
15 diciembre, 2021
Tiempo de revisar las prioridades
A través del regreso a su propia niñez, nuestra especialista en crianza nos comparte los recuerdos más significativos de aquellos veranos en familia en los que aprendió qué era realmente lo importante...
¡Cómo cambiaron las cosas en los sesenta años que pasaron desde mi infancia hasta hoy, en que los niños son mis nietos! ¿Habrán dicho lo mismo mis abuelos cuando yo era chica? ¿O mis padres cuando mis hijos lo eran? Estoy casi segura de que sí, pero también sé que los cambios se han ido acelerando y que la influencia del mundo externo en nuestras casas es mucho mayor hoy que en mi infancia.
Del verano y las vacaciones de aquellos tiempos recuerdo días largos, interminables, en el barrio, con pocas invitaciones y programas, planes de veraneos tranquilos y “gasoleros”, ropa cosida por mi madre… Fue un hito para mis amigas y para mí la llegada de los “vaqueros far west”, el primer encuentro con ropa de marca: todavía hoy recuerdo mi emoción y felicidad el día en que finalmente tuve uno.
Me “veo” durante las vacaciones sentada con mis hermanos en la vereda mirando pasar los autos, sin quejas ni reclamos a nuestros padres, ni expectativas grandes o pequeñas. Disfrutábamos de cada pequeño evento, ya fuera un helado, una invitación, un paseo, un regalo, una partida de cartas…
Jugábamos juntos y a solas, leíamos, teníamos algún hobby, esperábamos toda la semana nuestro programa de televisión favorito, nos peleábamos y nos defendíamos sin que nuestros padres estuvieran enterados. No acudíamos a ellos porque nos habrían mandado a todos a la casa o al cuarto sin miramientos. Así nos fuimos fortaleciendo para salir del aburrimiento y para enfrentar los contratiempos que luego nos traería la vida.
En esos largos meses de verano con pocos estímulos y mucho tiempo disponible, aprendimos a disfrutar con muy poquito, a imaginar y crear, a aceptar el silencio y la nada como parte de nuestra vida. Recuerdo bien haber armado un colegio y que mis alumnos fueran los botones del costurero de mi madre. ¡Era evidente que quería tener muchos alumnos!
Durante aquellos veranos también aprendí a coser y a tejer junto a mi abuela materna, con quien compartía largas siestas cuando no había colegio. Inolvidable el amor con el que me miraba improvisar bailes cuando escuchaba música clásica en su —para esa época— modernísimo combinado. Ella me hacía saber que mi actuación la deslumbraba (algo muy improbable, conociendo mis dotes posteriores para el baile) y me hacía sentir bien, importante, valiosa.
En esos largos meses de verano con pocos estímulos y mucho tiempo disponible, aprendimos a disfrutar con muy poquito, a imaginar y crear, a aceptar el silencio y la nada como parte de nuestra vida. Recuerdo bien haber armado un colegio y que mis alumnos fueran los botones del costurero de mi madre. ¡Era evidente que quería tener muchos alumnos!
Era maravilloso que los grandes, o por lo menos algunos adultos, tuvieran tiempo y ganas de pasar tiempo con nosotros, compartiendo lo que sabían, escuchando nuestras historias, contándonos de su infancia y adolescencia, celebrando nuestros logros, interesados, atentos, y transmitiendo su cosmovisión y sus experiencias de vida.
Es que padres y abuelos no estaban subidos a la loca carrera del consumo, del placer ya, de los viajes, y a la imperiosa necesidad de trabajar para ganar el dinero suficiente para alcanzar los objetivos que se nos fueron imponiendo lentamente, sin que nos diéramos cuenta. Objetivos que a menudo son, como los espejismos, inalcanzables, porque apenas nos acercamos dejamos de verlos y miramos, en cambio, el próximo sin tiempo para disfrutar de lo logrado, perdiendo de vista el camino.
Adultos que no estaban pegados a sus celulares y entonces podían prestarnos plena atención de a ratos.
La pandemia y la cuarentena me devolvieron a esos tiempos de mi infancia, a esos días largos en casa con poco que hacer. Aunque en estos dos años eso sólo les pasaba a los chicos y a los abuelos: los padres y madres de familia lo pasaron mal, porque no les alcanzaban las manos para todo lo que tenían que hacer. Así nos recordaron (a los de mi generación, y a los más jóvenes les mostraron) que podemos vivir más tranquilos, con menos planes, viajes, compras y salidas, más cera de la familia, disfrutando de estar en casa, con oportunidades de pasar tiempo y de hacer cosas juntos, como cocinar, ver alguna serie o jugar una partida de dados o de cartas. ¡O conversar!
No fueron tiempos fáciles y siguen sin serlo. Pero no desperdiciemos esta oportunidad que nos dio la vida —al encerrarnos y apartarnos de ese estilo de vida en el que estábamos atrapados por costumbre o por contagio— de revisar nuestras prioridades, de separar deseos de reales necesidades, de revalorizar viejas costumbres. ¡Y no lo olvidemos cuando la pandemia pase felizmente a ser historia!
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