Sophia - Despliega el Alma

POR Adriana Amado - Columnistas

19 febrero, 2018

La edad del medio

¿Qué nos pasa cuando alcanzamos esa etapa conocida como la "mediana edad"? ¿Qué dicen de ella los medios y la publicidad? Desafíos y reflexiones (y un poco de humor), conforme pasan los años.


Calcular la edad propia es una tarea complicada porque con los años la fecha del documento se distancia cada vez más de la que dice el espíritu, que nos saca años y se pelea con el cuerpo, que los agrega. Cuando ya nos queda ridícula la categoría de joven y no llegamos (aún) a la de sexagenario, nos toca la de “mediana edad”, etiqueta que usan frecuentemente los medios para designar a edades de lo más diversas. Y que tiene una imprecisión generosa que permite acomodarse sin riesgo en ella.

Es el momento en que, por más mesoterapias, electrodos y clases de zumba que hagamos, comprobamos que la única parte del cuerpo que desafía la ley de la gravedad son las encías. Y es cuando, en pos de revertir lo irreversible, agregamos a la vida rituales y cuidados que nos recuerdan que ya no somos las mismas. La ciencia y el comercio ofrecen incontables soluciones para remediar los signos del tiempo. Aunque sin garantía de resultados, como demuestran bellezas estropeadas por estéticas exageradas, como Nicole Kidman, o por retoques digitales abusivos, como los que padeció Kate Winslet en manos de esa revista que recortó excesivamente sus curvas. Tratamientos de belleza y gráficos ofrecen servicios que, más que antiage, suenan a tintorería: limpiezas profundas, planchado de arrugas, alisados permanentes.

La obsesión por el cuidado del cuerpo no opera como en esos autos fabricados en nuestra misma década de nacimiento, que pasan de cacharro a joya de colección por obra y gracia del mantenimiento. Podemos engañarnos viendo en el espejo a aquella que fuimos o engañar a los otros con la foto retocada del Facebook, pero eso no impide que empecemos a toparnos con gente con responsabilidades adultas que nos doblan en número de documento. O desconocidos que empiezan a llamarnos insidiosamente con el apelativo “señora”, momento de crisis que una publicidad de tintura recrea mostrando a mujeres que se escudan en la negación.

Para esa mirada colectiva que nos devuelve la publicidad, las señoras de mediana edad, en el mejor de los casos, se ven bien conservadas por la crema que hace que la confundan con su hija. O andan muy activas, manteniendo a raya la osteoporosis con cantidades industriales de calcio inoculado en caramelos masticables y yogures descremados. En la publicidad, mujeres maduras e infantes reciben por igual recomendaciones de suplementos y vitaminas. Los dos comparten la preocupación por la tersura de la piel: a unos recomiendan cuidarle la colita y a las otras, la carita. Muchachitas treintañeras se miran a cámara como si fuera un espejo y alertan de los “signos de envejecimiento”, como para recordarnos que nunca es pronto para empezar a evitar lo inevitable.

El contraste publicitario es cruel para todos los géneros. Mientras los jóvenes consumen alcohol en fiestas interminables o bailan frenéticos al ritmo de sus teléfonos, los adultos ponderan las ventajas del pegamento para dentadura postiza con que disfrutan a pleno un asadito. La invitación para jóvenes a hacer una vida activa con toallitas femeninas invisibles es reemplazada, para las maduras, por una que dice que se puede llevar un ritmo normal con apósitos para la incontinencia. Un aviso dice, despiadadamente, que entre los 40 y los 80 años perdemos masa muscular, lo que podría explicar por qué no hay nadie de esas edades limpiando los pisos o la cocina, tarea que la publicidad sigue reservando a las chiquilinas.

Cuando es mejor en la vida

La realidad, por experiencia propia, es que la mediana edad puede ser la etapa en la que mejoramos notablemente eso que se ve de nosotras en la publicidad. Como vamos creciendo a la par de aquellas que seguimos llamando chicas desde que lo éramos, entre nosotras nunca dejamos de serlo. La reacción piadosa del ojo que congela nuestro espejo unos años atrás es la misma que nos hace vernos siempre iguales entre amigas, retrasando con ese truco el devenir real de los calendarios. Para mejor, las actrices que ya eran grandes en nuestra adolescencia, con el tiempo empiezan a declarar que tienen menos años que una. Lo cual nos colabora enormemente con este espíritu de eterna juventud. Afortunadamente, ahí están esas señoras de 50 que las revistas dicen que parecen de menos, como Aitana Sánchez-Gijón, Juliette Binoche, Julianne Moore, Julia Roberts y la escritora J. K. Rowling, que nos confirman que madurar puede ser florecer.

Después de todo, quizás eso de “mediana edad” signifique que se trata de un intermedio en que nos encontramos todas, porque quien se acuesta tarde se cruza con la que se levantó temprano. Las que ven que se vacía el nido se topan con las que no llegaron a armarlo en la misma inmensidad del tiempo propio. Las que venían gastadas de afecto se topan con la posibilidad de un amor impensado que se puede vivir con menos pensamientos dedicados a las urgencias cotidianas. Los padres pasan a ser hijos y los hijos se vuelven padres de los suyos y quedamos libradas a nosotras mismas, en este tiempo donde ya no hay que rendir tantas cuentas. Al fin y al cabo, el pasado no siempre era mejor. Había demasiadas exigencias, mandatos, demandas y moldes que llenar.

Si algo tiene la edad es que es algo superdemocrático: les llega a todas las que llegan. Pero si envejecer no es opcional, sí podemos decidir cumplir años con actitud. Lo bueno de adoptar la mediana edad como categoría es que viene a recordarnos que ya pasamos la mitad. Por más optimistas que seamos, lo que queda siempre será menos que lo vivido previamente y ese límite, de por sí, derriba cualquier excusa para vivir lo que falta con toda la libertad e intensidad que sería imposible de contar en la mezquindad de los avisos publicitarios.

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