
9 octubre, 2018
La voz inaudible de nuestro anhelo
Los seres humanos, dice nuestro columnista, pasamos toda la vida queriendo algo. Esta limitación, signada por necesidades físicas y socioculturales, se expresa como fragmentación, finitud y sinsentido. Conscientes de eso, en el silencio del cuidado del alma, trazamos un trayecto hacia la plenitud.
Hacia el final de sus días, el psiquiatra suizo C. G. Jung confesó que su vasta obra podía expresarse con la profunda sencillez de una antigua fábula: “En alguna parte, alguna vez, hubo una Flor, una Piedra, un Cristal; una Reina, un Rey, un Palacio; un Amado y una Amada, hace mucho, sobre el Mar, en una Isla, hace cinco mil años… Es el Amor, es la Flor Mística del Alma, es el Centro, es el Sí-Mismo…”. Pareciera que ese misterioso “Tesoro” de múltiples nombres y oculto en algún lugar remoto es, sin embargo, el centro y la totalidad de nuestro propio ser.
Tan cerca está –yace en nuestro interior– y, sin embargo, tan lejos, porque hemos construido nuestras vidas a sus espaldas al punto de haberlo olvidado. Pero ese olvido no es gratuito, pues buscamos satisfacer el vacío de su ausencia con meras exterioridades y, por ello, sufrimos de una grave desorientación. Es obvio, una verdad de Perogrullo, que el ser humano es un ser carente. Toda su vida íntima y social manifiesta su falta de plenitud.
“En alguna parte, alguna vez, hubo una Flor, una Piedra, un Cristal; una Reina, un Rey, un Palacio; un Amado y una Amada, hace mucho, sobre el Mar, en una Isla, hace cinco mil años… Es el Amor, es la Flor Mística del Alma, es el Centro, es el Sí-Mismo…”.
Carl G. Jung
Sean burdos apegos o refinados deseos, el hombre pasa toda su vida queriendo algo. Y esto que queremos o que creemos querer cambia en permanencia, genera espejismos, alta cultura pero también daño, según sea el caso. Nunca estamos totalmente bien en nuestra piel, sobre todo cuando vislumbramos nuestra verdadera piel, no la superficie de su máscara. Y si no lo advertimos en la profundidad de nuestro presente, en nuestro propio interior, podemos avizorarlo con solo pensar en nuestro futuro, pleno de incertidumbres inquietantes.
Esta limitación humana, signada por necesidades físicas (satisfacción corporal: alimento, vestido, casa, salud etc.), psíquicas (satisfacción “afectiva”: sexo, creatividad, relaciones amistosas, etc.) y socioculturales (satisfacción laboral, social, artística, etc.), se expresa triplemente como fragmentación, finitud y sinsentido. Fragmentación del bien, la felicidad, el descanso, el afecto, el dinero etc.; como finitud en el tiempo o contingencia de esos bienes, pues aun el bien fragmentario pasa; todo tiende a la muerte y al sin-sentido, precisamente en razón del carácter fragmentario y finito de los bienes.
La muerte y el dolor son, fundamentalmente, las experiencias que signan el sinsentido. Y, sin embargo, el ser humano tiende a la totalidad y quizá por eso mismo padece hondamente sus limitaciones. ¿No será acaso que el hombre, más que estar herido de finitud o contingencia, está herido de eternidad? Sócrates señalaba que una vida sin indagación no merece ser vivida. Más allá de que existan múltiples caminos, en todos los casos el yo inicia el largo trayecto hacia la plenitud cuando al reconocer que los bienes finitos solo satisfacen finitamente, hace silencio y sacrifica sus pretensiones egoístas.
En el silencio propio de todos los métodos de cuidado del alma (meditación, oración contemplativa, reflexión comprometida, trabajo con los sueños, etc.) advertimos que el sacrificio inicial del apego del yo es posible porque ese Tesoro oculto, el Sí-Mismo, nos llama con la voz inaudible de nuestro anhelo.
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