, nosotros tuvimos la oportunidad de volver a verla y compartir un poquito más de tiempo.
Sin embargo, eso no alivia la inmensa pena de pensar que aquella vacuna que no llegó nunca (para mi mamá, para tantos otros), quizás podría haber sido la clave para transitar la enfermedad de otra manera. O la posibilidad, al menos, de encender una vela en la penumbra para disipar la oscuridad de su duro pronóstico. Así dan los resultados cuando las cuentas se hacen mal por la razón que sea: desidia, corrupción, ineptitud, descaro. En el fondo, la negligencia puede ser tan letal como cualquier virus y sus víctimas son mucho más que un número, lo sabemos. Es que, con cada nueva vida que se apaga, desaparece también del mundo una porción incalculable de belleza.
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