
28 julio, 2016
La familia de mi novia
A veces, la relación con la familia política supone un gran reto a superar por quienes deciden iniciar una vida de a dos. Por eso, para que no arda Troya, Miguel nos propone dejar de lado los sentimientos infantiles y volvernos más leales con el hoy.
Cada familia tiene lo suyo. Costumbres, gestualidades, comidas, ceremonias y valoraciones de la vida, además de miedos, aspiraciones y esqueletos en el placard. Ya bastante lío es vérselas con esa complejidad de la propia familia pero, como todo en la vida puede complicarse más, “de repente” se puede “adquirir” una familia política.
Imaginemos el formato más tradicional. Él y ella se casan, tras quererse durante un tiempo prudencial. El clásico es que, en esa “previa”, hayan conocido a sus padres respectivos y demás familiares también. Luego del mencionado casamiento, la sangre se mezcla al aparecer los hijos y todos los involucrados entran en un terreno de mayor confianza, se traslucen realidades agradables y otras no tanto de cada familia, que habrá que entender y saber manejar para que Troya no arda.
Conscientemente o no, lo habitual es que cada miembro de la pareja tenga cierta lealtad con la familia de origen. Esa lealtad a veces compite con la que se tiene con la pareja misma, lo que es una fuente grande de conflictos.
La tradición no es solo patrimonio de aquellos dados a la nostalgia histórica o a la religiosidad ortodoxa. Cada familia tiene “tradiciones emocionales”, por así llamarlas; es decir, una manera de tramitar cualquier situación desde lo emocional. Son distintas las formas de vivir la emocionalidad de las Fiestas, las visitas, las crianzas…
Hasta tanto la novel pareja no genere su propia “cultura convivencial”, está más a merced de las fuerzas de las familias de origen, y en tal sentido la “tradición” del otro se va conociendo sobre la marcha.
“Mamá dijo que quiere venir a vernos”, dice él un sábado tranquilo y sereno. “Pero quedamos en que hoy íbamos a pasar la tarde viendo nuestra serie favorita”, dice ella. Él asiente, pero en su rostro asoma un infierno emocional… Siente algo del orden de la traición al decirle a su madre que su plan era… no tener plan y que, por favor, no venga.
Ella, la joven esposa, ve en el rostro de su amado un sentir que él, tiempito atrás, no tenía. Antes no parecía que esa señora tan macanuda (o quizás algo pesada) podía de repente ser una fuente de culpa y tormento anímico para el muchacho maravilloso con el que se había casado. Culposa a la vez por la angustia de su marido, accede a cambiar los planes, pero… la bronquita queda.
“Algo” une las diferencias, marcando lo nuevo, y ese ir caminando hacia la gestación de una nueva amalgama no suele ser fácil. Hay que saber qué se deja atrás de la vida pasada y qué se lleva como valor para ser reencauzado en la nueva instancia.
Eso sí: la nueva pareja deberá honrar su adultez. Aunque a veces les pese, ya “juegan en primera”. Sin esa certeza de ser miembros activos del universo adulto, la tentación de volver a la infancia es grande.
No debe olvidarse que la lealtad siempre es con el hoy, ese mismo presente que contiene lo mejor del pasado, un pasado vitalizado por la idea de horizonte compartido. Por eso es tan importante que la pareja –sobre todo cuando está empezando– cuide su territorio, y si hay que elegir entre la tarde mirando series o complacer a la madre o a la suegra… mejor optar por las series. Para tomar el té, que la madre o la suegra vengan otro día.
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