Sophia - Despliega el Alma

POR Virginia Gawel - Columnistas

20 marzo, 2023

Situaciones maestras: Lo que le pasa al otro


La experiencia de no sentirse comprendido por los demás seguramente te es propia. Y más aún cuando algo importante te acontece, te duele, te regocija, te ilusiona… y el mundo sigue allí, sin conocer los peces que nadan en tus aguas profundas.

Respecto de este tema, y de tantos otros, hay enseñanzas que dan grandes Maestros, y que nos ofician de linterna para ver lo que no vislumbrábamos. Pero, otras veces, la Maestra se llama Situación. Uno anduvo camino para tratar de comprender, pero no hallando la salida de su íntimo laberinto. Y, de pronto, en nuestra escalera evolutiva, una Situación Maestra instala nuestra conciencia en otro escalón: puede que sea un evento que para otra persona no tendría trascendencia, pero que a nosotros justo viene a cincelarnos en donde nos sobraba mármol…

Hay una transformación íntima que se fragua, se cristaliza, y ese instante vuelve a nosotros como referencia de lucidez, como recuerdo iluminador.

Quiero compartirte una Situación Maestra que me aconteció no hace mucho; tal vez al leerla te venga el recuerdo de momentos de tu propia historia que te dejaron el zumo de su Enseñanza para siempre. (En lo que me ocurrió está también la desnudez de mi primer respuesta brutal, que muestra a tus ojos mis zonas internas más ignorantes; te las convido no sin pudor).

«La experiencia de no sentirse comprendido por los demás seguramente te es propia. Y más aún cuando algo importante te acontece, te duele, te regocija, te ilusiona… y el mundo sigue allí, sin conocer los peces que nadan en tus aguas profundas».

Era, finalmente, el día en que me tocaba renovar la licencia de conducir, luego de una larga postergación de trámites por el tema de la pandemia. Llegué bien dispuesta, y cada paso que di en el circuito de la gestión tuvo del otro lado un interlocutor amable, sonriente, bondadoso (siendo que muchas veces los trámites suelen ser un asunto áspero, atrancado, denso…). Finalizado el asunto, salí del modesto edificio municipal para dirigirme hacia mi auto… y vi que su salida estaba totalmente impedida por el de otra persona, que lo había dejado estacionado tapando toda posibilidad de hacerlo. No solo a mí: al menos dos vehículos más no podrían retirarse si ése no se corría.

Me acerqué al señor que recibía a la gente en la entrada y, señalándole la dificultad, le pedí ayuda con la misma gentileza con que él me había tratado más temprano. Entró al salón donde esperaban todos y gritó a viva voz la marca y color del vehículo en infracción para que su dueño resolviera el problema. Hasta ahí, todo normal, dentro de lo que se da en estos asuntos.

Yo me estaba volviendo hacia mi auto, tranquila (en otro momento podría haberme irritado, justicieramente, pero esta vez no). De pronto, salió del edificio corriendo a paso corto una mujer madura, menuda y ágil, con el cabello blanco flotando en el aire y unos anteojos oscuros llamativamente grandes. La mujer gritaba muy fuerte. Se gritaba a sí misma: «¡¡¡Soy una tarada!!! ¡¡¡Soy una tarada!!! ¡¡¡Pero qué tarada que soy!!!», mientras iba destrabando desde lejos el cierre automático de su automóvil para correrlo.

Con mucha vergüenza de mi parte, tengo que decir que de mi boca salieron, de manera impecable (e implacable), estas palabras condenatorias: «Lamento no poder contrariarte». La frase saltó como si fuera un resorte y mi boca la caja en donde debiera haberse quedado plegada. Pero ya había sido dicha. En automático, ya había sido dicha, como una estocada penosamente hábil y certera.

No puedo escribir esto sin que me produzca la misma emoción que en ese instante. Sentí algo muy desagradable en mí respecto de mí. Es posible que nadie más me hubiese escuchado. Quizás ni siquiera ella. No fue eso lo que me avergonzó: me avergonzó la velocidad de proferir palabras que implicaban algo muy grave hacia una mujer que, ya de por sí, se estaba tratando con tanta gravedad y desproporcionada fiereza. Yo misma encarné la violencia que ella estaba ejerciendo hacia sí. Yo, que estudio el tema del autoodio hace tanto…

La mujer corrió el vehículo y lo estacionó correctamente; luego, con paso apurado y su largo cabello al viento, volvió hacia el edificio a continuar su trámite. Yo seguía perturbada por mi propia reacción. Apoyé mi bolso sobre el capot de mi auto, tratando de encontrar las llaves que se habían perdido en su fondo. Mientras tanto, comprendí con claridad que lo que tenía que hacer era ir hacia el edificio, buscar a la mujer y pedirle disculpas por mi respuesta, la hubiera escuchado ella o no: debía hacerme responsable por mi palabra violenta. Y confortarla para que no siguiera dañándose en silencio.

