Sophia - Despliega el Alma

POR Adriana Amado - Columnistas

5 enero, 2016

La trampa del discurso

"Los medios no pueden ser mejores que las sociedades que los consumen", dice Adriana Amado para contarnos que debemos rechazar los discursos de los programas y publicidades más denigrantes, para construir una sociedad sobre las bases de la dignidad.


Si un nene tiene fiebre se entiende que es un síntoma que avisa de una afección que se está incubando o de algún desequilibrio que hay que atender. A nadie se le ocurriría comprar un termómetro que no pase de los 36 grados para evitar sobresaltos. En la Argentina, en cambio, fuimos encubriendo los síntomas con expresiones tranquilizadoras. La desocupación, la pobreza, la inflación, la criminalidad dejaron de ser estadísticas para convertirse en números políticos calculados para no ofender a sus responsables ni alarmar a sus afectados. Las buenas intenciones también alcanzaron a la perspectiva de género y en la convicción de que disimular lingüísticamente la violencia alcanzaba para acabar con ella, se persiguió el sexismo en la pantalla, se recomendó evitar expresiones discriminadoras y se encubrió el machismo alargando saludos en dos géneros. Muchos se convencieron de que el síntoma era la causa y no la consecuencia y que el problema eran las palabras y no las cosas.

La repetición de todos-y-todas se volvió conjuro para exorcizar las inequidades de género en la vida pública, aunque en los hechos delató su impostura. Medios que adoptan las formalidades del lenguaje no sexista no les dan un mismo lugar a hombres y mujeres en la pantalla. Políticos que llevan varios años nombrando, solícitos, hombres y mujeres, ellas y ellos, nosotros y nosotras, ni siquiera han respetado la igualdad de cargos en sus gabinetes ni en las listas de sus partidos. La diferencia entre una conquista impuesta por gramática y otra ganada por derecho es la que existe entre las palabras “presidente” y “estudiante”, que nunca necesitó hablar de estudiantas porque las mujeres son ahí consistente y legítima mayoría.

Detrás de estas operaciones está la creencia de que hacer visible es dar existencia, que nombrar la igualdad es invocarla. No es casual que tuviera tanto eco entre las mujeres, tan enseñadas con cuentos de hadas y hechizos milagrosos. Pero si como niñas aprendimos a creer, como adultas sabemos que no hay palabras mágicas si no hay decisiones transformadoras. Por eso no nos asombró descubrir que cuanto más cuidados se estaban tomando para nombrar lo femenino, menos cuidado se le dispensaba al femenino. No nos asombran pero sí indignan las crecientes cifras de muertes y maltrato en el seno mismo de las familias y las escuelas que alertan que no es tan importante observar y señalar como educar y remediar.

Años de corrección forzada no parecen haber atenuado la de-sigualdad de género en lo público ni evitado que se agravara la violencia en lo privado. Ni siquiera el ascenso de algunas mujeres a la máxima posición ha cambiado la opinión de un tercio de los latinoamericanos que sostiene que los hombres son mejores líderes políticos que las mujeres –sigue siendo un tercio según el Latinobarómetro, sin demasiadas variaciones entre 1997 y 2009–. Aumentó de 36 a 48 el porcentaje de los que pensaban que si una mujer gana más que el hombre va a tener problemas. Cuatro de cada diez latinoamericanos siguen pensando que es preferible que la mujer se concentre en el hogar y el hombre en su trabajo.

«Cuando la agresividad y el desprecio al género se visten de cortesía social y aparente igualdad, una espiral de silencio encubre la actitud reaccionaria y la disimula a la vista de todos mientras crece larvada en la intimidad de las casas».

La persistencia de prejuicios ancestrales necesita algo más que un símbolo de color rosa para modificarse. Los contenidos políticamente correctos o idealizados en los medios no generan cambios sociales, sino que pueden demorarlos en tanto que la censura de la expresión de sexismo o violencia en lo público genera un clima irreal que dificulta expresar la injusticia individual. Cuando el discurso insiste en la igualdad y respeto aparentes en las aulas, las oficinas o la familia, más insegura y cohibida se sentirá la persona para expresar la situación contraria. La corrección lingüística y la inhibición social no solo no curan la violencia sino que pueden provocar el efecto contrario.

Las buenas intenciones son, a veces, celadas que los reaccionarios nos tienden para demorarnos en el camino. Al silenciar la expresión genuina, al imponer al discriminador un discurso correcto, antes que promover cambios los retrasan al encubrir las actitudes latentes. Cuando la agresividad y el desprecio al género se visten de cortesía social y aparente igualdad, una espiral de silencio encubre la actitud reaccionaria y la disimula a la vista de todos mientras crece larvada en la intimidad de las casas. Hasta que un día algunas empiezan a desobedecer el discurso de normalidad y gritar que no es cierto que sean bien tratadas. Y cuando pueden verse como parte de una mayoría silenciosa se transmuta el miedo en indignación con fuerza suficiente para sacar a muchas mujeres a la plaza.

Los medios, como el mundo social, no mejoran cuando un censor distingue lo que está bien de lo que está mal sino cuando las grandes mayorías le dan la espalda a un programa o dejan de comprar una revista. Pero para eso hay que generar sociedades con dignidad suficiente para rechazar un contenido denigrante. Los contenidos descremados en los medios no suelen ser atractivos para las audiencias, que prefieren mayoritariamente los programas que son los más sancionados por los observatorios. Que la identificación se produzca en los contenidos más inconvenientes muestra que el sexismo y la violencia son un síntoma que exhiben los medios de una afección que no está ahí, sino en la sociedad. Los medios no pueden ser mejores que las sociedades que los consumen. Como el espejito de la bruja de Blancanieves, es odioso escuchar que no somos las más hermosas ni que nuestra sociedad es la más igualitaria. Pero salir de la victimización es dejar de ser objetos y convertirnos en sujetos que actúan para cambiar y no solo para verse mejor en el reflejo.

discurso

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