
13 marzo, 2020
La luz del Apocalipsis
¿Qué se nos está revelando con esta crisis? ¿Qué cambio de conciencia y de valores estamos llamados a hacer como individuos y como comunidad? A raíz de los últimos acontecimientos, la lectura del Apocalipsis se encuentra más vigente que nunca en esta columna publicada originalmente en diciembre de 2008.
*Columna publicada originalmente en diciembre de 2008.
Empiezo pidiéndoles un favor: que me tengan paciencia. Sí, ya lo sé. Más de una, con sólo leer el título, ya está tentada de dar vuelta la página. Les pido que me banquen un poco, y si otras veces me leyeron hasta el final con ganas, con emoción, o con curiosidad, tal vez hoy tengan que poner algún esfuerzo de su parte: porque el Apocalipsis no es un tema simple ni puede ser una lectura light para el verano. Aun así, me largo a contarles mi testimonio, por una razón de peso: para mí, en mi propia vida, hay un antes y un después de leer el Apocalipsis.
Tal vez, podría haberlo también para ustedes.
El domingo de Pentecostés de 2000, yo estaba en Roma, sola. Razones de trabajo me habían obligado a hacer un viaje a París de solo dos días, por lo que decidí tomarme unos días antes en Roma, ya que era el año del Jubileo. La ciudad, como nunca, estaba invadida de religiosos y de turistas. Era increíble ver la mezcla de razas y nacionalidades, lenguas extrañas y vestimentas exóticas pulular por las calles y plazas, en especial por el Vaticano.
Amo Roma. Tal vez por lo contradictoria e inesperada que me resulta: ecléctica y clásica, caótica e inmutable, todo al mismo tiempo. Estuve muchas veces, pero nunca antes sola, por lo que también recuerdo este viaje como muy especial. Empecé cumpliendo con los “rituales” obligados del Año Santo: pasé por la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro, que según la tradición sólo se abre cada veinticinco años, asistí a la vigilia de Pentecostés el sábado a la noche en la plaza, entre velas y campanas, y al día siguiente, a la misa celebrada por el papa Juan Pablo II, junto a una multitud de peregrinos de todo el mundo. Fuera de eso, por ser mi enésima visita a la ciudad, me sentía libre de los mandatos turísticos.
Caminé incansablemente, sin rumbo ni agenda, bajo un benigno sol de primavera. Visité mil iglesias, patios de oficinas públicas en palazzos renacentistas; tropecé inesperadamente con coros extranjeros en una capilla cualquiera, revisé anticuarios polvorientos mirando bellísimos grabados, pasé horas en las librerías. Y también, por cierto, estuve largos ratos sentada en la penumbra fresca de alguna capilla, pensando, meditando, rezando, recordando… no sé bien cuál de todos los verbos se ajustaría mejor. Tal vez, sólo “estando” ahí, en silencio, en la presencia de Dios, preguntándome (¡y preguntándole!) cómo seguiría mi vida. Porque en los últimos cinco años, gran parte de lo que yo llamaba “mi vida” se había derrumbado estrepitosamente…
Y ahí estaba yo… contemplando los escombros…
Una respuesta inesperada
Sería largo y difícil de explicar, aun para mí, pero fue a partir de esos días en Roma cuando empecé a leer el Apocalipsis de San Juan. Así nomás, sin ninguna explicación racional: la respuesta a mis interrogantes era ésa, que debía leerlo. Yo sonreía para mis adentros, absorta. Parecía un chiste; ante el enigma de mi vida, la respuesta era más enigmática aún: “Apocalipsis”. Jamás lo había leído antes, ni me había interesado el tema y, como para la mayoría de los cristianos, lo consideraba un texto oscuro, críptico y, por lo tanto, inútil o superfluo.
Obediente, volví a Buenos Aires y empecé a leerlo. Al principio me resultó muy extraño, complejo, la obra de un loco o un alucinado, básicamente incomprensible. Pero al mismo tiempo quedé fascinada por la fuerza de las imágenes y por el vértigo del enigma. Pedí ayuda a un sacerdote amigo que se excusó diciéndome que no podía, porque “el Apocalipsis es una lección particular de Dios al alma”.
Así, cortito, y me puso en la vereda.
