
3 noviembre, 2015
Neuronas que miran a Dios
Dice nuestro columnista que "la ciencia moderna, de valor indiscutible, se transforma a menudo en una mera creencia cuando desconoce sus propios límites". Una reflexión profunda acerca de la transformación que nos ofrecen las experiencias espirituales.
Un joven con lágrimas en los ojos y una carta en la mano se lamentaba afligido: “Durante dos años, todos los días, le he escrito una carta a mi novia y ahora ella me escribe diciéndome que va a casarse con el cartero que le entregaba la correspondencia”. Raimon Panikkar –de quien tomo esta historia– la cuenta así: “Durante más de doscientos años nos hemos relacionado con la ciencia como con una intermediaria que nos ha informado sobre la naturaleza de la realidad y, por tanto, no hay que maravillarse si nos hemos enamorado de ella. Admitámoslo: ser críticos hacia la persona amada no es fácil”.
«La espiritualidad no se limita a tener ‘experiencias espirituales’ sino a lograr una transformación permanente que permite afrontar la vida con mayor comprensión».
La ciencia moderna, de valor indiscutible, se transforma a menudo en una mera creencia cuando desconoce sus propios límites. La ciencia está en principio dispuesta a cambiar sus contenidos y hasta a cambiar de paradigma (aunque haya científicos que ocasionalmente se resistan a ello), pero siempre dentro de los parámetros que ella misma reconoce. En otras palabras, la ciencia está dispuesta a dialogar, pero siempre que se emplee el “lenguaje racional” que ella misma comprende.
Sin pretender explicar el fenómeno espiritual-religioso en sí, la neurociencia como tal puede darnos una amplia e interesante información respecto de su correlación o “huella” cerebral. Por “huella” entendemos aquello propio de los fenómenos imperceptibles factibles de analizarse en términos neurocientíficos. El entendimiento del funcionamiento del cerebro, su fisiología, fisiopatología, la bioquímica de las comunicaciones entre neuronas abarcan un mundo fascinante. Sin embargo, la vasta comprensión del sistema nervioso no es capaz de resolver cuestiones últimas, como la naturaleza de la conciencia.
El propio David Chalmers –filósofo de la mente que se declara “materialista”– reconoce que la conciencia es un “problema difícil” que no podemos explicar desde las neurociencias pues es la condición de posibilidad de todas las conductas.
Existe, sin duda, cierta predisposición biológica que no debe confundirse con un determinismo en donde la neurociencia es capaz de mediar, iluminando huellas desconocidas. Por ejemplo, la dotación genética de un ser humano no lo “condena” a una condición determinada. Avances en el campo de la denominada “epigenética” señalan que los genes contienen información cuya expresión es capaz de ser “modulada”, si se quiere, “variada” a partir de otros parámetros. Podría uno imaginarse que la información codificada por los genes contiene controles que pueden llevar la expresión de esos datos desde un mínimo hasta un máximo, como el volumen de una canción, incluyendo el abanico posible de grises intermedios. En consecuencia, surge esta pregunta: ¿de qué depende que subamos o bajemos el volumen de nuestros genes? Del ambiente natural, social, familiar que el individuo habita y acaso del individuo mismo si es que aceptamos que gozamos de libre albedrío.
A esto se puede agregar lo que se denomina “neurogénesis” y “neuroplasticidad”. En un tiempo se suponía que el número de neuronas con las que nacemos y las conexiones que establecemos a lo largo del desarrollo parecen establecer un set de sinapsis posibles y, por lo tanto, se creía que su pérdida resultaba irreparable e irreversible. Ahora sabemos que existen nichos donde se alojan precursores de estas células que ante una “noxa” (un causante de una enfermedad) se activan derivando en una neuroregeneración y que la fuerza de estas conexiones varía de acuerdo con el uso o desuso de ellas. Esta extraordinaria capacidad se conoce como “plasticidad sináptica” y es un concepto clave en el estudio del aprendizaje y la memoria.
Lo anterior permite comprender que algunas investigaciones neurocientíficas, al estudiar las huellas que deja la vida espiritual, advierten el impacto favorable que provoca en la salud a mediano y largo plazo. Vale aclarar que la vida espiritual conlleva una capacidad transformadora ligada a la constancia y disciplina de un estilo de vida que establece un ambiente que conduce a una epigenética y neuroplasticidad particular y bien diferente al de una experiencia aislada. Es en este punto donde resulta interesante el encuentro de la neurociencia y la espiritualidad; en la descripción de la huella que deja plasmada la conexión con lo sagrado en nuestra biología, en nuestro arreglo de conexiones neurales, en la modificación de la expresión de nuestros genes.
En otras palabras, la espiritualidad no se limita a tener “experiencias espirituales” sino a lograr una transformación permanente que permite afrontar la vida con mayor comprensión.
Por otra parte, no todos los neurocientíficos interpretan del mismo modo los resultados de las investigaciones referidas a las experiencias espirituales. A los trabajos pioneros de Eugene D’Aquili y A. Newberg favorables a la espiritualidad, se sucedieron muchos otros de carácter adverso. Obviamente, si todo lo espiritual es un emergente del cerebro, tal experiencia es ilusoria.
Suele aducirse como prueba contundente del carácter ilusorio de las experiencias espirituales el hecho de que sea posible provocarlas artificialmente mediante una estimulación eléctrica o electromagnética, así como por drogas llamadas “alucinógenas” o “enteógenas”.
Francisco J. Rubia Vila no duda en sostener que la activación experimental o espontánea de estructuras del lóbulo temporal, que probablemente posee mejores conexiones con el sistema límbico, es capaz de provocar éxtasis místicos. Michael Persinger provocó con estimulaciones electromagnéticas transcraneales en mil sujetos experiencias espirituales moduladas por la historia personal y cultural de cada uno. En otras palabras, cada sujeto experimentaba presencias espirituales que variaban según su formación e inclinación.
No obstante, la ciencia como tal no puede determinar si la excitación de tales estructuras cerebrales provocan la experiencia y por lo tanto son “subjetivas”, o bien intervienen haciendo posible una experiencia “objetiva”, si se quiere, “real” de Dios o de la trascendencia.
Paradójicamente, si todo fuera producto del cerebro o del sistema nervioso, también lo sería la propia neurociencia, con lo cual sería difícil saber si el cerebro puede ser objetivo consigo mismo. La ciencia no puede determinar si cuando las neuronas “miran” a Dios, “alucinan” o acaso pueden ser el espejo de una experiencia verdadera. Pero quien tiene esa experiencia no espera el dictamen de la ciencia; le basta la certeza de su corazón que vive la gozosa profundidad del misterio.
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