Encontré las llaves y giré sobre mis talones para dirigirme hacia el edificio. Pero tuve que detenerme de inmediato: detrás de mí, a unos sesenta centímetros, estaba parada la mujer, dignamente erguida, con sus grandes anteojos oscuros. Con voz anudada me dijo: «Perdón: recién cuando llegué adentro me di cuenta de que en el apuro no te pedí disculpas». En medio de mi estupor, le contesté: «La que iba a entrar a pedirte disculpas era yo, por lo que te contesté. ¡Lo lamento mucho!».

Hubo un breve silencio larguísimo. La imagen cobró para mí resaltada nitidez en mi conciencia.  Ella suspiró, y luego, como de la nada, me dijo como en un susurro gritado: «¡El sábado se me mató mi nieto!». El impacto en mi pecho fue inmediato. De inmediato, sin pensarlo, la abracé, y ella, mucho más menuda que yo, se entregó a mi abrazo, sollozando. La mecí como se mece a un niño perdido, reteniendo mi propio llanto, que quería manifestarse.

Le pregunté cómo, qué había pasado… Y ella dijo, como si más bien le hablara al mundo invisible que rige los destinos: «Era todavía un niño… Tenía 22 años… Chocó con la moto y murió en el acto… Era todavía un niño…». Yo solo podía mecerla, diciendo lo único sensato que podía decir: «Lo siento… Lo siento… Lo siento», repetido como un arrullo. Allí estábamos, en ese instante, dos humanas al desnudo, secretamente solas y juntas, en medio de la ciudad trajinada por otros.

“La compasión y la tolerancia no son un signo de debilidad, sino un signo de fortaleza”.
Dalai Lama

Fue tan impactante ese breve momento en que todo sucedió, que ni siquiera puedo recordar qué pasó luego, cómo nos despedimos… Solo me queda la imagen de ella, otra vez en la entrando al edificio, y yo dentro de mi auto, conmocionada por ese encuentro imprevisible.

Recuerdo, sí, que volví a mi casa —a varios kilómetros de ese lugar— a marcha lenta, mirando los rostros de quienes andaban por la calle. ¿Cuál sería el desafío que esa pelirroja adolescente taciturna estaría atravesando? ¿Cuál el de aquel hombre que se mordía los labios mientras esperaba en una esquina? Cada rostro, cada cuerpo, cada ropa, solo podían recordarme que algo invisible los sostenía. Y que de eso invisible yo era totalmente extranjera, desconocedora… Cada uno —como yo— bregando con su propio desafío. Cada cual, una invitación a mudarse desde la actitud juzgativa hacia la actitud compasiva. También hacia mí misma. Y recordar que el otro, como yo, es un Misterio.

Ya sé que yo ya sé que uno no debe juzgar a nadie porque no sabe por lo que esa persona está pasando. Ya sé que yo ya sé que no debo agregar dolor a quien se está automaltratando. Y ya sé que yo no sé sino apenas alguito, y muchísimo nada.

Esta Situación Maestra reforzó la tarea de un guardián que llevo en mi boca, para tener aún más cuidado acerca de esas palabras quemantes, que pueden hacer arder a quien las recibe. Quiero alimentar a ese guardián, para que sea cada vez más vigoroso (tanto para las palabras que emito, como para aquellas con las que juzgo por dentro).

Conté luego esta situación a unas pocas personas que quiero, en el mismo orden en que los hechos sucedieron. Y me llamó la atención que, al relatar la parte en que yo le digo a la mujer «Lamento no poder contrariarte», en su mayoría celebraron con risas la celeridad de mi lengua… Hasta que les conté el resto, palparon mi vergüenza, y se conmocionaron, como yo, ante lo profundo de ese encuentro humano.

Sí: en cada una de esas personas queridas, al final de mi relato, ya sin risa alguna, encontré sus ojos luminosamente húmedos. Los mismos ojos húmedos que pude vislumbrar tras los grandes anteojos oscuros de aquella inolvidable mujer.

 

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