Me fui frustrada pero, como siempre, las frustraciones producen crecimientos. Me obligó a arreglarme sola, a buscar y a leer todo lo que caía en mis manos sobre el tema. Con la ayuda de varios textos, pero muy especialmente con los del profesor de Apocalipsis en la Universidad Gregoriana, el jesuita Ugo Vanni, a quien después tuve el privilegio de conocer y de visitar en Roma varias veces, empecé a entender un poco el simbolismo de las imágenes, el lenguaje cifrado en los números, la profecía encubierta. Solo después de varias lecturas me enamoré del texto y empecé a disfrutarlo, y en cada relectura fui descubriendo algo más, como un pozo inagotable de sabiduría.
Hasta el día de hoy.
En estos años leí mucho sobre el tema, apasionadamente. Descubrí que hay muchos “Apocalipsis”, además del de San Juan: judíos, cristianos, apócrifos, gnósticos, en el Antiguo Testamento y en el Nuevo, incluido el de Jesús; y que a lo largo de la historia, infinidad de autores han escrito interpretaciones, por lo que toda intención de acotar el tema y la bibliografía sería imposible.
Sin embargo, algo es claro y compartido: para el cristianismo, el Apocalipsis de San Juan, lejos de ser un libreto terrorífico que aprovechan algunas sectas oscurantistas para asustar con inminentes catástrofes a la gente, es la “Revelación” (traducción textual de la palabra griega) del plan de Dios que conduce los acontecimientos de la historia; es la profecía que nos devela el accionar de Cristo Resucitado, el Señor de la Historia, en la lucha entre el Bien y el Mal, y nos preanuncia su triunfo.
La lección particular
Podría extenderme contándoles por qué creo que la interpretación del Apocalipsis como profecía histórica arroja una intensa luz sobre los acontecimientos y, fundamentalmente, una esperanza frente al aparente caos. Cito al brillante jesuita argentino Leonardo Castellani, quien admite que una profecía se va haciendo más y más clara a medida que se cumple o se aproxima a su cumplimiento, y dice: “–¿Sabes tú más que San Jerónimo? –Puedo saber todo lo de San Jerónimo y un poquito más, gracias a San Jerónimo y sin ser más grande que San Jerónimo: así, un enano parado sobre los hombros de un gigante puede ver más lejos que el gigante”.¹
A la luz del Apocalipsis, la revolución tecnológica de fines del siglo XX –en especial la de Internet– y acontecimientos tales como la caída de las Torres Gemelas, la especulación bursátil con los precios de los commodities alimentarios, el reciente crack financiero mundial y la recesión de los países del G-7 tienen interpretaciones muy diferentes. Pero por muy fascinante que pueda ser para cualquier cristiano analizar los acontecimientos mundiales a la luz de la profecía de San Juan, esto solo, que es mucho, no bastaría para que les diga que hay un antes y un después “en mi vida”.
Es que con las sucesivas lecturas, fui entendiendo, además, el Apocalipsis “mío”, referido a mi historia personal, a mi mundo interno. Entendí el texto como la revelación del plan de Dios para conmigo, como “mi” camino espiritual. Y los acontecimientos de mi vida empezaron a tener otras interpretaciones a la luz del Apocalipsis.
Comprendí mis derrumbes como la caída de mi propia Babilonia interna, ciudad que simboliza la idolatría y la infidelidad a Dios. Entendí que la lucha entre el bien y el mal que tanto buscamos afuera, en el mundo y en los demás, se desarrolla primero en nuestro interior, en nuestra alma. Y que la Palabra de Dios, ese jinete con la espada filosa, la del discernimiento, es la que separa la verdad del error, de “mis” errores.
También en estos años, pude ver surgir, lentamente de entre las cenizas, una vida nueva dentro de mí, una persona diferente; como la Nueva Jerusalén profetizada, “en mí”. Nada sería igual, nunca más. El Apocalipsis me enseñó a ver la presencia de Dios a lo largo de mi vida, plagada de errores, dolores y lágrimas que, bajo esta luz, tuvieron otras connotaciones. Comprender, al menos mínimamente, los signos de los tiempos y el sentido de nuestra existencia es una vivencia única. El texto está ahí. El Maestro también. La lección particular es decisión de cada uno.
¹Leonardo Castellani, El Apokalypsis de San Juan, Buenos Aires Ediciones Vórtice, 2005.
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